Ha muerto Félix Lizaso. Extraña forma de amar a Cuba aquélla que no siente la gloria de los mejores cubanos y vence la tristeza cuando nos abandonan para siempre. Poco sabe de Cuba quien ignora la obra de Lizaso. No fue hombre de resplandor breve, de los que arrancan chispa a la ocasión y brillan fugaces con el capricho de la fortuna, ni escritor que sembró jardín improvisado, de los que cultivan flor para una sola primavera. Ni escritor de ruido y ambicioso fue Félix Lizaso, porque el milagro de su amor a Cuba le hizo buril la pluma para que grabara en la memoria del mundo, con paciencia de lo eterno, la gloria de José Martí. Ha muerto nuestro mejor martiano. Muchos han seguido la huella admirable del “místico del deber”, pero ante ellos, dando al culto su sentido integral, no pecamos con la pasión o el cariño asignándole el puesto de honor que se merece. De Lizaso dijo el ilustre filósofo argentino Francisco Romero: “Su encuentro con la sombra de Martí es como el hallazgo de su propio destino”. Y no hay frase más acertada para saber de él todo, ni hace falta otra amplitud para descubrir su vida, porque de otra fuente no le nació el culto a la honradez, ni la fuerza a su palabra, ni el cubanísimo fervor para la patria que del rico manantial de nuestro Apóstol. “El hombre real”, decía Lizaso, “el hombre que importa, es el que se quiere ser, el que se debe ser o el que tiene que llegar a ser. Es decir, lo ideal señoreando lo real”, y así fue su vocación de hombre, que hizo guía al ideario de Martí, y ley y razón a sus actos todos y esperanzas. Martiano, sí, martiano de espíritu que no supo detenerse en la exégesis ni se postró en inútil éxtasis ante la figura, sino que arrancó a la doctrina su secreto para que le rigiera el vivir. No quedó en abstracciones el juicio de Martí al medir las tiranías. De ellas nos dio toda su repugnante dimensión, fueran las “del acomodo que acapara” o las “de los pobres que enseñan el puño”, y dijo al huir de una que “con un poco de luz en la frente no se puede vivir donde mandan tiranos”. Y Lizaso se fue al destierro cuando “el pan le supo a villanía”. Dejó su obra magnífica y sólo se trajo su dignidad y su pena. En el destierro, junto al mar de Miami, culpando a las arenas de la playa por sus lágrimas, Lizaso disimuló la enfermedad que se lo impedía, para volver entonces, con urgencia, a su tema precioso. Mientras en Cuba el sacrilegio hacía del hombre que más ha amado la libertad en la tierra, profeta de esclavos, él le repara el ultraje y escribe: No somos nosotros quienes lo han tomado para hacer de él lo que nunca quiso ser. Los que tenemos que hacer es volver a nuestro Martí, el hombre de pureza ejemplar, de amor sin límites a Cuba y a todas las buenas causas... ¡Si viera Martí su patria convertida en el mayor feudo del materialismo, en lo más ajeno al espiritualismo que jamás se haya dado en nuestra América, cómo iba a sufrir su espíritu delicado y tierno que una vez habló de que nuestros campesinos lo que necesitaban era una “campaña de ternura”! ¿Y cómo podría soportar ver su tierra, aquella tierra por la que luchó toda su vida para ver en ella la libertad y todos los bienes que ella apareja, aquella tierra que besó al desembarcar con Máximo Gómez y la mano de valientes, ultrajada por gente extraña a su fe, a su amor, a su espiritualidad? Ésas fueron las últimas palabras que dejó escritas. La biografía de Lizaso ha de contemplar dos épocas: la primera, casi medio siglo de actividad intelectual, de escritor, cuyo centro de gravedad caería en el develamiento de Martí; la segunda estará formada por los últimos cinco años, cuando su obra se le impone y le dicta una conducta de vivencia martiana. Maestro lo fue siempre; con la pluma primero, con el ejemplo después. Bien sabía la fórmula justa: “El apóstol, que lo sea a costa. suya”, y cuando la fe pidió tributo a la acción, Lizaso no distrajo la carga: por el vivir amargo de un deber trocó la graciosa comodidad de su pluma. De los cubanos, desde su destierro, dijo Martí, que “vamos todos partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo, viviendo sin persona en los pueblos ajenos, y con la persona extraña sentada en los sillones del nuestro”. Y así anduvo Lizaso, y vivió sin persona, como el que siente ultraje en su tierra. Lizaso nació en Pipián, un pueblo pequeño en la provincia de La Habana, el 23 de junio de 1891. Cuando terminó sus estudios en el Instituto de la capital, empezó a trabajar en un prestigioso bufete; allí disfrutó de la amistad de Francisco José Castellanos cuya muerte en 1920 privó a Cuba de una de sus mejores promesas. El interés por la literatura de aquel valioso ensayista atrajo a sus tertulias a un ilustre dominicano: Pedro Henríquez Ureña. Por tercera vez visitaba La Habana el que ya era admirado escritor, por sus Ensayos Críticos y sus Horas de estudio, entonces huyendo del ingrato ambiente de México en 1914. En una velada literaria conoció Lizaso al que habría de ser “primado de la cultura americana”, como él lo llamaría al rendirle homenaje póstumo en 1946 desde la Universidad de La Plata. Así se iniciaba otra prueba del magisterio de Pedro Henríquez Ureña, porque la vocación de Lizaso como escritor, en sus difíciles comienzos también contó con la orientación del maestro generoso. Las cartas que recibió entre 1916 y 1924 de su amigo y consejero, explican la deuda que siempre sintió Lizaso por él, y nos muestran las justificadas esperanzas de don Pedro con los primeros trabajos del que habría de ser ejemplar martiano. De aquella correspondencia dijo Lizaso: “Alentado por palabras venidas de pluma de tanta calidad continúe escribiendo y publicando artículos que siempre le mandaba. Ya sus cartas tenían de continuo una referencia a mis trabajos, señalándome pautas y dándome nuevos alientos... Sus consejos me alentaron desde entonces continuamente, y su tesón fue superior a mis propias disposiciones... En sus cartas hallaba siempre la lección de la amistad y del saber”. Por el valor de esas cartas que Lizaso atesoró hasta su muerte, y nos han sido confiadas por gentileza de sus hijos Jorge y Pedro Lizaso, vamos a entregarlas, una vez ordenadas, para su publicación a la Revista Iberoamericana. Por consejo de Pedro Henríquez Ureña, quien había terminado sus estudios en la Universidad de Minnesota, Lizaso aceptó un puesto en la Universidad de Princeton, pero regresó a Cuba en 1920 porque, junto a la nostalgia, sentía necesidad de trabajar por el mejoramiento cultural de su país. En La Habana ingresó en la Comisión de Servicio Civil, y en ella permaneció hasta la revolución de 1933 que derrocó la dictadura de Machado. Mientras tanto se fue perfilando como una de las figuras más importantes de su generación, a la que pertenecieron Jorge Mañach y Francisco Ichaso, compañeros que le precedieron en la muerte y en el destierro. Toda actividad que tendía al mejora-miento político y cultural de Cuba, contó con su concurso: “La protesta de los trece”, en 1923: la primera rebelión juvenil en la República contra los abusos del poder; el “Grupo minorista”: el pequeño cenáculo que quiso crear, entre 1925 y 1927, una conciencia honrada en el país; la peña de escritores en casa de Rubén Martínez Villena, dedicados a la revisión del movimiento poético, donde nace la famosa Antología de la poesía moderna en Cuba (1926), ordenada en colaboración con José Antonio Fernández de Castro; la Revista de Avance (1927-1930), el vocero oficial del vanguardismo criollo; y el “rescate de Martí”, su actividad más hermosa, que emprende con otros nobles cubanos y da cauce definitivo a su actividad de escritor. La consagración de Lizaso en el culto martiano se produjo al publicar los Artículos desconocidos de Martí (1930) y los tres volúmenes del Epistolario (1930-1931). Pero desde años antes había mostrado inclinación por la vida y la obra del “místico del deber”, como llamó a Martí. En alguna oportunidad eludía trabajos de crítica literaria, sobre escritores americanos, para ahondar, con artículos y ensayos, en la vida de Martí. Si los primeros pasos de escritor los da bajo la tutela de Pedro Henríquez Ureña, la cristalización de su martiolatría se realiza bajo la advocación de otro visitante a La Habana, español éste: Fernando de los Ríos. En 1928 el discípulo y sobrino de Francisco Giner dictó un ciclo de conferencias en la institución Hispano-Cubana de Cultura y, tanto impresionaron a Lizaso que le hizo decir a raíz de aquellas charlas: “Todos conocíamos a Martí, y sin embargo, en aquella cálida evocación surgió la amplitud de un alma, la amplitud de un gesto, distendiéndose por todos los contornos, invadiendo la altura y la lejanía; vimos un Martí aún más grande, más alto, envolviendo en sus reflejos los ánimos vacilantes”. Así coinciden, en la biografía de Lizaso, por el influjo de Pedro Henríquez Ureña y de Fernando de los Ríos, el mejor magisterio de América y de España. A partir de 1930 ya estaba listo para seguir la huella de Martí. Más de trescientos títulos formarán su bibliografía martiana: desde libros fundamentales —Pasión de Martí (1938), Martí, místico del deber (1940), Martí y la utopía de América (1942), Martí, espíritu de la guerra justa (1944), Martí, crítico de arte (1953), Proyección humana de Martí (1953), José Martí, recuento de centenario (1953), Martí precursor de la UNESCO (1954)— hasta sus trabajos en publicaciones periódicas de toda la América hispana y en los veinte volúmenes de la revista Archivo de José Marti. Sin lugar a dudas, Lizaso encontró en ese camino el sentido de su vida. Nada en él podrá explicarse fuera de tan noble inspiración: desde cualquiera de sus escritos ocasionales hasta las más importantes decisiones en su vida reflejan la doctrina. Para Lizaso nunca fue muerta la palabra de Martí: “Si nos reconocemos en esa voz y ese ejemplo”, escribió, “como los más altos y puros que puedan llegarnos, hacerlos sangre de nuestro espíritu y norma de nuestra conducta, será el mejor modo, el más directo y acertado rumbo para llegar a nosotros mismos, buscándonos y realizándonos en él”. Pero el tema vital no lo alejó del todo de sus otras preocupaciones: la cultura de América y la de Cuba; sobre ellas dejó su interpretación del criollismo literario y de las actitudes filosóficas de España y América, y valiosos juicios críticos sobre Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Ricardo Güiraldes, junto a sus obras sobre Domingo del Monte, Rafael María Merchán, Enrique José Varona, Rafael María de Mendive, Francisco José Castellanos, Cosme de la Torriente, y su antología Ensayistas contemporáneos (1938) y el Panorama de la cultura cubana (1949). Lizaso vino a los Estados Unidos cuando vio la traición del castrismo. Su salida de Cuba la describe José María Chacón y Calvo, su amigo entrañable: “El día 14 de enero de 1962”, nos decía en una carta, “le dije adiós en el aeropuerto de Rancho Boyeros. No he visto a nadie tan triste como a Félix aquella mañana. Vinieron después sus cartas de la Florida: la misma tristeza. Luego los días de trabajo, de nuevos proyectos, de servicios nuevos a la patria cubana, a la cultura americana...” Muy pocos pudo realizar con la pluma porque se lo impedía la mala salud. Vivió sus últimos cinco años “sin persona”, casi en silencio, sin amargarse en el reproche ni rebajarse en la queja, abrazado al breviario que le aconseja:
“Partido en dos”, como advertía Martí, “sin patria, pero sin amo”, como vivió Martí, murió Félix Lizaso, en Rhode Island, el día 9 de enero. Escritor, deja en el vacío de su muerte, en un milagro del silencio que se hace verbo, también un llamado a los hombres libres de América. |
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