Con aplauso de la crítica acaba de publicarse por Random House, de Nueva York, el libro Explaining Hitler. The Search for the Origins of His Evil. Es el resultado de una investigación de diez años que llevó a su autor, Ron Rosenbaum, a entrevistarse con historiadores, biógrafos, sicólogos y especialistas en la figura de Hitler. En el título debe entenderse el verbo “explicar” no con su posible significado, tanto en inglés como en español, de justificar algo, sino, simplemente, el de descubrir los motivos de una conducta; de ahí la aclaración del subtítulo que sigue a “Explicando a Hitler”: “Búsqueda del origen de su maldad”. El verbo “explicar” viene del latín explanare, formado por la partícula ex, que indica la intensidad de una acción (como en “exclamar”, clamar o pedir con vehemencia), y el derivado de plane, que quiere decir clara, entera y abiertamente (como en “cantar de plano”, responder a todo lo que se pregunta). Así anuncia el título una presentación completa, franca y explícita de Hitler. Por ese valor del verbo, en castellano antiguo, más cerca de su raíz latina, se prefería explanar en vez de explicar, y con esa forma se lee en el prólogo” de La Celestina (1499), cuando su autor se sorprende ante el extraño comportamiento de los hombres: “¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentamientos? ¿[Quién explanará] aquel mudar de trajes, aquel derribar y renovar edificios y otros muchos afectos diversos y variedades que de esta nuestra flaca humanidad nos provienen?” Se pretende asimismo en este libro, publicado seis siglos después de La Celestina, explanar a Hitler, “sus guerras, sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentamientos; [su] mudar de trajes [su] derribar y renovar edificios y [sus] otros muchos afectos diversos...” Explaining Hitler hace pensar en la posibilidad de un libro semejante sobre Fidel Castro: “Explaining Castro. The Search for the Origins of His Evil”. Tienen obras como esta de Rosenbaum la virtud de alertar sobre el peligro de los falsos profetas, al descubrirles la casta, al poner en evidencia su manejo enfermizo de la realidad, y el riesgo que corren los pueblos ante las medias verdades manejadas por la neurosis y el rencor. El propósito de Rosenbaum es descubrir qué impulsaba a Hitler en sus criminales empresas y, de manera más precisa, buscar las fuentes de su obsesivo antisemitismo. No hay en Explaining Hitler nuevas teorías sobre el asunto: o surge por el médico judío que no supo salvar a su madre enferma; o porque un profesor judío le robó la mujer que él amaba, su sobrina Geli Raubal, poco después muerta misteriosamente; o porque una prostituta judía lo enfermó de sífilis; o porque su padre era un hijo bastardo del barón de Rothschild. Alguno de esos acontecimientos, o la suma de ellos, puede explicar su “judeofobia”, o actuaron como catalizador para desarrollarla, ya que el antisemitismo se encontraba en “el carácter de la nación alemana”, como quiso demostrar Daniel J. Goldhagen en su notable estudio sobre los Hitler’s Willing Executioners (1996); algo habría así de oportunismo en su fobia. Al referirse al arrastre de Hitler en la muchedumbre, Rosenbaum cita el juicio de Isaiah Berlin, en Against the Current: Essays in the History of Ideas (1982), donde afirma que “la peculiar sicología de los fanáticos con gran carisma puede deberse a su nacimiento marginal... El síndrome de la marginalidad ha dado un número desproporcionado de hombres de una visión ardiente, a veces noble y a veces depravada, idealista o perversa... Son figuras que han desarrollado un alto grado de desprecio o de admiración por la mayoría dominante, la cual los lleva a una distorsión neurótica de los hechos”. Esa peculiaridad, han dicho algunos, convirtió a Hitler en una especie de víctima, “prisionero de sus impulsos subconscientes”. En apoyo de esa tesis se recurre al viejo juicio de Protágoras, quien opinaba que ninguna persona, por voluntad propia, procedía mal; le dijo a Sócrates, según el Diálogo de Platón (399 A.C.) sobre aquel filósofo: “Nadie va por gusto tras el mal o tras lo que cree que es malo”. Una de las opiniones que apoyan esa idea es la del H. R. Trevor-Roper, autor de The Last Days of Hitler (1945), quien a la pregunta de Rosenbaum sobre su maldad consciente le respondió: “¡Oh, no! Hitler estaba convencido de la rectitud de sus actos...”; y ante la misma pregunta, le dijo Efraín Suroff, jefe del grupo israelita que ha perseguido a los nazis por todo el mundo: “Naturalmente que no. Hitler pensaba que él era un médico que estaba matando gérmenes patógenos; eso es lo que para Hitler eran los judíos; él creía que no estaba actuando mal, sino que estaba haciendo un bien”. Rosenbaum, por su parte, no cree que Hitler actuaba convencido de “la rectitud” de sus actos, sino, todo lo contrario, que actuaba “consciente a plenitud de su maldad”. La diferencia significa poco para la víctima, pues un crimen no deja de serlo cuando el criminal cree que está haciendo un bien, pero desde el punto de vista jurídico quizás hay cierta diferencia, toda vez que en la sinceridad del propósito alguien podría encontrar una reducción de la culpa. Es distinto considerar el Holocausto como una simple perversión de la mente que como respuesta del instinto de conservación ante la creencia de que los judíos constituían una amenaza para Alemania, que eran “los enemigos mortales de la raza aria y que había que destruirlos para que sobreviviera la raza superior”. Del enfrentamiento de esa dos teorías surge una intermedia que participa de las dos, y es que ese tipo de criminal, precisamente para mitigar el peso de la culpa, sin renunciar la perversidad del acto a que lo lleva el odio, echa mano a una doctrina con la que cubre el pecado. Luego se aprovechan del programa los que padecen de similar encono y necesitan también una máscara para disfrutar sin complejos en la orgía del delito. Conviven en esas figuras el mentiroso y el engañado con sus propias mentiras. Y es por la fuerza que les da esa “rectitud” convencional que logran arrastrar a la multitud —resentidos, inocentes e ingenuos— tras el delirio y los excesos del líder: la nobleza del fin que se persigue exculpa la brutalidad de los medios que se practican para llegar a él. Walter C. Langer, sicólogo de Harvard University, quien en 1943 hizo un estudio sobre la mentalidad de Hitler, publicado en 1972 con el título de The Mind of Adolf Hitler, concluyó sobre varios aspectos de su persona: “Hitler tiene la capacidad de despertar lo mismo las inclinaciones más primitivas de la multitud como las más elevadas, los más bajos instintos, y disfrazarlos con una máscara altruista a fin de justificar todo lo necesario para lograr el objetivo que quiere... [Tiene también] el arte de evocar en las tradiciones del pueblo... temas que despiertan las emociones más profundas de quienes lo escuchan... [Puede asimismo] usar el terror con toda su fuerza y movilizar los temores de la multitud, los cuales él ha descubierto con sorprendente precisión... Las reglas principales que rigen su comportamiento son las siguientes: no permitir jamás que a la gente que lo sigue se le enfríe su ardor; no admitir errores nunca, ni reconocer que el enemigo puede tener algunas cosas buenas; no dar espacio para otras alternativas; concentrarse en el enemigo y echarle la culpa de todo lo que le sale mal; [tiene, además, la capacidad de mentir en grande, pues] la gente cree con mayor facilidad una gran mentira que una pequeña, y si la mentira se repite con frecuencia, tarde o temprano, se llega a creer. Hitler tiene el propósito de no rendirse: después de sus más aplastantes derrotas se reúne con sus colaboradores y empieza a hacer planes para salir de las dificultades. Las situaciones que anularían a cualquiera, por lo menos durante un tiempo, parece como si lo estimularan para hacer aún esfuerzos mayores...” En un estudio también reciente, The Hitler of History (1997), de John Lukacs, se presenta otra hipótesis sobre el antisemitismo de Hitler, y es la que más interesaría, salvando las necesarias distancias, en un estudio paralelo con Fidel Castro. Afirma Lukacs que buena parte del anormal comportamiento de Hitler se origina por “sus [malas] relaciones con el padre”. En Mein Kampf, dice, “Hitler describió a su padre, y sus contactos con él, en términos distintos de los que usó en otras ocasiones. Todo parece indicar que esa versión en Mein Kampf fue calculada conscientemente, y que fue mucho más lejos de las frases apropiadas con las que una persona describiría las respetables relaciones con su progenitor. Cuanto sabemos nos lleva a pensar (a veces por sus propias palabras) que él temía, despreciaba y odiaba a su padre...” ¿Por qué lo odiaba? se pregunta Lukacs, y responde con la suposición de creerlo “medio judío”. “El ‘problema’ judío”, afirma este autor, “fue la obsesión fundamental de Hitler. En un momento de su vida se convenció de que la presencia de los judíos era el problema fundamental de Alemania y de Europa, y quizás del mundo entero —la llave de la Historia”. La más grande contribución de Freud a la siquiatría, a fin de entender la conducta humana, fue señalar la importancia de los primeros años en la vida de un niño. Ya hoy no es aceptable por sí sola esa explicación, pues se cree que, buena parte de lo que se es viene, usando aquí un término de la informática, “programado”: lo genético influye en el comportamiento del individuo. A partir del simple postulado freudiano, el sicólogo Langer analizó cuanto se sabía de la niñez de Hitler para concluir que su padre era “brutal, injusto y desconsiderado, y que no respetaba a nadie ni nada”; y que Hitler fue, en no poca medida, por ese motivo, Hitler. Así el libro de Rosenbaum presenta en la cubierta, y en la primera página, la foto infantil de su figura, como indicando que es en aquel momento de su vida donde deben buscarse “los orígenes de su maldad”. Tampoco es posible “explicar” a Castro sin tener en cuenta quién fue su padre y cómo vivió sus primeros años. Puede con ese ejercicio, entre otras cosas, descubrirse el origen de su odio obsesivo a los Estados Unidos, de su desprecio de la tradición cubana y de su culto a la violencia. Fidel Castro siempre ha escondido su infancia, y muy poco ha dicho de sus padres. Igual que Hitler: cuando en 1930 unos parientes de Hitler pensaron publicar en Inglaterra algo sobre la familia, llamó a un sobrino y le advirtió: “La gente no debe saber quién soy yo; nadie tiene que saber de dónde vengo...” No se le ha escapado a los biógrafos de Castro su silencio respecto a sus padres y a su infancia; ha dicho Tad Szulc, en Fidel: un retrato crítico (1986): “Es muy significativo que Fidel Castro parezca y reconozca saber muy poco de los antecedentes de su padre, y ello debe ser una expresión, consciente o subconsciente, de su actitud negativa hacia don Ángel... En las escasas e incompletas referencias que hace Castro de su niñez, nunca se menciona [por ejemplo] el tema de si sus padres estaban o no casados cuando él nació... Parece que la opinión de Castro tiene de sus padres es básicamente despreciativa. Sin embargo, los utilizó durante años para sacarles provecho y aceptó su ayuda financiara incluso cuando llegaron los preparativos para la invasión del Granma, en 1956... Pero está claro que no había cordialidad entre aquellos dos orgullosos y testarudos españoles...”
Sólo en una ocasión Castro habló de manera más abierta sobre su infancia: fue en una entrevista que le hizo Carlos Franqui, jamás publicada en Cuba, recogida en Vida, aventuras y desastres de un hombre llamado Castro (1988). Dice Franqui antes de transcribir las palabras de su entrevistado, descubriéndole su “marginalidad”: “El niño Fidel era un rico-pobre, hijo de gallego latifundista, tratado de guajiro, no bautizado... ni inscrito legalmente, nacido de aquella unión misteriosa del amo y de la pobre criada. Vive en Santiago, como en La Habana, ni en familia ni en sociedad, como la mayoría de sus compañeros que procedían de la familias ricas o prestigiosas del mundo burgués cubano: el amor-odio por la riqueza iba a ser una constante en la vida de Fidel Castro, como si no pudiera vivir sin ella, ni con ella, y terminara poseyéndola y destruyéndola; entre el resentimiento y la venganza... Si no tuvo vida de familia, ni afectos, niñez o adolescencia, casa, juventud, fiesta; si fue obligado a estudiar interno por catorce años, en duros colegios... su Cuba futura sería una copia al carbón de su vida de entonces...” Y en su confesión Castro le dijo a Franqui: “... De muchacho, tengo una muy rica experiencia de todas las injusticias, los errores, los maltratos que reciben los niños. Yo diría que de niño tengo una rica experiencia de explotación... Nuestro padre le daba las quejas a todo el que venía, y decía que le habían dicho en la escuela que sus hijos [Ramón, él y Raúl] eran los tres bandoleros más grandes que habían pasado por ella...” Así acordaron sus padres no mandarlos de nuevo a la escuela; y Castro agrega: “Yo entonces llamé a mi madre y le dije que yo quería seguir estudiando, y que si no me mandaban otra vez a la escuela le iba a pegar candela a la casa...” Fue ése el más antiguo chantaje de Fidel Castro: toda su vida, hasta el presente, ha dado muestras de ser un maestro en el arte de conseguir lo que quiere por medio de la intimidación y la violencia. No es distinto el juicio que ofrecieron, sobre las relaciones del padre con Fidel, su hermana Emma, y su hermanastra, Lidia, en los artículos que aparecieron en el Diario de Nueva York (del 22 de abril al 11 de mayo de 1957), a que hace referencia Nathaniel Weyl en su libro Red Star Over Cuba (1960); dice que, “a pesar de que ellas intentan presentar una imagen grata de Fidel, a fin de destacar su sentido de justicia social, son evidentes [en sus polémicas con el padre] las malas relaciones entre los dos”. Luis Conte Agüero, en Fidel Castro: psiquiatría y política (1968), se refiere así a la infancia de Castro: “Su hermana Juanita hizo pública esta trágica discordia [entre Fidel y su padre] al declarar en un discurso que su hermano hacía sufrir a su madre, que no tenía respeto alguno por su padre, y que para él engendrar un hijo era una cuestión puramente animal...” Y agregó: “Yo tuve la dolorosa experiencia de sentir, en mi propia persona, en la de mis familiares que no son comunistas, en la de nuestros difuntos padres, esa inhumana y monstruosa reacción de Fidel, porque para Fidel, como él mismo afirma, ‘fuera de la revolución (comunista) no existe familia, hermanos, nada’. Fue deshumanizado y cruel hasta con nuestro padre y con nuestra madre. A nuestro padre lo chantajeaba, criticaba y amenazaba, para que costeara sus aventuras gansteriles en la Universidad de La Habana, sus campañas politiqueras... A nuestra madre le hizo pasar los peores momentos de su vida, criticándola despiadadamente, y amenazándola con robarle lo que era el fruto de su trabajo y la tranquilidad del hogar...” Y añade Conte Agüero sobre estos juicios de Juana Castro: “Fidel hizo sufrir mucho a su madre, especialmente después que asumió el poder en 1959. No sólo la hizo vigilar con una familiar miliciana, sino que la reprochaba por imaginarias desatenciones durante la infancia...” En el amañado libro Fidel y la religión, conversaciones con Frei Betto, publicado en Santo Domingo en 1985, por su parte, como hizo Hitler en Mein Kampf, Castro quiso dar una visión idealizada de sus padres, y afirmó: “Mi padre era hijo de un campesino sumamente pobre allá en Galicia. Cuando la última guerra de independencia de Cuba, iniciada en 1895, lo envían como soldado español a luchar aquí. Aquí estuvo mi padre muy joven, reclutado por el servicio militar, como soldado del ejército español. Después de la guerra se lo llevan de regreso a España. Parece que le agradó Cuba, y una vez, entre los tantos emigrantes, salió también para Cuba en los primeros años de este siglo, y sin un centavo, y sin ninguna relación, empezó a trabajar... Era un hombre muy activo, se movía mucho, era emprendedor y tenía una capacidad natural de organización. No conozco mucho cómo fueron los primeros años... Mi padre, aunque tenía extensas tierras, era un hombre muy noble, sumamente noble... Fue un hombre que jamás le dio una respuesta negativa a alguien que llegara a pedirle algo, que le solicitara una ayuda... No recuerdo nunca que a mi padre fuera nadie a pedirle algo y que él no le buscara solución...” La más reciente versión de la niñez de Fidel Castro, y la más procaz, la ofrece el libro Alina: memorias de la hija rebelde de Fidel Castro (1997). Debió informarse con lo que le diría su madre, Naty Revuelta, durante mucho tiempo amante y confidente de Fidel Castro. Cuenta allí Alina Fernández Revuelta, de su abuelo Ángel Castro que, a la terminación de la guerra, volvió “derrotado a su terruño”, y que “cuando el gobierno de España desmovilizó a las tropas coloniales”, con un dinero que le dieron como retiro, volvió a Cuba. “Tenía una vocación de astucia imparable y traía muy bien pensado cómo usarla”. Poco después se compró la finca Birán y, “a base de cercas removidas y vueltas a sembrar con la cómplice noche, empezó a ejercer un cacicazgo”. Y sobre su abuela, Lina Ruz, cuenta el viaje con su familia desde Artemisa a Oriente, donde se puso a vivir en concubinato con Ángel Castro; le empezaron a nacer hijos —el tercero fue Fidel, el sexto Raúl— (siete en total), y don Ángel se divorció de la primera mujer (María Luisa Argote), “abandonada por la querida”, quien tuvo que dejar “los espacios inalterables de la finca”, junto a sus dos hijos (Pedro Emilio y Lidia), para vivir “en una casona desvencijada”. “El niño Fidel, junto con sus hermanos mayores, vivió (como una mancha oscura) sus primeras anochecidas en el bohío de paja al norte de la finca”, con su abuela y su madre. Ya luego la nueva familia se mudó para el lugar de don Ángel”. Y concluye: “Fue un alivio cuando Lina ocupó el lugar de María Luisa [la primera esposa], y los niños pudieron abandonar la escuelita rural para ir como Castro a las mejores escuelas de Santiago de Cuba... Pero mejor fue cuando lo mandaron a La Habana y aquello [su infancia] quedó atrás formando parte de un pasado irredimible y oculto...”La yanquifobia y el internacionalismo Los odios del soldado Ángel Castro son los que empujan en su hijo Fidel la rabia contra los Estados Unidos, contra la sociedad y lo cubano. No es extraño, ni injustificado, el antiimperialismo en la historia de Cuba: Varela, Martí, Maceo, Máximo Gómez, Bartolomé Masó, Juan Gualberto, Varona, Sanguily, Guiteras, Chibás: la codicia y la torpeza de los Estados Unidos hicieron su obra, pero ninguno de ellos, por evitar ese peligro, hubiera sometido a su patria a la vergonzosa dependencia extranjera a que llevó Castro a Cuba; a la reducción de su soberanía en favor de la Unión Soviética; a empobrecer el país con aventuras internacionalistas; a destrozarlo con el más despiadado totalitarismo; al callejón sin salida en que hoy se encuentra. Ninguno de nuestros grandes hombres hubiera dejado expuesto el país, con actos caprichosos e irreflexivos como los de Castro, a una mayor penetración imperialista de Norteamérica en el futuro. Hubiera quizás bastado empezar suprimiendo la venalidad de los gobernantes y practicar la recomendación de Manuel Márquez Sterling, de 1917: “Contra la injerencia extraña, la virtud doméstica”. No se le escapó a Georgie Anne Geyer, en Guerrilla Prince: the Untold Story of Fidel Castro (1991) la relación entre la yanquifobia de Castro y la del padre; allí dijo: “Fidel Castro ha vivido toda su vida obsesionado con los Estados Unidos, si hubiera podido destruirlos, lo hubiera hecho. Tanto como pudo neutralizar su poder en Cuba y fuera de ella, él lo ha hecho. Esa obsesión surge en parte de la antigua malevolencia de la España católica contra el espíritu protestante del norte; estaba en la sangre de Ángel Castro, quien luchó contra los americanos y por la Madre España, y así pasó a la sangre de su hijo... Él hizo una total ‘identificación con el agresor’ (en particular con su padre, pero también con Batista y los Jesuitas)...” Una carta de Fidel Castro a Celia Sánchez, en la Sierra Maestra, fechada el 5 de marzo de 1958, presenta su animadversión contra los Estados Unidos como producto, en ese momento, de la ayuda que le prestaban a la dictadura de Batista; le escribió: “Celia, al ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí un guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ése va a ser mi destino verdadero”. Luego, ya en el poder, con sus insanos delirios y la arrogancia de los gobernantes americanos, se exacerbó la contienda. ¿Quien niega, por otra parte, que en Cuba no era necesario un mejor repartimiento de la riqueza y de la justicia? Los mismos nombres antes citados, servirían para resumir esa demanda. Sólo la lejanía en el tiempo puede explicar que muchos aún hoy no vean, por un puñado de estadísticas e índices del progreso material, la falta de caridad y la indigencia que sufrieron en la República buen número de cubanos. Las luchas por eliminar la injusticia son legítimas, si no crean otra. Pero la destrucción de la sociedad, tal como la realizó Castro, sólo se explica por su anormal percepción de la realidad, quizás por aquella “rica experiencia de todas las injusticias, los errores, los maltratos que reciben los niños”, como le dijo a Carlos Franqui, por haberse visto marginado con el concubinato de sus padres, el que tuvo que terminar para bautizarlo (el último de todos sus hermanos) y que pudiera estudiar en colegios de los ricos, y para que no le dijeran, con la crueldad de que son capaces los niños, que era un “judío”. Para corregir los desajustes sociales de Cuba no hacían falta las medidas extremas y disparatadas que se han aplicado; pero para complacer la venganza de un sicópata eran imprescindibles. No hay así arreglo posible con Castro: se puede dialogar con una ideología, no con una esquizofrenia. La identificación con el padre no nace del cariño del hijo, sino todo lo contrario, nace de su repudio; es lo que se llamó Anna Freud la “identificación con el agresor”. La sociedad cubana, y su historia, se convirtieron en Fidel Castro en la imagen paterna, y hay como una especie de dicotomía en la cual el manejo de los odios del progenitor (contra los Estados Unidos y contra lo cubano) sirven para agredir al padre. De la historia de Cuba ha sacado Fidel Castro lo que puede conjugar con su psicosis: el antiimperialismo, por ejemplo, pero deja en ella cuanto le limita la venganza: el espíritu democrático, el amor a la libertad, el culto de lo propio. Castro encontró en el “internacionalismo” marxista-leninista la justificación más socorrida para darle rienda suelta a su repudio de todo nacionalismo. Esa actitud ambivalente no es extraña en las neurosis. En su estudio sobre Una neurosis demoníaca en el siglo XVII (1923), en la parte que trata de “El demonio como sustituto del padre”, afirmaba Sigmund Freud, al hablar “de la ambivalencia que domina la relación del individuo con su padre personal”: “Si el Dios bondadoso y justo es un sustituto del padre, no es de extrañar que también la actitud hostil, que odia y teme y acusa al padre, haya llegado asimismo a manifestarse en la creación de Satán. Así, pues, el padre sería el prototipo individual, tanto de Dios como del Diablo”. Y aclaraba en Dostoivesky y el parricidio (1928): “La relación del niño con su padre es una relación ambivalente. Además del odio que quisiera suprimir al padre como a un enfadoso rival, existe regularmente una cierta magnitud de cariño hacia él. Ambas actitudes llevan, conjuntamente, a la identificación con el padre. El sujeto quisiera hallarse en el lugar del padre, porque lo admira; quisiera ser como él, y quisiera al mismo tiempo suprimirlo... Si el padre fue severo, violento y cruel, el Super-Yo toma de él estas condiciones, y en su relación con el Yo se hace masoquista, esto es, femeninamente pasivo en el fondo...” ¿Sería por ese masoquismo que, como contó Alina Fernández, cuando Lina Ruz castiga a sus hijos por las travesuras que hacían en la casa, “Fidel era el único que se bajaba el pantalón, le daba las nalgas y la decía: ‘Pégame, mami’“? Ya había aludido a esa peculiaridad Luis Conte Agüero, en la biografía que preparaba en 1959 (que iba a titular “Fidel Castro: vida y obra”), y aclaró en su libro Los dos rostros de Fidel Castro (1960): “Fidel expresó su disgusto por haber [yo] recordado que cuando niño evitaba el castigo materno ofreciendo las nalgas. ¿Explicación? Búsquela el lector...” La respuesta está en el ensayo de Freud, de 1919, que tituló “Pegan a un niño”, en el que describe “la fantasía de la flagelación”, que lleva al individuo a desarrollar “una suceptibilidad y una excitabilidad especial contra las personas que pueden ser incluidas en la serie paterna, [y] se consideran vejados por ellas al menor pretexto...” Fidel Castro encontró en al marxismo-leninismo la justificación doctrinal para sus fobias. El antiimperialismo le permitió canalizar su odio a los Estados Unidos; y el internacionalismo, con fervor defendido por Lenin, le permitió alejarse de la tradición nacionalista. La farsa de un culto tan sonoro como falso por Martí y Maceo le ha permitido encubrir el extrañamiento de lo cubano y el pervertir la conciencia nacional. Con todo candor, sin embargo, le confesó a Frei Betto en el libro citado: “Antes de ser marxista, fui un gran admirador de la historia de nuestro país, y de Martí, fui martiano...”, por lo que se concluye que, al hacerse marxista, dejo de ser “un gran admirador de la historia de nuestro país y de Martí”; y es lógico que así haya sido pues, como advirtió Lenin, el nacionalismo es hostil a la naturaleza del proletariado como portador del internacionalismo, y “la urgencia de luchar contra ese mal, contra esos profundamente enraizados prejuicios pequeño burgueses, los prejuicios nacionalistas, conspiran contra la necesidad de transformar la dictadura proletaria desde una dictadura nacional a una internacional”. Es por esa aversión a lo propio que el marxismo-leninismo criollo le criticó a Maceo “su estrechez política” por haber “centrado en Cuba su preocupación y su obra”, y no haber sentido “inquietudes internacionales”; y por la misma razón esconde el fervoroso nacionalismo de Martí, su amor a Cuba, tras su justificada preocupación antiimperialista de entonces. Así el gobierno de Castro ha suprimido del calendario las fiestas patrióticas, para alejar al país de sus tradiciones, todo lo que le repugna al subconsciente del líder, y llenar el vacío con doctrinas exóticas y desacreditadas; desconoció con ese proceder aquella advertencia de Martí, publicada en Patria el 14 de mayo de 1892, contra los que “de pura flojera de carácter, de puro carácter segundón, de pura impaciencia y carácter imitativo... no tienen fe en la semilla del país, [y] se mandan a hacer el alma fuera, como los trajes y los zapatos...” El Diez de Octubre hace un siglo Libre Cuba de la dominación española, al cumplirse el treinta aniversario del alzamiento de Céspedes en la Demajagua, no pudo celebrarse con el fervor y la gratitud que los cubanos debían al acontecimiento. El gobierno interventor americano temía que el pueblo tomara represalias por los abusos de los españoles y de los que habían servido sus intereses. El Consejo de Gobierno de Cuba, presidido por Bartolomé Masó, había aprobado el mes anterior, por ese motivo, una Ley Penal por la que se concedía el “perdón a los vencidos”: era el cumplimiento de las promesas hechas en manifiestos y proclamas durante la guerra y durante su preparación; dice el acuerdo del 11 de setiembre, en el libro de Actas ... del Gobierno durante la Guerra de Independencia (1930): “Considerando que terminada la guerra deben cesar las pasiones y odios desarrollados durante la lucha, realizando de este modo la unión de todos los cubanos bajo nuestra bandera, que es símbolo de libertad y no de venganzas ni rencores... acuerda el Consejo conceder amnistía a los culpables de cualquiera de los delitos definidos en el artículo cuarenta y ocho de la Ley Penal... [y comunicar a las autoridades de la República este dictamen] haciéndoles notar los males que podrían sobrevenir de no observar una conducta de olvido y de perdón”. Por ese acuerdo, según escribió Gerardo Castellanos en su Panorama Histórico (1934), “se salvaron criminales, guerrilleros, villanos sicarios de los españoles y pérfidos voluntarios: toda la canalla que había dominado en Cuba y combatido ferozmente la Revolución Libertadora”. Contribuyó al silencio en ese 10 de Octubre el que desde el día 8 la isla sufría los embates de un fuerte ciclón. Pero en Santiago de Cuba el pueblo visitó la tumba de Carlos Manuel de Céspedes y la de los otros mártires de la guerra, y por la noche se celebró un acto patriótico en el Club San Carlos. Por su parte, los emigrados aprovecharon en Cayo Hueso la fecha para despedirse del país que los había acogido en el destierro. Muchos llegaron al Cayo, camino a Cuba, procedentes de Tampa, Jacksonville, Filadelfia, Nueva York y otras ciudades de los Estados Unidos. Desde 1869 se había establecido entre los residentes del lugar la costumbre de rendir tributo al Grito de Yara con una peregrinación al cementerio. En aquella ocasión habló el patriota Manuel Deulofeu, pastor protestante, y dijo al pie del Mausoleo de los Mártires en un discurso que reprodujo en su libro Martí, Cayo Hueso y Tampa (1905): “De todos los días que aquí nos hemos reunido con el objeto de tributar un recuerdo a los héroes y mártires de nuestra patria, ninguno reviste un carácter más solemne y significativo que este día 10 de Octubre de 1898, porque después de tanto esperar, luchar y sufrir, ésta es la última vez que nos congregamos en este recinto en el cual hemos venido depositando por espacio de unos treinta años, los restos de seres queridos en la tierra extranjera, y en la que hemos levantado este monumento que llevará a la posteridad los nombres de algunos de nuestros héroes y mártires y expresará al porvenir la gratitud de los que hemos recogido el fruto de sus sacrificios...” La soberbia y el resentimiento de España Vencida España, hicieron sus representantes todo lo posible por someter a Cuba a los Estados Unidos. El 6 de octubre de 1898, desde Madrid, el Ministro de Estado le envió un telegrama al presidente de la Comisión Española de la Paz, en París, en el que le pedía que “la República americana se anexionara la isla... Ya sea en forma de anexión, ya de protectorado, es indispensable que los Estados Unidos sean quienes acepten la renuncia de la soberanía en su favor...” Los americanos resistieron la tentación toda vez que habían declarado por la Resolución Conjunta del 18 de abril, “que el pueblo de Cuba” era y debía ser “libre e independiente”; y allí negaron tener deseos “ni intención de ejercer jurisdicción, ni soberanía, ni de intervenir en el gobierno de Cuba”, puesto que “su propósito” era “dejar el dominio y gobierno de la isla al pueblo de ésta, una vez realizada” su pacificación. Mucho costó a Cuba el ridículo orgullo español. De grandes males se habría librado si España le hubiera entregado a los cubanos el destino de su patria. Con tiempo se lo advirtió Máximo Gómez a Ramón Blanco, capitán general poco antes de terminar la guerra; le escribió: “España no debe permitir que Cuba deba su independencia, ni poco ni mucho, a favores extraños. Las deudas mejores y las que mejor se pagan, son las impuestas por la gratitud... Bórrese de una vez para siempre el abismo que separa a cubanos y españoles, con el abrazo que implica el reconocimiento de la República de Cuba, y entonces se habrá firmado la paz eterna...” No le hicieron caso las autoridades españolas en la isla, y sembraron en el país, con su soberbia, el infortunio. Meses más tarde, el 8 de enero de 1899, quejoso el General en Jefe de la ocupación americana, escribió en su Diario de Campaña: “La actitud del Gobierno Americano con el heroico pueblo cubano, en estos momentos históricos, no revela a mi juicio más que un gran negocio... Nada más racional y justo, que el dueño de una casa sea él mismo, que la va a vivir con su familia, el que la amueble y adorne a su satisfacción y gusto; y no que se vea obligado a seguir, contra su voluntad y gusto, las imposiciones del vecino...” El jefe de la escuadra española, el almirante Pascual Cervera, derrotado el 3 de julio de 1898 en Santiago de Cuba por la escuadra americana, tuvo que abandonar el barco insignia en que se encontraba. Ganó a nado la costa, trató de huir, y en la playa de Nima-Nima lo arrestaron los mambises al mando del coronel Candelario Cebreco. Según le contó uno de ellos, Santiago Cuesta, al autor de la Cronología de la guerra hispano-cubano-americana (1950), Felipe Martínez Arango, Cervera le dijo a los cubanos: “Ustedes serán libres de España, pero serán esclavos de los norteamericanos”. Bien podían los insurrectos en aquel momento haber juzgado al atrevido almirante, y castigarlo, pues 25 años antes había tomado parte activa en Santiago de Cuba en la matanza de los expedicionarios del “Virginius”; pero los cubanos al mando de Cebreco, previa firma de recibo, lo entregaron a los americanos, quienes, con otros oficiales y heridos, lo trasladaron a la Academia Naval de Annapolis, de donde salió poco después hacia España. Según el artículo 4 del Protocolo de Paz firmado en Washington el 12 de agosto de 1898, España se comprometía a evacuar “inmediatamente” sus tropas en Cuba. Agobiados los españoles con todo tipo de dificultades, no pudieron hacerlo en el tiempo acordado. Cuenta así el proceso Emilio Reverter Delmás en el último tomo de su obra La Guerra de Cuba; reseña histórica de la insurrección cubana: 1895-1898 (1899): “El día primero del nuevo año 1899 cesó de hecho y de derecho en el archipiélago filipino la soberanía española, y se arrió en toda la isla de Cuba, como antes se había arriado en Puerto Rico, la bandera de la patria. Inmensa fue la desgracia, y aún lo parecía más, porque era igual el sonrojo. Prueba de ello lo que sucedió al efectuarse el cambio de dominio... Quedaban en Cuba cuarenta mil soldados contra quienes, abandonados a sí mismos, se ejercía la mala voluntad de los americanos y el odio inextinguible de los insurrectos... Lo deshonroso fue dejar en los territorios de que se nos había despojado millares de hermanos e hijos nuestros, los cuales, antes de volver, si volvían a la patria, habrían de sufrir corporal y moralmente atroces amarguras... Sin ese criminal abandono, sin ese vergonzoso olvido, nos hubiéramos ahorrado el triste y doloroso espectáculo de ver arribar semanalmente a nuestros puertos esos buques fantasmas cargados de moribundos, ante los cuales no hubo conciencia que se sintiera tranquila...” Uno de esos “cuarenta mil soldados contra quienes, abandonados a sí mismos” se ejerció “la mala voluntad de los americanos y el odio inextinguible de los insurrectos”, debió ser Ángel Castro. Acabada de iniciarse la insurrección el 24 de Febrero se empezaron a enviar refuerzos militares desde España; Weyler sólo llevó a Cuba casi 100 mil hombres, y las fuerzas españolas llegaron a contar, con los que había llevado el año anterior Martínez Campos, más de un cuarto de millón de soldados. A Ángel Castro no le había tocado en suerte servir en la guerra, fue en sustitución, previo pago, de uno de los “quintos” elegidos en su pueblo. Según Juan Tuñón de Lara en La España del siglo XIX (1973), cada recluta pagaba entre 1500 a 2000 pesetas para que otro fuera en su lugar.
Acabada la guerra, con otros españoles resentidos por la victoria cubana, Ángel Castro se llevó a Galicia el culto de la violencia, el odio a los Estados Unidos y el desprecio por lo cubano. Había llegado a Cuba con Valeriano Weyler —”un hombre malvado, repulsivo, cobarde y física y mentalmente enfermo y animado de las peores pasiones”, como lo describió Herminio Portell Vilá en su Historia de Cuba, en sus relaciones con los Estados Unidos y España (1939)— y tuvo que poner en práctica las terribles órdenes de ese odiado general. Su primer “Bando”, fechado el 16 de febrero de 1896, según sus memorias, Mi mando en Cuba (1910), fue contra la libertad de expresión; en él se lee, con palabras no extrañas al despotismo de nuestros días: “Quedan sujetos a la jurisdicción de guerra los... que intenten o propalen por cualquier medio noticias o especies directa o indirectamente favorables a la rebelión, debiendo considerárseles como reos del delito contra la seguridad de la patria..., [los] que de palabra, por medio de la prensa o en cualquier otra forma, depriman el prestigio de España, del Ejército, del instituto de Voluntarios y Bomberos, o de cualquier otra fuerza que opere con el ejército..., [y los] que por iguales medios traten de ensalzar al enemigo...” Y concluye: “Los delitos anteriormente numerados que tengan señalada por la ley pena de muerte o perpetua, serán juzgados en procedimiento sumarísimo...” La más repugnante disposición de Weyler, la más conocida, sin embargo, hizo reconcentrar a los campesinos en las ciudades a fin de impedir que ayudaran a los insurrectos. Por esa cruel medida murieron de hambre y enfermedades cientos de miles de cubanos. Según datos publicados en La Reconcentración, 1896-1897 (1998), de Raúl Izquierdo Canosa, en acciones de guerra habían muerto, entre 1895 y 1898, unos 27 mil cubanos, pero por los abusos de Weyler, entre 200 y 300 mil inocentes perdieron la vida: la población de Pinar del Río se redujo en casi un 25%; la de La Habana, en un 14%; la de Matanzas y Santa Clara, en un 30%; la de Puerto Príncipe en un 13% y la de Oriente en un 12%. El odio de Ángel Castro a Cuba y a los americanos no le impidió, como se ha visto, ante las dificultades que encontró al regresar a Galicia, volver a la isla. Por el recuerdo de la riqueza sin explotar que había descubierto en sus correrías militares, allá fue venciendo con su ambición y su astucia la animosidad que se había llevado. Empezó de obrero de una compañía norteamericana y años más tarde, ya era un rico latifundista. Además de la infortunada disposición genética en el hijo, es el resentimiento del soldado Ángel Castro lo que mueve el compulsivo y trasnochado antiamericanismo de Fidel. Censurables, son, sin duda, las medidas impuestas por el capitalismo a los países pobres del mundo, y es necesario combatirlas poniendo al hombre primero antes que el rédito, pero tiene esa noble tarea un cauce que debe servir a la justicia y no al morboso rencor del gobernante, o a sus deseos de mantenerse en el poder amparado en esa lucha. Hace poco, ante las concesiones que ha tenido que hacer el régimen de La Habana para mantener su podrida economía, Castro le confesó a un periodista “la repulsa” que sentía ante el enriquecimiento de algunos en Cuba. Su paranoia jamás le permitirá ver cubanos ricos: muchos reflejos condicionados se lo impiden: serían también la imagen del padre latifundista que él despreciaba, y la de sus compañeros de infancia que se burlaron de él. Los extranjeros que se enriquecen en la isla, mientras no sean norteamericanos, no se parecen tanto a los fantasmas que asolaron al padre y que de alguna manera aún lo persiguen a él.Un acto reciente puso en evidencia una vez más el repudio de Fidel Castro por lo cubano. Fue el 3 de julio de 1998, al cumplirse los cien años de la derrota española en Santiago de Cuba. Por el centenario, España envió a Cuba el buque escuela “Juan Sebastián Elcano”; estuvieron presentes su capitán, descendientes de Pascual Cervera, el embajador de España en La Habana y Fidel Castro con una cuadrilla de auxiliares. El periódico El Mundo, de Madrid, reseñó así el acontecimiento: “Los restos de los seis buques de la escuadra del almirante Pascual Cervera fueron bombardeados ayer con flores desde seis helicópteros de la Fuerzas Armadas Revolucionarias a la salida de la bahía de Santiago de Cuba... Después del homenaje de las flores se ordenó el toque de silencio y se dispararon 21 cañonazos”; y habló Castro sobre “la victoria moral” que había sido la derrota de España; dijo: “Yo veo aquella batalla como una victoria de España, no como una victoria de Estados Unidos...” Ni una palabra recordó a los cubanos que tanto ayudaron en la capitulación de Santiago de Cuba y en disponer los barcos para rendir la escuadra española. Habían tratado de desembarcar los americanos en Pinar del Río, en Cárdenas y en Cienfuegos, pero fracasaron: sólo en Oriente lo lograron por la ayuda de las tropas cubanas dirigidas, entre otros, por el lugarteniente general Calixto García, el brigadier general Demetrio Castillo Duany y los coroneles Candelario Cebreco y Enrique Thomas. Como consta en su Diario de Campaña, desde el 2 de mayo Máximo Gómez, por medio del vicecónsul americano en Sagua, estuvo en contacto con el jefe de la escuadra americana, el almirante William Sampson, quien le facilitó la llegada de hombres y recursos, y escuchó los consejos del General en Jefe para orientar las fuerzas a su mando. El 3 de junio se estableció el contacto directo entre los mambises y los marinos americanos: en la playa Juan González, al oeste de la bahía de Santiago de Cuba, Sampson hizo recoger a Cebreco y sus ayudantes para conferenciar con ellos en el buque insignia, el “New York”. Cuenta los detalles de este episodio Felipe Martínez Arango en su libro antes citado; dice: “En el curso de esta entrevista los cubanos suministraron datos militares de la mayor importancia para la proyectada campaña. Sirvió de intérprete el coronel Laborde, del ejército cubano, agregado al Estado Mayor de Sampson... El jefe de la escuadra yanqui recibió la más amplia información en torno a la escuadra española, las defensas costeras, fortificaciones y efectivos militares de la plaza de Santiago, efectivos cubanos, naturaleza del terreno, profundidad de las aguas, etc.” Y no faltan testimonios, respecto a la valiosa ayuda cubana en aquella guerra, tanto de militares americanos (el mayor general Nelson A. Miles y el brigadier general William Ludlow) como españoles (el comandante de marina Víctor M. Concas y Francisco Arderius, capitán ayudante del general Fernando Villamil), actores en aquella contienda.
Toda la gloria en ese día, sin embargo, fue para Pascual Cervera, para aquel teniente de navío, comandante del cañonero “Caribe”, que en 1873 mandó una compañía de Infantería de Marina para ejecutar “por la espalda” y de rodillas a los tripulantes del “Virginius”, los expedicionarios que iban a luchar por la independencia de Cuba. Ese crimen fue el 4, el 7 y el 8 de noviembre de 1873. Más de cincuenta fueron fusilados. Interrumpió la carnicería la entrada en el puerto de Santiago de Cuba la fragata británica “Niobe”, al mando de Sir Lambton Loraine, y la amenaza del valiente marino inglés de bombardear la ciudad si no se detenían los fusilamientos. El centenario de la muerte de estos patriotas pasó en Cuba también sin recuerdo. Andaba Fidel Castro en aquellos días en sus delirantes pujos leninistas, y el día 4 de noviembre de 1973, cuando se cumplía el centenario de los primeros mártires del “Virginius”, salieron a toda página en Granma sus palabras elogiando a Lenin: “Nadie como él fue capaz de interpretar toda la profundidad y toda la esencia y todo el valor de las teorías marxistas”; y en un discurso por la inauguración de unos centros escolares construidos con dinero soviético: “Sólo con la revolución socialista, sólo con el propósito y el sueño de que nuestro pueblo marche por los caminos luminosos del comunismo, se pueden concebir instalaciones como éstas...”; y no faltó tampoco ese día el resuello contra los Estados Unidos, en su mensaje al Congreso Mundial de las Fuerzas Pacíficas: condenó “la cruenta guerra desencadenada en el Oriente medio por la pretensión israelí de mantener, con el apoyo del imperialismo de los Estados Unidos, los territorios árabes obtenidos por medio de la guerra...” Para los mártires del “Virginius” no hubo ni una flor en el panteón erigido en 1922 en su memoria, en el Cementerio General de Santiago de Cuba, donde reposan sus restos; ni en el busto del vicealmirante Sir Lambton Loraine con el que la ciudad agradecida honró en la misma fecha la memoria del marino inglés. En la fiesta espúrea por el centenario de la derrota española, el 3 de julio de 1998, estuvo otra vez presente el fantasma de Ángel Castro, en la miserable actuación de su hijo, de espaldas a lo cubano, aplaudiendo no a la España liberal que condena la tiranía del castrismo, sino aplaudiendo a quienes fueron en su día los enemigos de Cuba. Quizás de pura vergüenza, al ver la ingratitud de la Cuba oficial ante los heroicos mambises, el capitán de la nave española, Teodoro de Leste, hizo dos ofrendas florales: una en memoria de todos los cubanos caídos en sus luchas por la independencia; otra en honor de Antonio Maceo... |
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