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Un buen pedazo de España, y no el mejor, todavía no le ha perdonado a los norteamericanos la pena del “desastre”, y sólo a la luz de la derrota que sufrió en 1898 se puede entender que aún algunos españoles actúen según aquel falso razonamiento que dice: “El enemigo de mi enemigo es mi amigo”, por lo que concluyen: “Si Fidel Castro es enemigo de los americanos, Fidel Castro es nuestro amigo”. Por su parte, en Cuba, después de la independencia, siguió viva en muchos la mentalidad colonial, y así estuvo presa la soberanía del país: de los Estados Unidos, entre 1902 y 1959; de la Unión Soviética, entre 1959 y 1992. En ambos casos se quería llenar el vacío que dejó España, y siempre con el disfraz de patriotismo se buscaba satisfacer ambiciones personales. Así fue fácil el camino de Madrid a Washington, y, luego, de Washington a Moscú: tres amos para el mismo criado. Por sus frustraciones y complejos, Manuel Fraga Iribarne y Fidel Castro odian a los Estados Unidos, y odian también lo que quiso la independencia de Cuba. Por eso se entienden tan bien el antiguo señor y el siervo nuevo, porque hablan un idioma común. ¿Que uno viene del fascismo y el otro del estalinismo? No importa: el resentimiento es más fuerte que el programa. Además, otra vez aquí, “los extremos se tocan”, entre otras razones porque no son verdaderos extremos sino “lobos de la misma camada”: cuando el ejército aliado ocupó Alemania, los soldados de Hitler entendían mejor a los soviéticos que a los americanos, por la crueldad y los excesos de los rusos: un vínculo secreto de barbarie y salvajismo unía a vencedores y vencidos. A pesar de sus alardes patrioteros, Fidel Castro ha venido a representar lo contrario de lo que aspiraba el patriotismo cubano, desde Céspedes y Agramonte a Martí y Maceo, y a Tony Guiteras y José Antonio Echevarría. Entre tantos que se podrían citar bastarán aquí de ejemplo unas palabras del Titán de Bronce, de una carta de 1888, cuando dijo: “No obedeceré jamás, con perjuicio de la Patria, a los caprichos de determinados círculos; protestaré con todas mis fuerzas y rechazaré indignado todo acto ilegal que pudiera intentarse vulnerando los sagrados fueros y derechos del pueblo cubano... Con respecto al profundo y sincero amor que guardo a las emanaciones de la soberanía nacional, libremente consultada y expresada... creo que ninguna forma de gobierno es más adecuada ni más conforme con el espíritu de la época que la forma republicana y democrática... He ahí concentrado mi pensamiento político; esos son, han sido y serán siempre los ideales por los que ayer luché, y que mañana verán cobijarme a su sombra si la Providencia y la Patria me llaman nuevamente al cumplimiento de mi deber...” Y a la vera de su tumba, en el Cacahual, Fidel Castro y su hermano enterraron a Blas Roca, el arquitecto del estalinismo cubano, el redactor de la Constitución socialista —la negación del programa de Maceo, por la dictadura proletaria, la centralización del poder, el partido único, el internacionalismo, la reducción de la libertad y de los derechos humanos— esa constitución a la que ahora, con el colapso del comunismo, le van a hacer unos afeites nacionalistas para disimularle su extrañamiento y su entreguismo, y unos cuantos ajustes, sin abandonar las normas de Stalin, para que en ella quepan los pedazos del capitalismo que pueden apuntalar la tiranía. Y esas afrentas y desvíos no los esconden evocaciones hipócritas ni la piedras encaramadas en los parques con el nombre de Maceo. Sí, Castro siempre ha odiado lo que quiso ser Cuba independiente, como la odian esos españoles todavía resentidos por el “desastre”, como la odia Manuel Fraga Iribarne. Y en esa comunidad de rencor es donde se entienden sus coloquios amorosos y sus abrazos efusivos. Siempre se considera el año 1898 como el fin del imperio de España, por la destrucción de su escuadra en Filipinas, que en menos de 3 horas hundió el comodoro norteamericano George Dewey, y, poco después, en Santiago de Cuba, la que dirigía el contraalmirante Pascual Cervera, acosada por la americana al mando de W. T. Sampson. En el Pacífico España contó 150 marinos muertos y unos 100 heridos, mientras que Dewey tuvo sólo una docena de heridos. En la campaña de las Antillas, los españoles sufrieron más de 2 mil bajas; los americanos, un muerto. Este combate naval duró escasamente 5 horas, y al día siguiente, el 4 de julio, Sampson le envió un cable a su gobierno en Washington, en el que le decía: “Hoy, día de la independencia de los Estados Unidos, le ofrezco a mi patria, como regalo, la destrucción de la escuadra española”. En tierra los insurrectos cubanos controlaban casi todo el país, e hicieron posible el desembarco de las tropas norteamericanas, por lo que el 15 de julio se rindieron los españoles que defendían la plaza de Santiago de Cuba. Enseguida empezaron las negociaciones de paz, y el día 28, por vez primera, terminadas las hostilidades, de manera oficial, el gobierno español le pidió al presidente McKinley que los Estados Unidos se quedaran con Cuba: en un telegrama el ministro de Estado, desde Madrid, le dijo a su representante en Francia: “... España se halla dispuesta a aceptar la solución que le plazca a los Estados Unidos... prefiriendo la anexión definitiva porque mejor garantiza la seguridad de vidas y haciendas de los españoles allí establecidos o fincados”. Era lo mismo que les había dicho Cervera a los hombres del coronel Candelario Cebreco, cuando lo apresaron en la playa de Nima-Nima, cerca de Santiago de Cuba: “Seréis libres de España, pero esclavos de los yankees”. Sólo la indulgencia de los cubanos le perdonó al insolente contraalmirante el no querer rendirse a los insurrectos, por lo que con otros 200 prisioneros de guerra lo entregaron a la dotación del acorazado “Iowa”. Pero, ¿es justo afirmar que el fin del imperio español se produjo por las derrotas de Cavite y de Santiago de Cuba? No, el imperio español se había liquidado casi tres cuartos de siglo antes, en las batallas de Junín y Ayacucho, con las tropas rebeldes de Bolívar y de Sucre. Y aquello sí fueron derrotas: en el último encuentro los realistas tenían once cañones, y los rebeldes uno; los españoles tenían más de 7 mil soldados, los insurrectos menos de 6 mil. Y al terminar el combate la tropa de España contó casi 2 mil muertos, y le hicieron más de 3 mil prisioneros. ¿Y los territorios perdidos por la emancipación americana? ¿Y la pérdida de los grandes recursos que recibía la metrópoli de sus antiguas colonias? Eso sí fue un “desastre”. Desde entonces España dejó de ser una gran potencia, ¿por qué, entonces el “desastre” en 1898 y no en 1824? ¿Por qué la ojeriza que aún sienten algunos españoles contra Cuba libre y contra los Estados Unidos, de esos que les disimulan a Castro los crímenes, de esos que van a los hoteles que le han construido a la tiranía de Cuba los capitalistas españoles cuya avaricia los empuja a utilidades que no podrían lograr en un país libre? ¿Por qué? La respuesta a esas preguntas hay que buscarlas detrás de los hechos de la guerra. El 98 fue una desgracia, una humillación, porque un grupo de españoles irresponsables le hizo creer a sus compatriotas que España podía vencer fácilmente a los cubanos en armas y, luego, a los Estados Unidos. Son los antepasados espirituales de esos que hoy, de una u otra manera, aún gozan al ver a Castro pisotear lo auténticamente cubano e insultar a los yanquis. De los muchos ejemplos que se podían citar, no ha de ser inútil traer aquí dos que muestran la torpeza de aquellos españoles. En 1897 Nilo María Fabra, literato y periodista que llegó a tener en España la más importante agencia de noticias, publicó en Barcelona una colección de sus cuentos que tituló Presente y Futuro; el primero de ellos, “La guerra de España con los Estados Unidos; páginas de la historia de lo porvenir”, presenta lo que a su juicio iba a suceder cuando se produjera el conflicto. Surge éste cuando un barco insurrecto, “La Estrella Solitaria”, amparado por la bandera americana, es apresado por los españoles en aguas de Puerto Rico. Hace el autor un recuento de las fuerzas de los bandos y concluye: “Estas cifras comparadas ponían claramente de manifiesto la inmensa ventaja que sobre el enemigo tenía España, prescindiendo de la excelente situación geográfica de la Península y de las posesiones de Ultramar...” Después de destruir buena parte de la flota que bloqueaba la isla, los encuentros en tierra favorecieron también a España. En el combate de San Juan de Jaruco, 40 mil españoles contra 60 mil yankees, triunfan, como era de esperarse, los compatriotas de Fabra, quien así cuenta el episodio: “La batalla fue reñida y encarnizada. Los angloamericanos se batieron con indudable valor y arrojo, aunque advertíase poca pericia en los oficiales, improvisados muchos de ellos, y falta de disciplina e instrucción en muchos regimientos, compuestos de soldados bisoños...” Salieron victoriosos los españoles “merced a la mejor instrucción de las tropas, a la pericia de los oficiales y al valor que todos revelaban, poniendo de manifiesto la inmensa superioridad de una nación de tradicionales hábitos militares, donde se rinde culto al noble ejercicio de las armas, sobre otro Estado que entrega la defensa del símbolo de la patria a aventureros asalariados...” Vencido, pues, el enemigo, en lo que llama “el desastre de Jaruco”, donde los “yankees” sufrieron 4 mil bajas, las autoridades españolas decidieron darle a sus rivales un escarmiento, y tras un breve bombardeo de Cayo Hueso, “el foco del filibusterismo cubano”, lo ocuparon. Es entonces que “los comunistas y los anarquistas” yanquis incendiaron Wall Street creando en Nueva York una especie de revuelta como la “Commune de París”. Así Washington pidió la paz. España, generosa, no quiso reclamarle al vencido los territorios de Tejas y California, pero se quedaron con Cayo Hueso, el que, en un gesto de solidaridad hispana, entregaron al gobierno de México.
Junto al más noble sentimiento antiimperialista, en Cuba ha habido siempre una especie de antiimperialismo selectivo por el que airado se rechaza uno mientras que sumiso se acepta otro. Los malos españoles que residían en Cuba, y los cubanos españolizantes, los autonomistas que se oponían a la independencia, lograron alimentar en el país el justificado reproche nacional contra los atropellos y las ambiciones de los norteamericanos, y, por ese camino, acostumbrando al pueblo a ver sólo la maldad yanqui y no la maldad de España, una sola manifestación del imperialismo, cuando le llegó el turno a la traición, cayó Cuba en la red expansionista de los soviéticos. Un ejemplo de esa prédica contra el antiimperialismo americano para justificar la posesión española de Cuba nos la ofrece otro libro de la época, éste publicado en La Habana, también en 1897, por Antonio P. Rioja, de la Academia de la Historia, de Madrid. Los yankees en Cuba, que así se titula, es un estudio de las maniobras de los Estados Unidos para apoderarse de la isla. Más optimista que el escritor antes citado, éste piensa que los ejércitos de España llegarían hasta el río Hudson una vez derrotados los americanos; anunciando el conflicto dice en un poema que cierra el libro:
Y recordando la Y recordando la guerra de Cuba agrega:
Eran esos vaticinios optimistas el eco del juramento de Cánovas del Castillo, jefe del gobierno de Madrid, quien había prometido años antes: “Ningún partido español abandonará jamás la isla de Cuba, porque en la isla de Cuba emplearemos, si fuere necesario, el último hombre y la última peseta...” Siendo director de una colección de publicaciones del Instituto de Cultura Hispánica, en 1952, Fraga tuvo la osadía de prologar Las Constituciones de Cuba, que había reunido en edición critica Andrés María Lazcano y Mazón, presidente de la Audiencia de La Habana. La lectura de ese prólogo pone en evidencia cuanto aquí se ha dicho y explica el feliz maridaje de Fraga con Castro. Como enemigo de Cuba republicana, el español defiende allí la farsa autonomista con la que España quiso, poco antes de empezar la guerra con los Estados Unidos, ahogar la revolución insurrecta. Después de hacer una cálida defensa de la administración colonial en la isla, hasta decir que la reconcentración dictada por Weyler, por la que murieron de hambre y enfermedades más de 200 mil campesinos, fue un “mito propagandístico”, y de preguntarse si la independencia “no triunfó a destiempo”, opina, como los autonomistas de antes, que “la marcha normal del proceso emancipador debió incluir una fase de transición autonómica” —por esa misma idea Maceo, Gómez y Calixto García habían decretado la pena de muerte para quien propusiera dicha “transición”. La autonomía se implantó en Cuba el primero de enero de 1898, y Fraga, de espaldas a la verdad histórica, quiere hacer ver que por aquella impopular medida “todo marchaba hacia la normalidad y la paz”. Desconoce, o esconde, el ataque del 3 de enero, por parte del coronel Enrique Collazo, a las fuerzas españolas acampadas en Oropesa, provincia de la Habana; la batida del Ejército Libertador, y luego la derrota del general español Molina Olivera, el día 14, en Camarioca, Matanzas; la toma por los insurrectos, al mando del general Monteagudo, del pueblo La Esperanza, el 20 de enero, en Las Villas; la voladura del tren de Sabanilla, en Boniato, cerca de Santiago de Cuba, el día 30; la victoria que logró con sus tropas el general Pedro Betancourt sobre un batallón del regimiento “María Cristina”, en Quintana, Matanzas, el 5 de febrero, y, en esa misma fecha, la voladura de otro tren, junto a San Vicente, también en Santiago de Cuba; y las campañas del general Calixto García al norte de Oriente, frustrando los planes de los generales españoles Vara del Rey, Linares, Luque y Nario... No, no es verdad que “todo marchaba hacia la normalidad y la paz”: todo anunciaba la derrota de España, como dijeron algunos sensatos españoles. Pero lo que quiere Fraga con esa falsificación de la verdad es poner de relieve que la explosión del acorazado “Maine”, ocurrida en la bahía de La Habana el 15 de febrero de ese año 1898, le interrumpió a Cuba el camino de felicidad que le había preparado España, la autonomía, el régimen por el que la isla seguía siendo colonia española. Entraban en juego los malos oficios “de los imperialistas de entonces”, y agrega Fraga: McKinley se decide por la guerra, que le imponían el Congreso y la rabiosa prensa ‘jingoísta’. A pesar de que España dio toda clase de facilidades, ocultando las últimas intolerables notas del gobierno yanqui, y mantuvo hasta el final una increíble paciencia, ‘en nombre de la Humanidad y la Civilización’, el 21 de abril se rompieron las relaciones y el 22 empezó prácticamente el estado de guerra. España, aislada en una Europa indiferente a lo que era el fin de su hegemonía mundial, fue derrotada: todo se perdió menos el honor...” Con una precisión que no practicó al referirse al separatismo, Fraga concluye con un inventario de los abusos americanos: “el cuasi protectorado impuesto por la Enmienda Platt”; “el control de las grandes firmas financieras de Wall Street”; y de los vicios que él cree nacen por la intervención de los Estados Unidos: el peculado, el juego, las botellas, el choteo, las amnistías, y “el turismo, que estuvo a punto de convertir a La Habana en un inmenso cabaret”. Y, por supuesto, de todos esos males que en realidad se heredaron de la colonia, España es inocente: todas las culpas la tiene “el imperialismo yanqui”. Sí, los Estados Unidos tienen muy clara responsabilidad en los infortunios del país, pero lo que Fraga no dice es que la funesta intervención de los Estados Unidos en los asuntos de Cuba se le debe a España. Es indudable que siempre los americanos codiciaron la gran Antilla, y que trataron de apropiarse de ella, pero fue España, la soberbia de España, la que les facilitó la posesión de la isla. Hubieran entregado el gobierno del país a sus hijos, y Cuba no hubiera caído en la trampa que le preparó en París el gobierno español, y así los cubanos hubieran tenido la fortuna de los patriotas a las órdenes de George Washignton, después de derrotar a los ingleses, por la que se expulsaron del país a 100 mil simpatizantes de Inglaterra, se les confiscaron sus bienes y, a los que lograron permiso para permanecer en los Estados Unidos, se les prohibió por vida ocupar puestos públicos. Cuba no tuvo la suerte de sus vecinos del norte, y de aquella imprevisión y desgracia salió Fidel Castro para convertirse en el desquite de la España turbia y rencorosa, y mal agradecida, que representa Manuel Fraga Iribarne: es la hermandad de la frustración y del resentimiento. |
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