Podía el doctor Remos estar cansado de fama y nombre cuando la suerte empezó a declinar sobre su patria y sobre su vida. Ya había hecho esa obra difícil que, mientras prestigia a quien la hace, cubre de gloria al pueblo en que se concibe. Hace más de cincuenta años inició Juan J. Remos su magisterio, y desde entonces no renunció el noble compromiso: con verdadera devoción expuso ante los ojos de tres generaciones los valores de nuestras letras. Ni España ni América le fueron secretos en sus escritores; a todos los estudió con cuidado erudito para asegurar la base de su gran pasión: la literatura cubana. A ella dedicó sus mejores páginas, y a las grandes figuras de nuestra historia. Remos empezó su vida pública en esa época, que no nos ha abandonado, en que el extrañamiento de lo nuestro fue moda. En política y en costumbres nos quedó el error de la colonia, mientras se adentraba, en donde no debió de admitirse, el capricho extranjero: en poesía fuimos franceses con el modernismo, cosmopolitas con la vanguardia y esotéricos después; en el pensamiento también nos alejamos de la realidad nacional con el utilitarismo, el pragmatismo y el abandono de valores del espíritu. Así nos llegó, por las hendiduras de una débil nacionalidad, el marxismo-leninismo, que es la crisis natural del alejamiento de lo propio, la quiebra mayor de nuestra historia. Con los valores del país Remos combatía la peligrosa aventura cultural. Ya tenía su obra: a la montaña de errores oponía su montaña de libros, y enseñó, en tiempos de imperdonables olvidos, a recordar a Cuba. Ya le llegaba la hora del descanso, cuando a la luz de los méritos podía entregarse al regalo de un deber cumplido; tenía ese derecho al retiro al que sólo renuncian los hombres superiores. Remos lo renunció. Armado de su fácil palabra y de su pluma lo encontraron siempre, sin otro refugio que el amor a su patria, los enemigos de Cuba. La herida de su tierra le había herido el corazón y así fue ella el objeto de sus ternuras y desvelos. Sólo el que no siente en el alma la pena de su pueblo puede vivir feliz mientras aquél es esclavo. Sin desmayar en la lucha ni desviarse por la ira, Remos no vivió feliz. Siempre fue agonista en los intereses de Cuba: por su ejemplar patriotismo se multiplicaba en discursos, cartas y artículos. Vio la indiferencia de muchos cubanos y él no fue indiferente; vio el egoísmo y él fue generoso, como si hubiera de compensar sólo él las limitaciones de sus compatriotas. En estos diez años de destierro pocos cubanos han dado un ejemplo más hermoso de amor que el de ese maestro apurado en el sacrificio e indiferente a su bienestar personal. Cuando casi todos andábamos contando en la avaricia las penas propias él se preocupaba por las de su patria; así nunca supo entender ese pueril orgullo del que hoy mide en lujos su ventura y deja a un lado, como si no fuera escandalosa vergüenza, el no haber sabido redimir a Cuba. La obra del doctor Remos logra un crédito singular en los últimos años. No es que sus revisiones sobre los escritores o sus manuales de historia no hubiera merecido, desde su publicación, el aplauso y el reconocimiento de la más exigente crítica, sino que en todos sus actos hemos podido comprobar la sinceridad de su vocación y la razón íntima del cariño apasionado con el que se refería a las cosas de Cuba. Como testimonio de su saber y de su erudición quedan su Historia de la literatura cubana, las Tendencias de la narración imaginativa en Cuba, los Historiadores de Cuba y, entre otros libros valiosos, su decisiva participación en la Historia de la Nación Cubana. En el extranjero añadió numerosos trabajos a su bibliografía, matizados siempre con el fervor hacia lo que llamaba con mimo cariñoso, “nuestra historia.” Varios volúmenes podrían recoger las conferencias, monografías y cursos que ocuparon sus últimos años, pero sobre ellos todos, para orgullo nuestro, quedan sus actos y esa participación constante junto a los que no renuncian la esperanza de liberar un día a su patria. Remos murió del único exceso que es noble, el exceso de amor. Todo en él era Cuba y quiso estar en todo empeño cubano. La edad y el infortunio lo desafiaron, y salió vencedor en el combate; lo rindió el vivir generoso, la entrega constante, como al mártir que renuncia la vida para que la tenga su ideal. En el pecado hay alturas, pero en el sacrificio los cubanos se funden en una especie de hagiografía nacional que ha de servir de modelo para el futuro del país; en un hermoso milagro el maestro va a formar filas con los discípulos que le supieron suceder, y aún los discípulos de los que lo fueron suyos, con los jóvenes que se han sabido rebelar contra la tiranía y han muerto, o viven en la cárcel o el exilio —que es otra manera de morir— por la libertad de su tierra. Desde hoy, que nos falta el doctor Remos, andaremos, sí, más solos, más inseguros pero en esa soledad nos deja un ejemplo, una norma de cómo debe vivir el desterrado cubano, de cómo debe sentirse la patria ausente más allá de lo que duele en el instinto primario la falta de lo propio. Cuba fue para el doctor Remos también “agonía y deber”, y su muerte nos obliga al examen de nuestros actos, a ver si en ellos hay ese mínimo de preocupación por el futuro de Cuba por la que sólo nos podemos llamar honrados. En el prólogo de su Proceso histórico de las letras cubanas dejó escritas estas palabras sobre nuestro carácter: “La mirada del cubano se expande en la lejanía del horizonte, entre el mar y ante la sabana; y para contemplar la palma, mira al cielo”. Eran otros tiempos: cuando se escribió el símil feliz cabía ese otear en propio suelo el destino de la nación; éramos optimistas y confiados. Hoy que no son nuestras ni las palmas ni el mar ni la sabana, no debemos dejar aquella noble condición de cuanto nos obliga a encontrar el porvenir de Cuba dentro de la mejor tradición progresista, y verdaderamente revolucionaria, que nace en nuestra historia nacional, para que ya unidas para siempre la justicia y la libertad podamos, también en homenaje de nuestro muerto ilustre, regresar a esa patria de Remos, que hoy pierde en él a uno de sus buenos hijos. |