Acaba de publicar la Editorial Cubana una colección de Discursos y Escritos de Rafael Montoro, el orador y político que ocupó amplias páginas del siglo XIX cubano y a principios de la república. Responde el libro, como siempre en estos casos, al gusto del antólogo. Se ha dicho, y con razón, que obras como éstas se deben llamar “atojolías” y no “antologías”, toda vez que son más producto del antojo (del latín “ante-oculum”), que es el deseo de algo que el observador ve y prefiere sin mayor examen, que de la misión jardinera del colector que recoge, según el origen de la palabra, las flores más felices del sembrado (del griego, “anthos”, flores; y “legein”, escoger), por lo que a la antología se le llama asimismo florilegio. Pero aun con esa libertad de moverse a capricho, debe el antólogo ofrecerle al lector, con su selección, un perfil de la figura, aquello que mejor representa su pensamiento, su carácter o su estilo. Los Discursos y Escritos que ofrece la Editorial Cubana no alcanzan esa meta, ya que se ha escogido el material a fin de lograr, según los que presentan el libro, la “resurrección de Montoro”, al considerar que su ejemplo es “lo más sensato en Cuba hoy en día”, es decir, luchar, como él, “por la vía legal por la igualdad ante la ley y los derechos de ciudadanos libres”. Pero uno se pregunta, ¿dónde se encuentra, en “Cuba hoy en día”, la “vía legal” para luchar por “los derechos de los ciudadanos libres”? Los que lo han pretendido están en la cárcel u hostigados por los esbirros de Castro. No, no es Montoro, representante de la “resignación y el quietismo”, como lo calificó Juan Gualberto Gómez en 1893, el ejemplo que se debe de seguir para lograr en su patria “los derechos de los ciudadanos libres”. Ni jamás quiso el autonomismo de Montoro “la libertad de Cuba”, como se afirma aquí. “No fueron” los autonomistas, agregan en otro lugar, “enemigos de la independencia de Cuba, sino perspicazmente reacios a llegar a ésta por la fuerza, por temor a crear caudillos militares”. De acuerdo con su compañero Ricardo del Monte, en la primera antología de Montoro, con sus Discursos políticos y parlamentarios, publicada en 1894 en Filadelfia, “La tendencia liberal (autonomista) era la del elemento letrado y culto de la aristocracia, abogados, profesores y médicos: querían éstos la unión con España, tal como entonces subsistía”, y es difícil imaginar cómo se hubiera podido llegar a la independencia respetando, de cualquier manera que fuese, “la unión con España” Así, cuando se inició la última Guerra de Independencia, Montoro firmó con sus amigos autonomistas un manifiesto en el que acusaba a los insurrectos de querer “arruinar la tierra” y “nublar las perspectivas de nuestros destinos con horribles espectros: la miseria, la anarquía y la barbarie”. Incapaz de vencer la insurrección, España envió a Cuba al sanguinario Valeriano Weyler, cuya ferocidad había sido probada en las guerras carlistas, en Filipinas contra los tagalos, y contra los anarquistas en Cataluña. Al llegar a La Habana fue a saludarlo al palacio la plana mayor del autonomismo, y el periódico El País, su vocero oficial, habló de aquella reunión en la que le aseguraron al sátrapa “su identificación total con la política que iba a estrenar en Cuba”. La condena de la violencia que en la presentación de este libro se le quiere acreditar a Montoro, a quien llaman “repúblico pacífico y respetuoso de la ley”, era, pues, selectiva: para destruir el separatismo todo exceso estaría justificado, como el de los cientos de miles de inocentes víctimas de la Reconcentración de Weyler, pero lo necesario para combatir a España, la tea incendiaria de los insurrectos, ésa era un crimen, y la horca contra los desertores y los espías. Y no era nueva esa actitud ante la violencia en Montoro: en una conferencia del 9 de abril de 1885, que tituló “La expansión nacional y los Estados modernos”, desde luego, no incluida en esta antología de la Editorial Cubana, dijo el “repúblico pacífico y respetuoso de la ley” en defensa del más agresivo imperialismo: “Si por ventura se encuentra una comarca que razas salvajes o poderes bárbaros y primitivos quieran cerrar a la libre comunicación con el mundo, justo y legítimo es que los grandes Estados, a quienes incumbe la representación eminente de la cultura humana, abran a cañonazos los puertos que pretendan cerrarles la ignorancia y la barbarie”. Por ese camino de sometimiento a España llegó a Cuba la Constitución Autonómica, que ante los triunfos insurrectos y la amenaza yanqui se implantó en la isla en 1898. Sometía ese texto constitucional al interés de la metrópoli el futuro de Cuba; se lee en su artículo 44: “El Gobierno Supremo de la Colonia se ejercerá por un Gobernador General nombrado por el Rey”, el cual “tendrá el mando superior de todas las fuerzas armadas”, y a quien “le estarán subordinadas todas las demás autoridades de la isla”. En el gabinete, después del reglamentario juramento, ocupó la presidencia José María Gálvez; la Gobernación Civil de La Habana, Rafael Fernández de Castro; y Rafael Montoro la Secretaría de Hacienda. A raíz de la muerte de Antonio Maceo, y acabado de firmar por los jefes del autonomismo un manifiesto al país en el que se amedrentaba a la población con el anuncio del “férreo despotismo”, que vendría con el triunfo cubano, la reina regente de España le concedió a Gálvez la Gran Cruz de Mérito Militar y a Montoro el título de Marqués. Es justo y digno de aplauso que los descendientes de Montoro hayan querido con esta obra ensalzar sus méritos. Ante tan noble propósito, y sabiendo que ni sus familiares ni la Editorial Cubana disponían de sus “Obras” para hacer el nuevo libro, puso a la disposición del Dr. Fernando Jiménez, encargado de publicarlo, el autor de estas páginas, los cuatro tomos de Montoro que enriquecen su biblioteca. El orador, sobre el sociólogo, en Montoro, merece un lugar alto en la historia de la cultura y del pensamiento cubanos, y como representante de los autonomistas “más transigentes y más contemporizadores” con España, como calificó el marqués de Polavieja en Mi política en Cuba (1898) a sus servidores más fieles en la isla. Pero no se puede disculpar a quienes presentan este libro que, para subir la grande figura de Montoro, agravien el separatismo y, en consecuencia, a los que lo representan; decir que en Montoro verán los lectores “algo muy distinto de los guerrilleros y revolucionarios que pululan el pabellón nacional” es una injuria; y se dice a raíz de criticar las Nociones de Historia de Cuba, de Vidal Morales, por “su tendencia a idealizar las hazañas bélicas”, motivo por el cual los cubanos, dicen, han “apelado a la violencia para resolver casi todas las crisis políticas que han surgido en el país”. ¿Quiénes son esos “guerrilleros y revolucionarios que pululan el pabellón nacional”? Reviso ese texto escolar, las Nociones de Historia de Cuba, "adaptadas"dice su página titular, "a los cursos de estudios de las escuelas públicas por Carlos de la Torre y Huerta", por el que estudiamos en las clases de Historia de Cuba del padre Emilio Hurtado, en el Colegio de Belén, y allí veo las biografías o un breve recuento de las hazañas de Narciso López, Joaquín de Agüero, Isidoro Armenteros, Céspedes, Agramonte, Pedro Figueredo, Manuel de Quesada, Aguilera, Donato Mármol, Cisneros Betancourt, los Maceo, Calixto García, Flor Crombet, Masó, Gómez, Martí y otros que recurrieron a las armas y a la violencia para derrotar a España. ¿Serán ésos los “guerrilleros y revolucionarios” que “pululan” nuestro “pabellón nacional”? Y no pueden ser otros puesto que Vidal Morales murió en 1904. Cierto, en su libro de historia Morales sólo menciona entre los autonomistas, y publica sus retratos, a José Manuel Cortina y Miguel Figueroa, los dos a quien Martí llamó, en un escrito que hasta hace poco no se conocía, “los que enhiestos no ceden” frente a los que propugnaron, “componendas vergonzantes”, entre los que en toda justicia cabe incluir a Montoro. Pero no debe olvidarse que con admirable hidalguía fue Montoro quien escribió a la muerte de Vidal Morales el más cálido elogio. “De corazón sencillo y bueno como pocos”, dijo del historiador, “amó leal y hondamente a la ciencia y a la patria”. Y no le reprochó, no, como se hace ahora en este libro, el que con sus escritos hubiera creado “una imagen mítica del pasado, presentándolo como una grandiosa epopeya”, sino que, todo lo contrario, califica sus Nociones de Historia de Cuba de “excelente y definitiva”, para concluir que su obra toda “le sobrevivirá mucho tiempo con el aprecio, gratitud y aplauso de la posteridad”. Quiso Martí, para la independencia, una “guerra generosa y breve”. Si resultó cruenta y larga se le debe también a aquellos cubanos que desde su comienzo la combatieron. España tuvo en el diálogo, y en los arreglos de que hablaba el autonomismo, el más poderoso aliado: al fracasar la Guerra Chiquita pudo decirle el general Ramón Blanco que su propaganda y su ayuda “había sido más eficaz que la de veinte batallones reunidos”. Y aún mayor daño le hizo al país que se prolongara la guerra, al darle así justificación a los Estados Unidos para intervenir en ella, y quedarse luego en la república condicionando su vida al capricho de otro imperio. De esa manera sobrevivió en buena parte de la población, la “mentalidad colonial”, como la llamó Martí, que en su momento le abrió paso al hegemonismo soviético en la traición de Fidel Castro. Y no es menos censurable presentar la violencia como algo autóctono y no como herencia de España, segun mostró Enrique José Varona en su estudio sobre El bandolerismo en Cuba, en 1888, donde dijo: “La sicología del pueblo cubano tiene que explicarse acudiendo a la historia del pueblo español. Desde el punto de vista de lo que nos interesa aquí, lo característico en esta historia es el largo predominio de la violencia. Entre las naciones que constituyen verdaderamente la civilización europea, no hay ninguna donde haya durado más...” No sólo España practicó en la isla la violencia desde el descubrimiento, sino que su soberbia la hizo necesaria cuando los cubanos, cansados de sus abusos, quisieron ser libres. Y si el culto de la violencia hizo su parte en el infortunio actual del país, no lo fue menos el extrañamiento de lo propio, el olvido de las virtudes de “los guerilleros y revolucionarios que pululan en el panteón nacional”. Contó Jorge Mañach en una conferencia de la Academia de la Historia en honor de Miguel Figueroa, que poco antes de su muerte, en 1893, en un teatro de Santiago de Cuba, cuando iba a pronunciar un discurso, le tiró desde un palco una admiradora un ramo de flores; le rozó la mano una espina y le salió sangre: mirándola, ya en el estrado, exclamó: “¡Sangre, sangre era ya lo que Cuba necesitaba para lograr su más alto destino!” El público delirante le aplaudió el exabrupto. Montoro y Fernández de Castro se miraron sorprendidos y con molesta sonrisa le dijo uno al otro que Figueroa había dado su último salto, “el salto mortal”. España y buena parte del autonomismo hicieron necesaria la sangre que en profecía advirtió Figueroa le iba a costar a Cuba “lograr su más alto destino”. Y quedó sembrada en la república. |
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