Ha muerto en Miami un cubano ilustre, un historiador de mérito, un periodista honrado. No fue nuestra prensa refugio de la virtud, pero César García Pons supo defender su nombre de las tentaciones y de los asedios que siempre la acecharon. Pero más que escudo era su pluma espada, porque no fue él de los que calló cuando veía el mal, ni se daba a lirismos y desvelos cuando su profesión le exigía la denuncia y la crítica. Con igual celo cargó contra el español encaprichado en denigrar a Cuba, que contra sus compatriotas, haciéndole el juego, a la sombra de Martí, al golpe de Estado del 10 de marzo. Cuando Manuel Fraga Iribarne escribió el prólogo de Las Constituciones de Cuba, García Pons resumió la ira y la verdad de su patria y desarmó al insolente; cuando Batista —como ahora Fidel Castro— ordenaba la escena para festejar el natalicio de Martí y disimular el crimen fue él quien denunció la farsa desde las páginas de la revista Bohemia en el memorable artículo que tituló “Las honras que el Apóstol hubiera rechazado”. En estas tierras de lupas y miopías aún no distinguen bien, los americanos, al que abandonó la isla con su bolsa de pecados, o vino aquí a pecar, del que por honor se arrancó de Cuba, y se fue al extranjero a servirla. Con algunos pícaros de la prensa cubana salieron nobles periodistas. El idioma y la nieve de Nueva York le inmovilizaron la pluma a César García Pons, pero no le rindieron su patriotismo. Su talento se escondió en empresas menores, y gastó sus últimos años en trabajos diminutos para su arte de escritor. Pero Cuba fue siempre el motivo de su desvelo y de su pena. Había aprendido a amarla en el más sólido magisterio, en las fuentes de la historia. Su estudio sobre el obispo Espada ocupa un alto lugar en nuestra historiografía, como sus trabajos sobre Martí, Maceo, Luz y Caballero, Sanguily, Tomás Romay, Juan Guiteras, Montoro y Emilio Bobadilla. En el libro sobre Espada dejó constancia de su credo de historiador: “Importa a la cultura cubana que se traiga al presente de la nación... la visión de sus orígenes, la crónica interna de la sociedad primigenia en que se asientan sus tiempos de cuna”. Fue ésa su tarea, y cuando Cuba haga inventario de quienes la sirvieron por esos caminos, no puede faltar el nombre de este cubano que deja, por dispersa no menos valiosa, tan vasta obra escrita. Había nacido César García Pons en 1905, en Santa María del Rosario, tierra de otro orgullo de nuestras letras, José María Chacón y Calvo, su admirador y amigo. Activo en las luchas estudiantiles, fue García Pons uno de los miembros destacados de la generación de 1923, que reunió nombres tan diversos como Mañach y Marinello, Rubén Martínez Villena y Mariano Brull, Amadeo Roldán y Carlos Enríquez, Mella y Carlos Prío, Lizaso y José A. Fernández de Castro; semejantes en el talento y la inquietud, pero no todos abrazados a la mejor causa. García Pons participó en las luchas contra Machado, y no pudo terminar su carrera en la Universidad hasta 1939, cuando se graduó de doctor en Ciencias Sociales y Derecho Diplomático; luego, en la escuela de periodismo Manuel Márquez Sterling, donde más tarde enseñó. Los premios y cargos que honraron su labor profesional y erudita harían demasiado extensa esta nota; baste recordar el premio Emilio Bacardí (1946), el Nacional de Periodismo José Ignacio Rivero (1952) y el Juan Gualberto Gómez (1956). Hasta que salió de Cuba, en 1960, fue César García Pons director de la Asociación de Dependientes del Comercio, y asiduo colaborador de la revista Bohemia y del Diario de la Marina, y contaba mi profesor de literatura, el padre José Rubinos, que después de leer a Mañach, en La Marina iba, por su mérito, a las columnas de García Pons. Escritor pulcro y de feliz estilo, lo que distinguía a su vida, era la fogosidad de sus convicciones y la lealtad a sus principios. Podía haber caído a su lado hecho pedazos su mundo de razón y de hidalguía, y él se hubiera mantenido soberbio y valiente sobre sus ruinas. Pero no se ha de romper su mundo herido por los embates de los tiempos. En donde quepa sanará en la ternura y en el entendimiento, porque los hombres como él no pasan inútiles por la vida: en sus triunfos y en sus infortunios dejó sembrado el ejemplo. Cada vez que obremos bien, los que tuvimos la suerte de conocerlo, nos estaremos moviendo al impulso y la lección de su virtud. |
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