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CARLOS LOVEIRA

  El hombre
  El novelista
  La época
  Notas

 

El hombre

Muchos aspectos de la vida de Carlos Loveira no han podido ser aclarados. La misma trayectoria de su quehacer político, dentro del movimiento socialista americano, espera el detallado estudio que nos muestre todas sus luchas, esperanzas y desilusiones. Un dato tan sencillo como el lugar de su nacimiento, sigue siendo motivo de discrepancias. En un artículo periodístico publicado en La Habana, comentando la nueva edición de Generales y Doctores y Juan Criollo, se dijo de la procedencia de Loveira: “Algunos lo consideran nacido en Matanzas, ciudad donde vivió mucho tiempo y que conocía perfectamente según demuestra su novela Los Ciegos. Recientemente se me aseguraba, en un seminario de profesores de segunda enseñanza, que en Placetas lo tienen como hijo de aquella población. Y hay quien considera que nació en Camagüey, quizás por el tiempo que trabajó en aquella provincia como obrero ferrocarrilero.”1 Su vida privada y los numerosos viajes que realizó están llenos de lagunas y alguna vez de verdadero misterio. Hasta la fecha de su muerte anda anotada por ahí con inexplicables  diferencias.2 Mientras esperamos el trabajo erudito que nos descubra toda su interesante y riquísima vida,3 dejemos hablar al propio novelista. En 1927, con ocasión de haberse publicado Juan Criollo, hizo las siguientes declaraciones:

Hace cuarenticinco años, [1882] nací en El Santo, pueblecito de las orillas del Sagua la Chica [Provincia de Santa Clara]. Pueblecito típico, de una sola calle digna del nombre, que por ambos extremos se prolonga en carretera. Mi padre, "gallego" que comenzaba a luchar, murió allí cuando yo tenía tres años. Cuando tenía nueve, en Matanzas, mi madre pasó de la cocina de una casa rica al Hospital Santa Isabel y de allí al Cementerio San Carlos. Al principio de mi vida fui obrero en todo lo que pude. Aquella familia de Matanzas, en cuya cocina enfermó de muerte mi madre, emigró cuando se supo que venia Weyler. En New York, vendiendo dulces y frutas, en las calles, aprendí el inglés. Fui expedicionario, desde Tampa [a los diez y seis años con el general José Lacret Marlot]. La. experiencia como filibustero me sirvió más tarde para dos capítulos de Generales y Doctores. Entré en Camagüey con las fuerzas libertadoras [1898]. Saber inglés era entonces  algo así como encontrarse uno, de la noche a la mañana, con un acta de representante en las manos. Vivía bien. Después, hasta las piedras comenzaron a saber inglés, y tuve que ser retranquero, guarda-equipajes, conductor de trenes de caña, y más tarde maquinista, jefe de trabajos de construcción [1903-1908]. Fui todo eso en el Canal de Panamá, en el Ecuador, en Costa Rica, el noble y generoso país, que dio fraternal abrigo a los impacientes conspiradores cubanos, grandes de la patria: los Maceo, Cebreco, Crombet, Loynaz. En Costa Rica fui un costarricense más, pero un costarricense mimado, dentro de mi modesto ambiente de empleados y obreros. Amo a Costa Rica, casi tanto como a Cuba. Obrero aficionado a la letra de molde, caí en el socialismo.4 La rebeldía socialista, sea de la modalidad que sea, es el estado perfecto del hombre pobre, que a la vez sea inteligente. Fui "leader,” de acción nacional e internacional, mis últimas labores dentro del laborismo fueron en Washington al lado de Samuel Gompers, donde llegué a ser Secretario de habla española de la Federación Americana del Trabajo [1915-1916].

Escribí mi primera novela, por necesidades de la propaganda socialista. Los Inmorales [1919] tenía por objeto secundar la campaña pro divorcio en Cuba. La crítica con una extensa, espontánea y múltiple dedicación me metió en el caletre que yo tenía madera de novelista. Hombres y publicaciones que sólo conocía a distancia, a enorme distancia física e intelectual de mí, apadrinaron Los Inmorales: Justo de Lara, La Lectura, de Madrid, El Diluvio, de Barcelona, Nosotros de Buenos Aires, el Evening Transcript,” de Boston, La Revue de l'Amerique Latine, de París. En La Habana, las revistas, editoriales de diarios los Carricarte, Márquez Sterling, Roig de Leuchsenring, los generosos hombres de Cuba Contemporánea,  Pedro A. López, Palomares, Tulio Cestero y cien más. Claro, seguí escribiendo novelas, al principio a una por año. Que no deja de ser velocidad (perniciosa velocidad), si no se olvida que ha sido labor al margen del Negociado, las comisiones, los viajes oficiales y los Congresos en el extranjero [después de Los Inmorales en 1919, Generales y Doctores en 1920, Los Ciegos en 1922 y La última lección en 1924].

Por los mismos motivos que comencé a hacer novelas, hice periodismo ocasional. Necesidades de la lucha, más que vocación original. En Camagüey, cuando creé la Liga Cubana de Empleados de Ferrocarriles [1908] —primera organización de obreros ferroviarios de alcance nacional— fundé El Ferrocarrilero, que duró tres años. En Sagua tuve el efímero diario Gente Nueva. En Yucatán, [1913] pertenecí a la redacción del primer diario de sus días: La Voz de la Revolución.  Dos veces fui su Director interino. En The Federationist, órgano de la Federación Americana del Trabajo, me atreví a publicar algunos trabajos en inglés [1916]. También hice discursos. Era la época de la fiebre idealista en mí. Tenía ese motor, y logré algún renombre como discurseador. Tal renombre fue la base de cierta envidiable personalidad que llegué a tener en el Sur mexicano. Fui gran amigo de Carranza, de Alvarado, del inolvidable mártir de la emancipación de los indios yucatecos, Felipe Carrillo. Hoy no puedo hacer discursos. Me falta entusiasmo y me sobra autocrítica. Admiro a los que lo hacen seriamente.5

Habrá que añadir a este breve recuento de su vida —cuya abundancia informativa se interrumpe con la amarga consideración “Me falta entusiasmo”— que Loveira llegó a ser uno de los cubanos más capacitados en materia laboral. Desde su puesto en la Secretaría de Agricultura como Jefe del Negociado de Colonización y Trabajo, y como representante de su país en importantes congresos internacionales, fue tejiendo una valiosa obra que recogieron, entre otros, sus informes de 1922 sobre la “Tercera Reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo”; el que publicó en 1926 con el título: La Séptima Reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo y de la Sociedad de las Naciones; y otro sobre la Octava y Novena reunión de dicha asamblea mundial, un año antes de su muerte.

La casualidad y la vocación hicieron de Loveira un gran viajero. Conoció toda la América: “Desde Boston a Buenos Aires y Valparaíso,” como dijo de sus andanzas por nuestro continente. Además, visitó en Europa: Francia, España Alemania, Italia, Bélgica, Austria y Suiza. Insaciable en sus indagaciones, añadió al aprendizaje cruento de una vida difícil, el que le proporcionaban sus lecturas constantes. Sin el fundamento mínimo de una educación, el valioso autodidacta explicó su formación intelectual con estas sencillas palabras: “¿Cómo he adquirido alguna cultura para hacerme un pasable aficionado en el campo de las letras? Porque he sido un lector omnívoro e incansable; pero con predilección por las divulgaciones científicas, la filosofía y la literatura. Porque llevado de un espíritu aventurero he viajado mucho, y porque una indesviable vocación me llevó a perodiquear y a ensayar literatura en publicaciones de menor importancia, desde joven.”6 Así llegó a ser miembro de la Academia de Artes y Letras de Cuba y a correspondiente de la Real Academia Española. Aquella fuerte inclinación literaria también le permitió grabar con honor su nombre en la novelística cubana y llevar el de la patria mas allá de sus cortas fronteras.

Como Lope de Vega, Torres Villarroel, la Fernán Caballero, Blanco Ibáñez o Valle-Inclán, y de este lado de la cultura hispánica, como Esteban Echevarría, Isaacs, Rivera, Güiraldes, Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela, Carlos Loveira pudo alimentar del caudal de tan extraordinarias experiencias, su despierta imaginación de novelista. Casi exageradamente incluye el elemento autobiográfico en la trama de la ficción; pero su vida cosmopolita, inquieta y trabajosa, aporta el color de lo vivido al cuadro de su producción artística.

No puede ser una coincidencia que los protagonistas de sus novelas, o por lo menos algún importante personaje de ellas, tengan como rasgo fundamental una niñez dura y huérfana: Jacinto Estévanez en Los Inmorales e Ignacio García en Generales y Doctores fueron, cuando niños, reflejo de los primeros años del novelista.7 Alfonso Valdés de Los Ciegos y el propio Jacinto Estévanez son asimismo obreros en los ferrocarriles. La experiencia del “leader” laboral es la que pinta el fondo de intranquilidad obrerista para Los Ciegos o Los Inmorales. También de la vida errante de su autor, cruzada de viajes y latitudes, llega a la obra tan notable movilidad y riqueza del escenario. Es por eso que todo ‘lo valioso de su imaginativa se hace difícil separarlo de la vida real. En Juan Criollo el protagonista es contemporáneo. de Loveira (nacen. en 1882); ambos han tenido como padres un “gallego” y una cubana; sus madres se rinden ante la  miseria cuando quedan viudas. “Cuando tenía nueve, en Matanzas, [ha dicho en su autobiografía] mi madre pasó de la cocina de una casa rica al Hospital de Santa Isabel y de allí al Cementerio San Carlos.” También a los nueve años quedó en la orfandad Juan Cabrera. ¿Cuántos rincones dé aquella “casa rica” y cuántos de sus moradores no serán los mismos que conoció en la “quinta del Cerro” el que habría de ser Juan Criollo? Y ¿cuántas aventuras y secretos del personaje adulto pertenecen en silencio a la biografía del novelista? Huérfanos y ‘“recogidos,” el creador y su héroe parecen dialogar en las páginas de Juan Criollo con esa tristeza imborrable de quien, siendo niño y en castigo increíble, le hicieron escribir “mil quinientas veces”: “Debo portarme bien, porque no tengo padre ni madre.”8

Con frecuencia y razón se ha dicho que Loveira murió muy joven. Todos los hombres buenos —no importa la edad que alcanzaron— parecen haber muerto jóvenes; es que siempre ha habido falta de ellos en el mundo. Pero sí es lástima que cuando había llegado a los cuarenta y seis años y acababa de producir Juan Cr’iollo, marcando un hito de superior en su técnica y de reflexión en su pensamiento, el escritor muriera pobre en una sala pública del Hospital de Emergencias de La Habana.

El novelista

Las novelas de Loveira no podrían nunca servir come modelo del mejor estilo tradicional. Hay en ellas un involuntario desdén por la forma que alguna vez parece consciente y hasta rebuscado. Suple la ausencia de todo ornamento y la abundancia de giros menos admisibles del lenguaje, el verismo que logra imprimir a toda narración. No sólo respeta en el diálogo la especial manera de hablar de sus personajes, sino que también recurre a vocablos y a expresiones cubanas para preservar todo el “realismo” de lo que describe. A pupila y sensibilidad criollas debe corresponder un lenguaje preñado de cubanismos —parece decir desde sus obras— y los incluye, con abundantes alusiones históricas, sin reservas ni medidas en el caudal así complejo de su léxico.9  


Carlos Loveira

Si bien esas características del estilo reducen el valor formal de su obra, no logran disminuir el interés de sus interpretaciones y pinturas vernáculas. Difícilmente pueden encontrarse en la literatura cubana contemporánea descripciones más vivas, con tal economía de trazos, del paisaje urbano y rural del país: sus hombres y mujeres, sus costumbres y miserias. Por eso se ha dicho de él, y con justicia: “Este narrador espontáneo es tal vez el más desprovisto de festones literarios; pero también es uno de los que con más naturalidad y acierto ha vertido en las páginas de sus libros la realidad cubana y la verdad humana.”10 Y esto puede lograrlo haciendo gala del conocimiento que le proporcionó la vida, feliz instrumento con el que crea situaciones y personajes perfectos: desde los más humildes hasta los más empinados aristócratas. Pero siempre es mejor cuando describe vicios y defectos, pues a ello le inclinan su estética y las tendencias de la época. Así, no toda la realidad queda encerrada en las páginas de Juan Criollo, pero muy pocos de los errores y horrores de la sociedad que él conoció, escapan a su lente de aumento, siempre interesada en lo más vergonzoso y negativo.

“De todos los escritores hispanoamericanos, Loveira es quizás el que más se acerca a Zola.”10 Es por ese motivo que sus obras ofrecen con tanto relieve los excesos de la escuela naturalista. “La nature vue à travers un tempérament” —como definió el pontífice de “le roman expérimental” su técnica de novelista— fue para Loveira como un dogma que debía regir su producción. No menos que en sus anteriores novelas, Juan Criollo presenta las detalladas descripciones del medio que absorbe y condiciona a sus personajes. Josefa Valdés, la madre del protagonista, agobiada por dificultades económicas, es sólo el “juguete de un negro destino de miseria e ignorancia” (p. 41). Su último amante, Don Roberto, el indolente y “criollísimo” jefe de familia que recoge al huérfano, “no había sido bueno ni malo. Muchas de sus maldades eran hijas de las costumbres de su época y de su medio ambiente” (p. 267). Pero la fuerza del más claro determinismo queda reservada para Juan Cabrera: la condición de sus padres, la orfandad, la falta de hogar, los malos ejemplos y las desafortunadas corrientes que le ahogan la patria, señalan el derrotero de sus pasos y de su pensamiento. Cuando Juan Criollo sufre en la cárcel mexicana las consecuencias de ser “querido” de una mujer de burdel —después que ha abandonado a la esposa y al hijo— también se nos aparece esclavo del accidente vital: “Por ese camino le empujó el azar de su origen, de su educación, de su desvalidez en el mundo” (p. 339).

Dentro de la filosofía determinista no puede concebirse la existencia de hechos y realidades que no se presenten encadenados. En consecuencia, un observador que conozca un grupo de circunstancias está en posición de dictaminar lo que por necesidad debe surgir de ellas. Es así como Loveira resuelve, en forma simple, la compleja ecuación humana: “Un hogar decente, una niñez desahogada y varios años de Universidad, pueden conducir a un sillón de Fiscal; por el solar, la bodega y el cañaveral, fácilmente se llega al banquillo de los acusados” (p. 426). Esas dos situaciones extremas son los límites que marcan la probabilidad de los personajes en la novela. Y no sólo los seres humanos se presentan como víctimas de la externa influencia; la historia misma aparece sujeta a una serie de causas y efectos frente los cuales nada puede la voluntad del hombre.

Ante el esfuerzo inútil por modificar el medio, nace en Loveira una marcada inclinación pesimista. En ese aspecto Juan Criollo se aparta algo del enfoque usado en sus anteriores novelas, para eliminar así mucho de la propaganda ingenua tan propia de la escuela naturalista. Parece que al final de su vida ya había renunciado a la fácil solución de arreglar al hombre mejorando el medio. Surge entonces dominante el pesimismo que se insinuaba en sus anteriores obras. Ya decía Cuco, el personaje de Los Ciegos: “Adolfina está enamorada, y le durará poco la perturbadora intensidad. del dolor: que así es la condición de nuestra naturaleza. En cuanto a lo demás, para todo lo humano, el dolor precede a lo nuevo, y desde entonces no se queda a gran distancia en ese camino hacia la muerte, que es la vida.”12 Y no menos derrotista se nos manifiesta en algún momento Ignacio Aguirre desde las páginas de La última lección; quizás recordando “Sicut naves,” el poema afligido de Amado Nervo, llega a confesar: “Uno de mis poetas, dijo del amor que ese sí que pasa como las naves, las nubes y las sombras. Se afirma que la conclusión es triste melancólica Yo creo que es sublevadora. Porque, valiente vida la que debemos a Dios. No tiene más que el amor, y el amor dura lo que una bola de nieve, en el infierno, que dicen los yanquis.13 Pero en Juan Criollo se agigantan los males del mundo. El mismo desenlace de la obra confirma la imposibilidad de suprimir las calamidades que arrastran al impotente protagonista. Las fuerzas más negativas hacen claudicar a Juan Cabrera e incluirlo, con sus rebeldías inútiles, en el río destructor de la vida cubana de aquella época. “¡Qué sinvergüenza es el mundo!” (p. 254), dice al descubrir sus miserias. Y Julián, su mejor amigo, desde la posición ventajosa a la cual le llevó su desaforado utilitarismo, exclama complacido: “¡Cuidado que debo sentirme satisfecho de no haberme quedado atrás en la vida! ¡Qué mundo, chico ¡Qué jaula de lobos!” (p. 403).

Loveira aprovecha la frustración del protagonista para esbozar las bases de su pensamiento, del que brotan ideas nihilistas. La última decisión de Juan Cabrera —cuando decide buscar “criollamente” el triunfo— nace de tanta seguridad de que no existía Dios, ni alma inmortal, ni Bien ni Mal ni nada ni nadie serio, lógico, trascendental, en el Universo” (p. 415). Y el futuro periodista que firmará sus escritos con el seudónimo que da título a la novela, llega a razonar del siguiente modo: “Este mundo es una especie de pelota de foot ball, llena de hormigas, a la cual un jugador desconocido ha dado un tremendo puntapié, lanzándola a dar vueltas por el espacio; sin que las hormigas tengan la menor idea de dónde vienen, a dónde van, ni para qué van y vienen” (Ibid).

Otra particularidad —no ajena a la estética de Loveira— que logra su mejor manifestación en Juan Criollo, es la preferencia por lo sórdido del carácter y las costumbres de sus personajes. Detrás del determinismo y del pesimismo (con sus derivaciones nihilistas) que estructuran la acción y justifican el desenlace, aparece el impulso erótico como motor primario de la vida. Esta característica de Juan Criollo es empleada para presentar las diversas manifestaciones de una tendencia, presuntamente cubana, que mereció el nombre de “juancriollismo.”14 Loveira; cuya ideología socialista le inclina a subrayar las diferencias económicas de las clases, hermana a los cubanos solamente en sus luchas por la independencia y en su erotismo. La rica familia de Ruíz y Fontanills, inmoral y egoísta bajo la máscara de su privilegiada posición, supo pagar con su mejor hijo, Domingo, el precio de la libertad para su patria. Allí terminaron las odiosas diferencias impuestas a la sociedad. Aquel aristócrata “tomo el camino de la Revolución, con el sereno y consciente propósito de batirse con los españoles, hombro a hombro con el negro, con el guajiro más humilde” (p. 220). También en amalgama, los pobres y los ricos aparecen unidos en la erotomanía más violenta. El viejo don Roberto se hace amante de Josefa Valdés mientras mantiene cerca de la “quinta del Cerro a "una mulata "cuarentona, gruesa, fondilluda” (p. 84), con la que tiene dos hijos; en la finca Las Mameyes enamora y conquista a Rosa, la linda “guajira” que accede a los requerimientos del amo de aquellos lugares. Y todo este milagro de vitalidad senil se produce por un “estimulante sexual” que manda a preparar en las farmacias de La Habana. Los hijos y nietos del anciano Tenorio siguen el ejemplo del jefe de familia; a veces, hasta por caminos de franca depravación sexual. Los criados de la casa, el confesor de doña Juaníta y Nena —la joven nieta de don Roberto— hacen, hablan y gustan, respectivamente, de más o menos atrevidos “relajos”.

Loveira no duda en calificar esa inclinación de sus personajes como “primordial leit motiv de la vida criolla” (p. 158), y guarda para el protagonista las más ricas experiencias amatorias: de niño, Juan Cabrera mezcla con su picardía infantil las visitas indagatorias a los burdeles habaneros; luego despierta su instinto sexual, cumplidos los diez años, rodeado por las impúdicas criadas y las atrevidas nietas de doña Juanita. Al sorprenderle sus amos "jugando a los matrimonios” con una de las niñas, es enviado a la finca Los Mameyes. Allí “pierde” a una “mulatica”, para escapar cuando la sabe próxima a tener un hijo. Al llegar a México se inicia como amante de una “chola” de burdel; después se casa con una mestiza —a la que también abandona con su hijo— para volver con la “pupila” de doña Carmen, la infame “matrona” de la casa de prostitución de Mérida. Cuando regresa a La Habana se enamora de Julita, la superficial y burocrática mecanógrafa que lo lleva al matrimonio. “Pero se desgració [dice Loveira]... Julita le venía todo lo ajustado que lo pide la famosa maldición árabe. Con eso y ser cubano, la Mujer le absorbió; le sorbió, mejor dicho, con toda la maligna influencia de que hablara Zaratustra. Se entregó al amor; a sumar veces y más veces, semanas y años, como único objetivo. Dominado por el inentibiable apego a la carne de Julita" (p. 404). Y cuando al final de la novela “el criollo imprevisor y gozón” se ha sumado al grupo de cubanos que “supieron triunfar” —ya es un Representante a la Cámara que “comienza a meter un pie en el Senado” de la República— “tiene una rubita de cutis de rosa y formas modernistas”, y visita, en el Malecón habanero, “una casa de frescos y sabrosos bocados nocturnos”. Todo aquello le sirve para apuntalar su matrimonio amargo y vacío como los propios cónyuges.

“Sensual, noblote, frívolo, imprevisor, escéptico instintivo, dignidad siempre en guardia, rica mina cerebral gastada en salvas, incoherencia de ideas, de acción y propósitos, y alguna vez en la vida jugador, burócrata y político” (p. 433), son los rasgos que justifican el seudónimo del protagonista. En él se encierra la idiosincrasia del cubano, contemplada con el prisma de acerba autocrítica —ésa sí, bien criolla— acentuada en sus defectos por el duro pesimismo de Loveira y de su momento histórico.

La época

La ideología socialista de Carlos Loveira y su particular cosmovisión, lo empujan a incluir una bien definida tesis. dentro de su creación. En todas sus novelas se reserva para las últimas páginas el mensaje que quiere transmitir al lector. Allí, en apretada síntesis, se presentará una proposición sustentada por el complejo aparato de la narración previa. A esa altura “el novelista cierra las compuertas de su imaginación y de su emoción estética, y abre el grifo de su capacidad especulativa, de su formidable potencia dialéctica, e inicia una aguda crítica de las normas morales, políticas o sociales en vigor, con la expresión más o menos precisa de sus propias soluciones en los aspectos de la conducta humana analizados. En Los Inmorales, es la última conversación entre Caín Romero y el protagonista Jacinto, la utilizada para esta disertación doctrinaria; en Generales y Doctores, todo el último capítulo está dedicado a la crítica, un tanto dramatizada, de la corrupción política y administrativa que infecciona nuestro ambiente; y en Los Ciegos, los dos últimos capítulos, casi íntegramente están ocupados por diferentes diálogos entre el hacendado Ricardo y su cuñado, el iconoclasta, bohemio y revolucionario Cuco, en cuyas palabras vierte el autor todo el caudal de sus opiniones sociológicas.”15 Dos años después de escritas estas palabras, Loveira publicaba La última lección. También allí quedaron en las páginas finales los juicios de su autor; esta vez, sobre la sociedad incomprensiva que precipita a una mujer en horrible tragedia.

Juan Criollo no es una excepción a esa técnica. Después de presentar el panorama de Cuba desde 1880 hasta casi los días en que se escribe, ofrece en su última parte el gesto y la postura intelectual de un cubano en la tercera década republicana. Es una actitud asumida desde un momento bien definido de la historia nacional. Habían pasado veinticinco años de independencia, de errores e infortunios, y los cubanos ya moldeaban una manera muy criolla de conformidad y rebeldía. Loveira es un escritor bien sentado en su época: respira, siente y habla sorprendido y lastimado por el destino de su joven república. Parcial y polarizada en sólo un sentido —como en la novela picaresca con la que tiene también Juan Criollo otros vínculos— la visión del escritor descubre una "" "atalaya” que sintetiza la esencia misma de una época. En aquel momento el cubano exterioriza, con trágico relieve, la inutilidad del esfuerzo por la inconsistencia de su República, lo absurdo de la virtud y la ridiculez de lo heroico. Cuba y Juan Cabrera fueron derrotados por los mismos enemigos: trataremos de identificar algunos de ellos tal como se manifestaron y se sintieron en aquellos años.

Después de las largas y costosas luchas por la independencia, Cuba había logrado una soberanía limitada en el año 1902. Los Estados Unidos prefirieron mantener una vigilancia estrecha sobre el porvenir cubano, agregando a la Constitución de la nueva República un apéndice que les autorizaba la intervención16. La trascendencia de ese acontecimiento confiere características decisivas a la generación de Loveira, y se refleja en la literatura de la época. Directa o indirectamente, los cubanos destilan la queja de lo que sienten como una frustración de sus sueños independentistas.

La sola permanencia de los Estados Unidos en Cuba después de terminada la guerra había pesado sobre la conciencia criolla. En ése el sentimiento que refleja Juan Cabrera cuando regresa a Cuba, y que Loveira describe con estas palabras: “La llegada frente al Morro, donde las ilusiones de ingenuo patriota de poco más de veinte años, el sentimental optimismo político de un emigrado separatista, acabado de convertirse en hombre con voto, esperaba hallar sola [no junto a la de los Estados Unidos] ondeante y triunfadora, la bandera de la patria libre" (p. 350-351). Al terminar aquella ocupación, quedaba el instrumento legal autorizando la intervención en la isla. Esto produjo un malestar que permaneció clavado en la sensibilidad nacional, sirviendo de estímulo para los escritores. “La Enmienda Platt fue tema de abundante literatura para los cubanos, en el deseo legítimo de combatir por todos; Ios medios lo que era una merma a nuestros derechos de soberanía absoluta.”17

Se veía en aquella actitud norteamericana una confirmación del vaticinio determinista de John Quincy Adams, quien, desde la segunda década del siglo XIX, comparaba la inexorabilidad del destino de Cuba con el de una manzana que debe caer del árbol.18 A ésa habrían de seguir otras opiniones, también nacidas en los Estados Unidos, que aseguraban el mismo fin para la colonia española. Martí advirtió el peligro en muchas ocasiones. En una carta de 1889, escribe a Gonzalo de Quesada: “Sobre nuestra tierra hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos y es el inicuo de forzar a la isla, de precipitarla a la guerra para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella.”19 Años después, cuando Cuba republicana empezó a dar sus primeros pasos, vería confirmada en aquella disposición del gobierno americano —la Enmienda Platt— toda una tradición de sospechas. Los hombres que habían peleado en la independencia no pudieron tener la satisfacción de victoria y, frente a su propio pueblo, sentíanse inferiorizados. Parecía que los esfuerzos que se realizaron no habían sido suficientes, que se necesitó el concurso de otros hombres para la realización emancipadora. “Tanto los libertadores como la generación subsiguiente a ellos tuvieron la sensación de que nuestro pueblo no había peleado, de que todo había sido una ilusión, un sueño, acaso una pesadilla, y de que la independencia no la habíamos alcanzado por nuestro propio esfuerzo, sino por la decisiva ayuda extranjera.“20

Durante tres décadas el cubano sintió el temor de la intervención americana que, aunque sólo materializada en alguna ocasión, estuvo siempre presente como molesta posibilidad moviendo los destinos de su patria. Loveira escoge como momento climático para la derrota definitiva del protagonista un importante acontecimiento del año 1917. Con él se produce verdaderamente el desgraciado nacimiento de Juan Criollo. El novelista lo describe con estas palabras: “Cuando va para su casa, con todos estos grados de presión en la caldera cerebral, compra un diario de la tarde, y ve lo del Minnesota, el barco de guerra norteamericano, que viene a respaldar ciertas notas conminatorias, con la disciplinaria amenaza de sus cañones. A la vez que mezcla su patriótica indignación, con la otra que le esfervece en el cráneo, vislumbra la oportunidad de valerse de una grave situación, que tanto’ conmueve al país, para lanzar sus primeros artículos, anunciadores de que hay nuevos colmillos en la manada.” (p. 431). Es que la fuerza coercitiva de la Enmienda Platt imponía en aquella ocasión a Cuba —quizás con mayor arbitrariedad que nunca— una solución abiertamente impopular. El gobierno de Washington, con el Minnesota, no intervenía "para la preservación de la independencia y el sostenimiento de un Gobierno adecuado a la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual” como rezaba el Apéndice Constitucional. Aquel acorazado había venido a resolver los conflictos internos de Cuba, de acuerdo con los intereses norteamericanos.21 A partir de aquel evento, Juan Criollo entra en la irrefrenable decadencia de la “segunda república."22

Otro factor también se ha de sumar en la configuración del carácter del primer cuarto de siglo republicano. Al lado de la herencia de vicios coloniales, aparece el infame peculado de muchos gobernantes y las luchas que mantuvieron en sus asaltos al tesoro público. Los “generales y los “doctores” de la novela de Loveira, son símbolos y síntesis de las fuerzas que se debaten en las esferas políticas de la época. Aquéllos creyeron tener el derecho que les había dado su presencia en el campo de batalla; estos alegaron su mejor preparación intelectual: el poseer un titulo universitario, dijeron,  podría asegurarles mejor éxito en la gestión administrativa. Pero ninguno acertó.

La limitación política y la imposibilidad de organizar un gobierno medianamente capaz de orientar a la nación, forman un círculo de interacciones difíciles de separar. ¿Anula el optimismo martiano la Enmienda Platt y el intervencionismo de los Estados Unidos? ¿Llega hasta la República el pesimismo que se engendra en la guerra larga después de 1895? Si hubo malos gobiernos porque había indolencia fatalista, o ésta fue la consecuencia. de aquéllos, no es de nuestro interés el analizarlo dentro de los límites del presente estudio. Sólo queremos señalar esas realidades que influyen en la época y pudieran explicar el carácter de Loveira.

Mientras Cuba se enfrenta con sus primeras dificultades internas, Enrique José Varona, una de las pocas figuras que atraviesan el mundo de tres generaciones de cubanos —con su mayor influencia en la de Loveira— también había hecho. fe pesimista dentro de la filosofía estrecha del positivismo. “Descubre la inconsistencia de la fibra humana en punto a las virtudes que las elaboraciones éticas y religiosas postulan", explica Vitier, y se entrega entonces a la desconfianza. Le domina un “pesimismo fundamental” después del examen dé las “tres instancias: el hombre en sí, sus instrumentos civilizadores y sus (¿aparentes?) propósitos de elevación.”23  De esa manera, su posición ante la vida, la base de su filosofía, es la misma que petrifica el espíritu de la época. “¿A qué anhelar [decía], si cuanto toco se va en polvo? ¿A qué amar, si todo es efímero? De las entrañas mismas de la humanidad sube un clamor eterno: cuncta fluunt, todo pasa, todo huye, velut unda supervenit undam, una ola sigue a otra, un amor a otro, una vida a otra vida…24  Entonces Cuba y muchos de sus mejores hombres se embriagaron en el más crudo positivismo generador de ideas antiespiritualistas y utilitarias. Era la infortunada consecuencia de coincidir en el mismo momento histórico la limitación de la Independencia, la limitación de sus hombres y la limitación de su pensamiento: la soberanía, la política y la filosofía estuvieron así  alejadas de las necesidades del país.

Loveira mojó su pluma en la desilusión imperante. Escribió las páginas ásperas de Juan Criollo para dejar en la actitud del protagonista un ejemplo vivo de las terribles doctrinas. Aquel cubano infeliz había aprendido la lección de la época y legaba al hijo su funesta experiencia: “Al Nene me lo enseñas [dice a su frívola esposa] para vivir en esta tierra, y no en el Cielo. En primer lugar, remáchale en el cerebro la más grande, la más profunda máxima de todos los tiempos: ‘Si puedes, haz dinero honradamente. Si no, haz dinero: O redúcela, para mayor facilidad y porque es bastante: Haz dinero” (p. 432). Y continúa aquel discurso para recorrer toda la escala de la conveniencia humana, repitiendo en cada caso la torpe letanía de su ética utilitarista: “Con dinero. Con dinero.”

Loveira llegó a pensar que todo estaba perdido para Cuba y escondió los personajes de su novela en la bruma de aquellos años. Pero no todo había claudicado. El mismo Loveira, aunque enfermo por el mal de su tiempo, era excepción a la regla. Y había otras, las suficientes para que Cuba —encontrando distintos peligros— superara o disminuyera los anteriores. Ya había nacido una generación; luego vino otra. Traían, sí, sus propios vicios a la vida nacional, pero iban a rebelarse contra lo anterior, en un esfuerzo por salvar a Cuba.

Muchos males conculcaron la patria de Juan Criollo. La herencia de maldades y miserias del primer cuarto de siglo, sumado a lo peor del legado colonial, no se pudo eliminar de la historia cubana. Quizás hoy mismo sólo sea una forma distinta de la vieja aristocracia la que ha engendrado nuevos don Roberto y doña Juanita, y otra vez se hace gala de intolerancia y de crueldad por otros motivos y bajo distinto ropaje. Quizás sea el discurso vacío y mentiroso de los representantes y senadores, a lo Julián o a lo Juan Cabrera, el que ahora resuena en la plaza pública con cambiadas falsedades. Quizás es el egoísmo de la sociedad antigua, que mataba con hambres de toda clase, la que hoy mata de odio a los nuevos desheredados de la suerte. Juan Cabrera, sus padres, sus amigos, los criados de la “quinta del Cerro” y los humildes guajiros” de Los Mameyes vivían al margen de una sociedad de injustificadas y caprichosas clases. Quizás es herencia de aquella separación absurda la que hoy divide a los cubanos y reparte con desigualdad criminal, la posesión y disfrute de la patria. (¡Cuánto material para Loveira!) Quizás hasta aquel compulsivo erotismo es el que .ha derivado en la nueva obsesión sádica de los Tenorios de la muerte, y los “chulos” que conocimos en Juan Criollo —por un milagro de la dialéctica y de los tiempos— han sido uniformados para realizar en más infames hazañas su bochornoso ministerio.

Cuba confronta hoy —con mayores proporciones que en aquella primera época republicana— una crisis de su soberanía, de sus hombres y de su pensamiento: otra injerencia extranjera, otros mentidos patriotas, otras destructoras doctrinas. Quizás sea sólo herencia monstruosa de los viejos males lo que ahora se exhibe por soluciones. Si eso es así, Juan Criollo añade a su valor literario el de precioso y oportunísimo instrumento para estudiar el carácter del cubano y las desgracias de su patria.