En pocas profesiones la gloria se reparte con equidad. El ejercicio de ellas requiere la conjunción de una serie de fuerzas, pero no todas reciben el crédito que merecen. El crítico, el historiador, el maestro, y cuanta persona ilustrada maneja libros, tienen una deuda mayor con el bibliógrafo, aunque casi nunca se la reconozcan. La palabra bibliógrafo, según su etimología significa “el que escribe libros”, y así se usaba en la antigüedad, pero luego tuvo el valor que hoy le damos: el que relaciona obras y las organiza de manera que se facilite su consulta; a esas relaciones o catálogos los llamamos bibliografías. La primera de que se tiene memoria se hizo con ese propósito de ordenar la obra de un autor, fue la de Galeno, el médico filósofo de Grecia que escribió en el siglo II “De libris propiis liber” (libro de mis propios libros). Mucho más tarde, con la invención de la imprenta, se hicieron más necesarias esas recopilaciones, y surgió, como oficio independiente del escritor, el del bibliógrafo. La tradicional ingratitud con la labor paciente y anónima de ese obrero de la cultura queda compensada con la perdurabilidad de su trabajo; brillan menos, pero resisten mejor los embates del tiempo. En 1914 Carlos M. Trelles escribió un opúsculo con el título de Los ciento cincuenta libros más notables que los cubanos han escrito; era un elogio merecido a la producción de algunos compatriotas suyos, pero de esos ciento cincuenta libros “notables”, con pocas excepciones, hoy no tenemos casi ni memoria, y la que aún se conserva la deben en buena parte a los bibliógrafos que las han salvado del olvido. En cambio, la monumental Bibliografía Cubana de Trelles, los nueve volúmenes que publicó entre 1911 y 1915, y que constituyen un admirable inventario de nuestra cultura desde el siglo XVII hasta fines del XIX, tiene en la actualidad un gran valor, y lo seguirá teniendo mientras interesen la formación y las raíces del país. Una biblioteca que posea una colección cubana podría prescindir de las Lecciones de Filosofía, de Varela; o de la Historia de la esclavitud, de Saco; de la Impugnación de Cousin, de Luz y Caballero; o de las Conferencias filosóficas, de Enrique José Varona (por citar sólo algunos de los títulos importantes que seleccionó Trelles entre “los libros más notables que los cubanos han escrito”); pero no puede prescindir de esos nueve volúmenes de bibliografía. Tal es su interés que, por la demanda que tenía en numerosas bibliotecas de todo el mundo, la casa Kraus, de Alemania, la reimprimió en 1965: destino insólito de un libro cubano. Con toda humildad, en el “Prólogo” de esa obra, llamó Trelles a Antonio Bachiller y Morales “Padre de la Bibliografía Cubana”. Cierto, Bachiller fue un erudito que inició con sus Apuntes para la Historia de las letras de la Isla de Cuba la historiografía literaria, pero el hecho de que en la tercera parte de esa obra incluyera un “Catálogo de libros y folletos publicados en Cuba desde la introducción de la imprenta hasta 1840” no le hace, en verdad, más que un iniciador de esa profesión. Bachiller sí es, como lo llamó Martí, “el patriarca de nuestras letras”, pero “padre” de la bibliografía, como Céspedes de la patria, no lo fue, que también al bayamés lo precedieron en sus luchas contra España otros grandes cubanos. La dedicación de Trelles, la obra que dejó y el adelantamiento en Cuba de esa disciplina que le ocupó la vida, sin duda lo hacen merecedor del título que encabeza este trabajo. En las ciencias, las artes y las letras, según consta en el libro Bibliografías Cubanas (1945) de su notable continuador, Fermín Peraza Sarausa (muerto en Miami, en 1968), se menciona cinco veces a Bachiller y Morales, y más de doscientas a Carlos M. Trelles. Su obra como historiador se eclipsa al compararla con sus bibliografías. Éstas no son nunca meras relaciones de títulos, sino que incluyen valiosos juicios y descripciones de las obras, e importantes datos biográficos de sus autores. Además de los nueve tomos antes mencionados, Trelles publicó en dos volúmenes la Bibliografía Cubana del siglo XX (1916), en uno la Bibliografía de la Universidad de la Habana (1938), la Bibliografía Cubana de la Doctrina de Monroe (1922); en tres los que tituló Biblioteca Histórica Cubana (1922), en dos la Biblioteca Científica Cubana (1918), además del volumen de la Biblioteca Geográfica Cubana (1920); y aun otras bibliografías especiales: la de La Segunda Guerra de Independencia, la de Autores de la raza de color, la de la Prensa cubana, la Médico‑farmacéutica y la del Folclore Cubano. Con orgullo pudo decir que, gracias a su esfuerzo, Cuba era, en la segunda década de este siglo, el único país de Hispanoamérica que contaba con una bibliografía nacional. Carlos Manuel Trelles y Govín nació en la ciudad de Matanzas el 15 de febrero de 1866. Cursó sus primeros estudios en el colegio “Los Normales”, que dirigía Bernabé de la Torre, padre del ilustre naturalista Carlos de la Torre, que fue luego profesor suyo en el colegio “La Unión”. Como el gobierno de España había clausurado el Instituto de Matanzas, terminó su bachillerato en el de la Habana, en 1880. En la Universidad estuvo cuatro años estudiando la carrera de medicina, hasta que su vocación por las letras le hizo dedicarse al periodismo. En 1885 ya estaba trabajando en una casa comercial como contador, y a poco empezaron a aparecer sus trabajos literarios en el Diario de Matanzas, y en la Aurora del Yumurí. Después de un viaje a los Estados Unidos, comenzó a colaborar en la Revista Cubana, que dirigía Enrique José Varona. A pesar de su parentesco con el famoso autonomista Antonio Govín, Trelles alentó siempre ideales separatistas. En 1885 se hizo miembro de la Junta Directiva de la Juventud Liberal de Matanzas, y luego perteneció al Comité Revolucionario de la misma ciudad. Cuando Manuel Sanguily pronunció su célebre discurso condenando el fusilamiento, en 1871, de los estudiantes, interrumpido por las autoridades españolas por las críticas contra el gobierno, Trelles fue uno de los jóvenes que salvaron al orador y lo trasladaron a una habitación del hotel para que terminara su peroración. Iniciada la Guerra de Independencia, gracias a su ayuda y a la de otros colaboradores de la Revista Cubana pudo escaparse del país Varona, quien iba a ocupar la dirección del periódico Patria, en Nueva York. Poco después, por sus actividades contra el despotismo de España, Trelles tuvo también que emigrar. Se estableció en Tampa, donde trabajó en una tabaquería y como ayudante de un carro repartidor de café. En 1896 empezaron a aparecer en Patria sus trabajos; cerca de cien se recogieron en las páginas del prestigioso periódico. Entre ellas se destacan la traducción del libro de Clarence King, Cuba, con la tea y con la espada, La revolución presente y la pasada, En honor del general Maceo, El azúcar y la independencia, y El civismo de Cánovas... También en Nueva York, en la revista Cuba y América, que dirigía Raimundo Cabrera, hay valiosas colaboraciones suyas. En honor de su heroico coterráneo, en 1897, fundó Trelles el “Club Revolucionario Brigadier Pedro Betancourt”, desde cuya presidencia recaudaba fondos para la guerra. Su intensa actividad patriótica le mereció, muchos años más tarde, el reconocimiento de la República, cuando lo nombró teniente del Ejército Libertador. Al terminar la guerra Trelles regresó a Matanzas, donde se le encargó que organizara la Biblioteca Pública. Sólo estuvo en ella como director diez meses, al cabo de los cuales había logrado engrosar los fondos de la misma desde dos mil ejemplares hasta trece mil. Estando en París como representante de Cuba en la Exposición Universal de 1900, fue elegido concejal del Ayuntamiento de Matanzas; pero sin ninguna vocación por la política, renunció el cargo dedicándose por completo a las letras. Ya tenía iniciada la que iba a ser su gigantesca Bibliografía Cubana, que le iba a ocupar los próximos diez y seis años. Hasta poco antes de su muerte, acaecida en la madrugada del día primero de junio de 1951, Carlos M. Trelles siguió sirviendo a su patria con su saber y con su pluma. Además de colaborar en las revistas y periódicos más importantes de la época (Cuba Contemporánea, Cuba y América, la Revista Cubana, la de la Universidad de la Habana, la Revista Bimestre Cubana, La Discusión, El Heraldo de Cuba, entre otros), fue representante de Cuba en el Congreso de Economía Social celebrado en Buenos Aires (1924), director de la Biblioteca del Capitolio Nacional (1934), de la Cámara de Representantes (1940), y miembro de la Academia de Ciencias, de la de Artes y Letras, de la de Historia, de la Sociedad Geográfica de Cuba, de la Sociedad Económica de Amigos del País, de la Sociedad Hispánica de América (Nueva York), de la Academia Americana de la Historia (Buenos Aires y similares en México y Chile), y vicepresidente de la Asociación Interamericana de Bibliotecas (Washington). Entre sus más famosos libros y folletos, aparte de las bibliografías antes mencionadas, cabe recordar Matanzas en la Independencia de Cuba (1928), El sitio de la Habana y la dominación británica en Cuba (1925), Contribución de los médicos cubanos a los progresos de la Medicina (1926), El historiador Antonio José Valdés (1930) y El Adelantado Diego Velázquez (1934). Al reconocerle sus servicios a Cuba, el gobierno le concedió, en 1950, la Orden Carlos Manuel de Céspedes, con el grado de Comendador. Trelles fue enterrado con honores militares en el cementerio de Matanzas, cerca de la tumba de Bonifacio Byrne, su querido amigo de los años de conspiración en Matanzas, y luego en el destierro. Nada mejor para terminar este recuerdo del “padre de la bibliografía cubana” que reproducir algunas estrofas de la “Ofrenda lírica” que le dedicó el poeta en homenaje a su labor, a su patriotismo y a su virtud:
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