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Para la paz queremos la guerra.
José Martí
Los sufrimientos de Cuba por los abusos y la soberbia de España hicieron de Martí, el luchador civil más grande de este continente, un apóstol de la guerra. Otros forjadores de la América nuestra, Bolívar, San Martín, OHiggins, eran soldados, y no extraña que vieran en las armas el medio mejor para la emancipación. En Martí, sin embargo, antimilitarista y enemigo de la violencia, sólo puede entenderse su gestión bélica por la falta de otro camino para establecer en su tierra la libertad y la justicia. Había dicho: "Una revolución es necesaria todavía, el levantamiento de todos los hombres pacíficos, una vez soldados, para que ellos ni nadie vuelvan a serlo jamás". Pero mientras llegaba esa revolución de "pacíficos", para lograr la independencia de Cuba, comprendió que era necesario recurrir a la fuerza. Al proclamar sus ideas, en la primera salida del periódico Patria, escribió:
En lo presente y relativo es la guerra desdicha espantosa, en cuyos dolores no se ha de detener un estadista previsor... Los fuertes prevén; los hombres de segunda mano esperan la tormenta con los brazos en cruz... Cuando los componentes de un país viven en estado de batalla sorda, que amarga las relaciones más naturales, y perturba, y tienen como sin raíces la existencia, la precipitación de ese estado de guerra indeciso en la guerra decisiva es un ahorro recomendable de fuerza pública... La guerra es conveniente en Cuba porque con ella se resolverá definitivamente una situación que mantiene y continuará manteniendo perturbada el temor de ella... Y no es del caso preguntarse si la guerra es apetecible o no, puesto que ninguna alma piadosa la puede apetecer, sino ordenarla de modo que con ella venga la paz republicana... Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable...
Martí, el soldado
Convencido como siempre estuvo de que con España no había arreglo posible ni diálogo fructuoso, desde el inicio de la Guerra de los Diez Años fue Martí defensor del levantamiento armado. Así su vida pública está enmarcada en dos acciones de guerra: una fingida, invención de cuando tenía 15 años, en la que proyectó su ser sobre el agonista, que es Abdala, su poema dramático; otra, real: Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895. Principio y fin, parecen, del mismo drama, o de la misma biografía. El "guerrero ilustre" de Nubia así exhorta a su ejército: "¡A la guerra corred! ¡ A la batalla,/Y de escudo te sirva, oh patria mía/El bélico valor de nuestras almas"; y a la madre del patriota, la cual intenta retenerlo, le advierte: "Quien a su patria defender ansía/Ni en sangre ni en obstáculos repara"; y ya herido en el combate confiesa ante la muerte: "¡Oh, qué dulce es morir cuando se muere/Luchando audaz por defender la patria!" A su vez, el personaje de ficción, Abdala, se adentró en Martí: poco antes de salir para Cuba le escribió a su amigo dominicano: "Yo evoqué la guerra, para mí la patria no será nunca triunfo, sino agonía y deber"; y ya en la isla, por uno de los primeros encuentros, se pregunta en su Diario: "¿Cómo no me inspira horror la mancha de sangre que vi en el camino? ¿ni la sangre a medio secar, de una cabeza que está enterrada?"; y en su última carta le dice al amigo de México: "Estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber puesto que lo entiendo y tengo ánimos con qué realizarlo de impedir a tiempo, con la independencia de Cuba, que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América..." Horas después se produjo un encuentro con la tropa española: Oyó los tiros, montó en el caballo que le había regalado José Maceo y, revólver en mano, se lanzó contra el enemigo. Con el reloj de oro, las espuelas y un fajo de papeles, el jefe español le quitó al cadáver el revólver con empuñadura de nácar. Y dijo uno que vio el arma que tenía sin disparar todas sus balas.
A los 16 años Martí ingresó en la cárcel: "La patria me había arrancado de los brazos de mi madre, y señalado un lugar en su banquete. Yo toqué mi pecho y lo hallé lleno; toqué mi cerebro y lo hallé firme; abrí mis ojos, y los sentí soberbios, y rechacé altivo aquella vida que me daban y que rebosaba en mí". Era la consagración del soldado, y el renunciamiento, como lo cuenta El presidio político en Cuba, y salió herido de aquél que fue también su primer combate, y del hierro de la cadena se hizo la sortija que llevó como distintivo de honor toda la vida.
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Facsímil del primer número del periódico de Martí, en el que escribió: "Eso es Patria en la prensa, es un soldado".
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Lo mismo que muchos de sus compatriotas, Martí siempre sintió el destierro como la prolongación del campo de batalla: nunca como refugio, sino como trinchera. En Madrid, México y Guatemala su arma fue la palabra, hasta el Pacto del Zanjón. En 1878 España prometió reformas mayores, e hizo concesiones notables. Ni con ellas Martí quería regresar, aunque lo obligaba el desamparo en que habría de nacer su hijo. Quiso establecerse en el Perú, pero accedió al fin al ruego de su esposa, y le escribió a un amigo: "¡Creen que vuelvo a mi patria! ¡Mi patria está en tanta fosa abierta, en tanta gloria acabada, en tanto honor perdido y vendido. Yo no tengo patria hasta que la conquiste. Voy a una tierra extraña donde no me conocen, y donde, desde que me sospechen, me temerán". Es que Martí no entendía el regreso a Cuba sin luchar por su libertad; por eso quiso tanto al joven cubano César Salas, "que dejó ir su gente rica a Cuba para no volver más que como debe volver un buen cubano", según anotó Martí en su Diario de Montecristi a Cabo Haitiano, recogiendo las palabras del joven, uno de los cuatro que desembarcaron con él y Gómez en Playitas, y que luego murió en combate, en Matanzas, en 1897.
Como para Antonio Maceo y los hombres de Baraguá, para Martí la guerra no terminó con "el pacto infame". Quiso continuarla, y al año de estar en La Habana, cuando Guillermo Moncada, José Maceo y Quintín Banderas se alzaron en Santiago de Cuba para iniciar la que se llamó Guerra Chiquita, deportaron a Martí por su complicidad en el levantamiento, y se fue a Nueva York para unirse al jefe supremo, a Calixto García. Fracasada aquella intentona viajó a Caracas, y allí dijo, en su discurso del Club de Comercio: "Luché por mi patria y fui vencido. Quise hacer una guerra amorosa, para impedir que se hiciese luego una guerra de hambre y de rencores que manchan ¡ay! para muy largo tiempo lo que engendra". Así empezó a fraguar su original concepto de la guerra: "una guerra amorosa" que impidiera en lo posible la guerra del rencor.
Dos años más tarde instaba a Máximo Gómez a volver armado a Cuba: "Es llegada la hora de ponernos en pie", le escribe; y le pregunta: "¿A quién se vuelve Cuba, en el instante definitivo, y ya cercano, de que pierda todas las nuevas esperanzas que el término de la guerra, las promesas de España, y la política de los liberales le han hecho concebir?" Se volvería a los Estados Unidos, a los anexionistas, por la trampa española y la complicidad del autonomismo. Gómez no creyó entonces posible la acción militar, pero en 1884 fue con Antonio Maceo a Nueva York, y Martí se sumó al plan revolucionario. También éste fracasó, pero por aquella gestión pudo precisar más sus ideas sobre el conflicto armado, y le escribió a un periodista que lo apoyaba: "Estos que ven para hoy y para mañana, éstos que ven lo que está debajo y oyen lo que no se dice; éstos que no tienen en su sangre generosa espacio para el odio, y si abaten en guerra a un adversario, se apean de su montura con riesgo de su vida, a restañar la sangre a que han abierto paso, éstos que no guerrean para desolar, sino para fundar; para encender, sino para redimir; para excluir, sino para incluir; para aterrar, sino para juntar, éstos son los únicos que merecen aspirar al triunfo en un pueblo cansado de odio". Y añadía enseguida por el error de los autonomistas y el peligro de la dictadura militar: "Quien no tenga el corazón y la mente tan firmes como la mano, ésta para guerrear, aquélla para precaver, aquél para perdonar a los que yerran; quien confunda con la gran política necesaria para la fundación de un pueblo una política de tienda de campaña o de antesala, ése no entra en la medida de los salvadores. Por eso piensa de usted tan bien la gente sensata, que ve la guerra inevitable, por lo que quiere que se la prepare de modo que sea posible, y no de modo que se enajene voluntades, agravie y espante".
El 10 de Octubre de 1889, recordando el levantamiento de Céspedes, también sobre la guerra, dijo:
Sí, aquellos tiempos fueron maravillosos. Hay tiempos de maravilla, en que para restablecer el equilibrio interrumpido por la violación de los derechos esenciales a la paz de los pueblos, aparece la guerra, que es un ahorro de tiempo y de desdicha, y consume los obstáculos al bienestar del hombre en una conflagración purificadora y necesaria.
Y en la misma fiesta, al año siguiente, porque le censuraban que hablara de un empeño militar sin tener soldados, repitió: "No nos compunge andar un poco solos, en lo que se ve, sabiendo, como sabemos, que nuestro ejército está debajo de la tierra, y saldrá a su hora, y bajará del cielo, pronto y bien armado". Y del cielo lo bajó Martí, y lo sacó de debajo de la tierra.
La campaña permanente
Martí debió conocer la obra de Thomas Hobbes, a quien menciona en un apunte al oponerlo a Napoleón, el "corso vil, el Bonaparte infame", como lo llama en uno de sus versos. Coincide Martí con el filósofo inglés del siglo XVII en su concepción de la guerra, en su clásico aprecio del conflicto no sólo a base del enfrentamiento armado, sino como condición permanente. Dice en su famosa obra Leviathan: "Además de en la batalla, o en el acto de pelear, la guerra existe todo el tiempo en que la voluntad de lucha es conocida. Así la naturaleza de la guerra no se reduce a la mera contienda, sino a la evidente disposición hacia ella y mientras no haya seguridad de lo contrario, que es, de hecho, la paz". Por eso se puede hablar de Martí soldado siempre, y de su guerra continua: desde Abdala hasta su muerte, no importa lo que hacía o dónde vivía, Martí estaba en guerra. Funda su periódico, y el primer día que sale a la calle, advierte: "Eso es Patria en la prensa: es un soldado".
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El general prusiano Karl von Clausewitz (1780-1831), el más conocido autor de un tratado sobre la guerra, muchas de cuyas recomendaciones aparecen en las actividades militares de Martí.
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También a la luz de ese vivir en campaña permanente hay que entender la vida de Martí, porque el militar en su oficio tiene un código de conducta diferente del ciudadano común: lo que para éste es censurable, para el otro es noble renuncia el incumplimiento de los compromisos domésticos, la resistencia ante las convenciones de la sociedad, lo que para aquél es legítimo, para el soldado es deserción el descanso, la búsqueda de la personal felicidad. Un guerrero no es mal hijo, como Abdala, porque abandone el hogar para cumplir su deber, ni el esposo o el padre; ni es irresponsable por no obedecer estricto las leyes de la paz, que no se ajustan a la zozobra y las necesidades del campamento. Muchos episodios en la vida de Martí reflejan una jerarquía de valores propia de su particular visión del destierro, muchos de los que le ganaron fama de intransigente e intolerante, y hasta de inmoral, porque no le vieron el uniforme debajo del levitón negro que vestía.
No es exagerado afirmar que al defender la guerra, en la concreta circunstancia de Cuba, Martí puso tanto celo como en unir a los cubanos. Él no buscó la unión para luego iniciar la guerra, como se ha dicho con frecuencia, sino todo lo contrario, él quiso la guerra, y su misma gestión, para lograr la unidad. Podía haber resumido su estrategia en estas palabras: la acción para la unión, no la unión para la acción. Era el camino correcto, y lo probó el plan de Fernandina, el cual, a pesar de ser un fracaso, o más bien, precisamente por serlo, mostró la inminencia de la guerra e hizo maravillas por la causa de Cuba. Para los emigrados y para los comprometidos en la isla, fue aquel un augurio prodigioso el alijo de armas, los barcos expedicionarios, el plan de invasión. Aunque desde el punto de vista militar tuvo consecuencias desastrosas, desde el punto de vista sicológico produjo el más sano efecto: hizo crecer al valiente, dio ánimos al indeciso y confortó al pusilánime: fue como una gigantesca clarinada antes de entrar en el combate: era la magia del acto.
Teoría martiana de la guerra
Tuvo Martí una concepción singular de la guerra, quizás única en la historia: una paradoja, dos ideas opuestas: agresión-caridad, ofensa-amor, castigo-perdón. No es extraño el recurso en el estilo de Martí, ni en su vida como en uno de sus Versos Sencillos: "Ya sé: de carne se puede/Hacer una flor; se puede/Con el poder del cariño,/Hacer un cielo, ¡y un niño!/De carne se hace también/El alacrán; y también/El gusano de la rosa,/Y la lechuza espantosa". Así la guerra en él, como de la "carne", "se puede hacer una flor... y el gusano de la rosa", porque su esencia es compleja. Hablando del general Sheridan dijo: "La guerra es poética y se nutre de leyendas y asombros. La guerra no es serventesio repulido con ribete de consonante y encaje de acentos. La guerra es oda. Quiere caballos a escape, cabezas desmelenadas, ataques imprevistos, mentiras gloriosas, muertes divinas".
Dentro de esa dualidad intrínseca, sin embargo, creyó posible acentuar el componente positivo de la guerra. Lo primero era hacerla breve. En el 95 le frustró esa aspiración el fracaso de Fernandina, en cuanto que le sirvió de aviso al enemigo el cual pudo resistir el primer empuje, y la debilidad autonomista, hábilmente manejada por España, que hizo concebir esperanzas donde jamás hubo razón para ellas. Cuando le cuenta a Figueredo el derrotero de su gestión revolucionaria, le confiesa que desde el fracaso de la Guerra Chiquita quiso organizar "una guerra fuerte, breve y republicana"; en el artículo segundo de las "Bases" del Partido Revolucionario Cubano, se explica que aquella organización nacía para "ordenar, de acuerdo con cuantos elementos vivos y honrados se le unan, una guerra generosa y breve"; desde Montecristi le escribe a Gómez: "Ud. verá como a guerra rápida y amor encendemos el país". Y como prueba de que aún muy cerca de su muerte creía en la brevedad del conflicto, el 15 de abril de 1895 le escribe a Gonzalo de Quesada, desde cerca de Baracoa: "Mil armas más, y parque para un año, y hemos vencido". Y para que no se prolongara, quiso que no le faltaran recursos: ya cuando trabajaba para la Guerra Chiquita, y recaudaba fondos para los combatientes en la isla, le advierte al patriota puertorriqueño Ramón Emeterio Betances: "La guerra es inevitable. Es necesario vigorizar una guerra que no podemos evitar, para acabarla pronto"; por eso uno de los asuntos que más atendió como Delegado del Partido Revolucionario Cubano fue el de allegar fondos, y pidió ayuda a los obreros y a los industriales, a los ricos y a los pobres que querían la independencia de Cuba, porque nadie más que los dispuestos al sacrificio tenían razón para hablar de ella, pues correctamente entendía que "sólo tienen derecho a fomentar las guerras los que allegan los medios necesarios para su triunfo útil y duradero".
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César Salas (a la derecha), de quien Martí dijo "que dejó ir a su gente rica a Cuba para no volver más que 'como debe volver un buen cubano'". Desembarcó en Playitas con Martí, y murió luego en combate, en la provincia de Matanzas, en 1897. En esta foto, junto a Panchito Gómez Toro, el hijo del generalísimo.
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Sobre los ya señalados, otros calificativos dan contorno y color a la guerra en Martí, entre los que se deben mencionar "enérgica y respetable", "enemiga de la destrucción innecesaria y de la violencia inútil," "sinceramente generosa". La necesidad de ella, en el caso de Cuba, explica su condición de "inevitable", los frutos que se iban a derivar de ella explican su "conveniencia". Respecto a la "conveniencia" de la guerra en un pueblo tanto tiempo sometido a un tirano, que ha sembrado el odio y la división entre sus habitantes, Martí siguió el criterio común de la antropología sobre su efecto civilizador en ese tipo de sociedad primitiva, y dijo:
Cuando dos entidades hostiles de un país viven en él con la aspiración, confesa o callada, al predominio, la conveniencia de las dos sólo puede resultar en el abatimiento irremediable de una. Cuando un pueblo compuesto por la mano infausta de sus propietarios con elementos de odio y disociación, salió de la primera prueba de guerra, sobre las dimensiones que la acabaron, más unido que cuando entró en ella, la guerra vendría a ser, en vez de un retardo de su civilización, un período nuevo de la amalgama indispensable para juntar sus factores diversos en una república segura y útil... Porque por la guerra se obtendrá un estado de felicidad superior a los esfuerzos que se han de hacer por ella... La guerra no ha de ser para el exterminio de los hombres buenos, sino para el triunfo necesario sobre los que se oponen a su dicha.
Estrategia y técnicas militares
De acuerdo con sus deseos de lograr la independencia por medio de una guerra "enérgica" y "breve", Martí, en consulta con los jefes militares en la isla y en la emigración, hizo planes para un levantamiento armado que coincidiría con la llegada de los barcos de Fernandina. El elemento de sorpresa iba a jugar un papel de mayor importancia. Con el fracaso del plan, Martí se vio obligado a desarrollar una estrategia de guerra convencional que puede seguirse en las "órdenes" y "circulares a los jefes" que firmó en la manigua.
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La tea incendiaria en un dibujo español de la época. Martí y Gómez suscribieron este juicio: "El miramiento por las familias de las ciudades, que son los mejores campamentos del enemigo, no puede ser razón, en revolucionarios honrados, para herir de muerte la revolución abasteciendo en las ciudades a los campamentos enemigos".
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Es muy probable que durante alguna de sus gestiones revolucionarias, en particular cuando preparaba el alzamiento de 1895, Martí se haya familiarizado con el libro De la guerra, de Karl von Clausewitz (1780-1831), el más completo y famoso estudio de todos los tiempos sobre el arte militar. Clausewitz, que fue director de la Escuela de Guerra de Alemania, y que llegó al grado de general participando en todas las campañas contra Napoleón, recogió en ese extenso tratado sus reflexiones sobre el asunto, obra que no se ha podido superar hasta en nuestros días, con la excepción, quizás de A Study of War (1942), de Quincy Wright, y Men, the State and War (1954), de Kenneth N. Waltz. Una de las más originales conclusiones de Clausewitz fue la de considerar la guerra como una prolongación de la política, idea que repite Martí en el primer número de Patria, cuando también dijo: "La guerra es un procedimiento político"; asimismo coincide con el alemán al considerar la benevolencia como el error más costoso en los asuntos relacionados con la guerra, como le advierte Martí a Quesada desde Santiago de los Caballeros poco antes de embarcar hacia Cuba: "Por la piedad inmoderada suele entrar, en los hombres y en los pueblos, la desdicha," y se refería a los culpables por la pena de su patria. Para recoger toda la cosecha de la victoria, y después de atacar al enemigo con energía, una vez vencido, hasta en su huida, era necesario perseguirlo, y Martí resume esa idea hablando de Gómez en Patria, donde se lee: "Guerra es pujar, sorprender, arremeter, revolver un caballo que no duerme sobre el enemigo en fuga, y echar pie a tierra con la última victoria". Aunque el general alemán no pudo imaginar los recursos de propaganda que luego servirían a la guerra sicológica, sí destacó la importancia de destruir la moral del adversario, al extremo de afirmar que más urgente que matar a los soldados enemigos era matar en ellos el ánimo y la voluntad de pelea: por su parte Martí le dio, en la guerra del 95, y en su preparación, una importancia a la propaganda no conocida antes en las guerras de Cuba: a principios de 1892 le dice a un amigo de Cayo Hueso: "Publiquen, publiquen, a Cuba por todos los agujeros: las guerras van sobre caminos de papeles"; y para divulgar el "Manifiesto de Montecristi habilísima pieza de propaganda le pide a Gonzalo de Quesada, en Nueva York, que lo envíen clandestino a Cuba: "A sobre vivo", le dice, "sobres que pueden imprimir con varios lemas como de casas de comercio; envíen mucho, y continúen correo tras correo enviando a todos los españoles de quienes sepan, y de quienes lean en los diarios..."
Clausewitz destacó el aspecto constructivo que debía de tener una guerra llamada a triunfo, guerra que culminara con el éxito de la política misma que la originó, lo que es una constante en la prédica revolucionaria de Martí: cuando invita a Gómez a participar en sus planes, le dice: "Entiende el Partido [Revolucionario Cubano] que está ya en guerra, así como que estamos ya en república...", y en el "Manifiesto de Montecristi" escribe refiriéndose a la revolución: "Ella se regirá de modo que la guerra pujante dé pronto casa firme a la nueva república..."
Otras consideraciones notables en la obra de Clausewitz interesan aquí, como las que siguen:
Las guerras no son más que duelos a gran escala... Cada uno de los participantes trata de obligar al otro a someterse a su voluntad, quiere reducir al adversario de manera que no pueda hacer resistencia. La guerra así considerada es un acto violento con el propósito de obligar al enemigo a quedar a nuestro arbitrio. Para lograr ese fin hay que desarmar al contrario, y de esa manera su desarme se convierte en el fin mismo de las hostilidades... Si se pretende subyugar a nuestro opositor hay que ponerlo en situación en que le resulte más gravoso resistir que doblegarse a nuestros deseos... Un filántropo puede fácilmente creer que hay métodos astutos para desarmar al enemigo sin gran derramamiento de sangre, y que sus métodos constituyen la forma acertada del arte de la guerra. Aunque parezca posible esa creencia es errónea, y hay que apartarse de ella. No escuchemos a los generales que triunfan en la guerra sin derramamiento de sangre...
La sombra de Clausewitz
No tenía Cuba culpa de la insurrección, la tenían los gobernantes españoles, por su ceguera y arrogancia, y también fueron culpables sus amigos cubanos. Así había de caer sobre ellos del dolor todo y los infortunios de la guerra que ellos hicieron "inevitable". En la campaña del valle de Shenandoah el general Sheridan, en el otoño de 1864, fue implacable con el ejército confederado, y destruyó cuanto posibilitaba el abastecimiento del enemigo, y Martí, hablando sobre el vencedor en Cedar Creek, comentó por boca del general: "El modo más generoso de pelear es destruir todos los recursos de la guerra del enemigo, sus caballos, sus reses, sus cosechas, sus posadas, sus aperos de labranza. Conque ¿a comer vienen al valle? ¡Pues que coman cenizas!" En la manigua, junto a Gómez, Martí tuvo conocimiento de que algunos jefes de Jiguaní permitían la entrada de reses en la ciudad, y firmó con el general una circular, el 12 de mayo de 1895, en la que les advertían:
Al enemigo a quien estamos haciendo la guerra no se le puede estar sirviendo de proveedor. Al enemigo no hemos de darle alimentos, sino privarlo de alimentos. El que de cualquier modo permite o ayuda a proveer al enemigo es su cómplice. Es deber indeclinable del Ejército Libertador de Cuba, y el derecho reconocido de toda guerra civilizada, privar al enemigo de toda especie de recursos con que nos pueda hacer la guerra. Y ese derecho debe ejercerlo lo mismo el primero de los jefes que el último de los soldados. No se ha dar alimentos hoy a la ciudad, porque los alimentos que demos para sostener a los soldados que nos combaten, los pertrechos para resistir el sitio que le tengamos que poner mañana. Mientras dure la guerra, todas las ciudades enemigas están en sitio, y forzar el sitio, enviando al enemigo provisiones de boca, es una de las formas del delito de traición a la patria.
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Circular firmada por Martí y Gómez el 12 de mayo de 1895, en la que proclamaban: "Todas las ciudades enemigas están en sitio, y forzar el sitio enviando al enemigo provisiones de boca, es una de las formas del delito de traición a la Patria".
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Cinco días antes de su muerte, Martí redactó unas "Instrucciones generales a los Jefes y Oficiales" del Ejército Libertador, que constituyen el más extenso y detallado documento que escribió sobre la conducción de la guerra. Esas "instrucciones", que hasta hace poco no habían sido publicadas, pueden considerarse su testamento de soldado. En él se nos aparece inmerso en "la guerra inevitable", que hubiera querido impedir. Muy lejos quedaba la "guerra generosa", su "guerra amorosa" que quiso para Cuba . Y lo vemos allí, en el rancho abandonado de Rosalío Pacheco, doblado sobre ese escrito, a la sombra de Clausewitz, a quien llamaron "apóstol de la violencia", a él, que predicó para el mundo una "campaña de ternura". Sin más que esa imagen patética de Martí instruyendo a los mambises sobre las severas reglas de la guerra, a la orilla del río Cauto, todo un Mayor General del Ejército Libertador, nombrado un mes antes por Máximo Gómez, termina este trabajo, también pensando en cuánto ese horror debió empujarle el caballo hacia las descargas enemigas en Dos Ríos, y en el alto precio que tuvo que pagar Cuba por su independencia... Estos son algunos pasajes de sus olvidadas "instrucciones":
La victoria sólo se puede lograr, o se logra más pronto, con el asedio metódico y unánime que aturde al enemigo... La guerra tiene el deber de destruir todo lo que, de cualquier modo, ayude a mantener o defenderse el enemigo... Cualquier falta de persecución, cualquier falta de ataque, cualquier descuido que dé al enemigo lo que se le puede quitar, o le permita recibir lo que no debió llegar a él, es un delito de traición a la patria... Las ciudades deben estar aisladas de todo recurso, en zozobra perenne, recibiendo sin cesar pruebas de la actividad de la revolución; para que estén dispuestas a ayudarla, por acabar con las privaciones que le vienen de ella, y por su poca confianza en un gobierno que no las puede librar de la escasez o el hambre... El que hace la guerra débilmente, la hace contra sí. Si las ciudades viven en pánico incesante, si el trabajo es imposible y es grande la estrechez, si ven a las fuerzas del gobierno obligadas a salir en busca de recursos, se siente la guerra, el país cree en ella, y el mundo... El miramiento por las familias de las ciudades, que son los mejores campamentos del enemigo, no puede ser razón, en revolucionarios honrados, para herir de muerte a la revolución, abasteciendo en las ciudades a los campamentos enemigos, y permitiéndole que la paz de las ciudades descredite y rebaje la revolución... La guerra tiene derecho a satisfacer sus necesidades legítimas, que son dos: privar al enemigo de toda especie de recursos, y atender a su alimentación, vestuario y previsión de armas y municiones. Puede tomar la guerra lo que verdaderamente necesite... Deben destruirse las propiedades donde se albergue o provea, o pueda albergarse o proveerse, el enemigo, y cuanto le valga como posesión o ayuda... Ocupados verdaderamente los campos, destruidas las vías de comunicación, vigilados siempre los caminos, sorprendidos con esa recorrida incesante los movimientos del contrario, reducidas al pánico y a la escasez las ciudades, y bien disciplinado y preparado, el Ejército Libertador podrá mover sus fuerzas, cuando sea necesario, con la grandeza y rapidez con que en su día han de operar para arrancar al enemigo la independencia de Cuba...
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