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LAS “HORAS FURTIVAS” DE GUSTAVO GODOY

Hay muchos que escriben versos y los dan reunidos en libros, y hasta la crítica sabichosa los aclama en el embeleco de la sombra, y se pasean inflados como si llevaran al hombro el mundo —o el mundo a ellos, sobre sus hombros— y se llaman poetas. No lo son siempre. No basta el diálogo con el misterio de la rima justa y la medida graciosa —o en estos tiempos en que la norma poética es no tenerla—, la metáfora o el decir insólitos, o el alarde de angustia y soledad en medio de un tiempo con alas de mariposa.

Poeta es creador. Creador no es el que ordena a regla o capricho la palabra, sino el que en oficio de artista añade un rayo de luz al universo. Un espejo no es poeta: ni el que devuelve fiel la imagen ni el que la disloca. El arte no es un reflejo. A nadie deben sus ardores el sol y la vida, y a todos los regalan: crean, eso es hacer poesía. Una niña acaricia la frente de sus muñecas y juega a ser madre; el artista maneja su forma y juega a ser Dios: siembran un grano de sal en el mundo y queda grávida la tierra milagrera; como en una Obra de Misericordia: “Dar posada al peregrino”: al lector, refugio y esperanza. ¡Bienaventurados los poetas, que ellos tendrán en el cielo los asientos mejores! Diocesitos de la tierra son, y van remendando con mimos y requiebros los errores de la naturaleza.

Gustavo Godoy es poeta. Pero más parece producto de sus versos que su autor, como si las silvas y sonetos de sus libros lo hubieran inventado a él. ¡Cuánta poesía en ese sortilegio en el que el verso hace al hombre! ¿Y por qué no ha de ser posible que lo real sea el arte, y el artista el opus, el objeto engendrado? Le tiemblan las carnes al Moisés, salta del soclo, amasa un puñado de fango y surge Miguel Ángel anciano y perseguido por la curia de Roma. ¡Ah, pero las obras del arte no podrían competir con las obras de arte! Sólo al hombre le es dado eternizar su creación; él no, él es hijo del instante en que cruza la escena.

Gustavo Godoy es poesía. Pero más parece el arquitecto que encarama columnas y adornos para hacerle casa a la virtud. Dicen las líneas que presiden el libro: “No se puede ser enteramente feliz si no se es enteramente bueno”; y él se hace misionero del bien: le disimula las arrugas a la vida y siembra azucenas en el estercolero.

El mundo del poeta es hermoso, y en esto radica la magia de su arte: en un acto de piedad sorprende las esencias de su huerto purísimo y se le hacen versos en las manos. Así en las páginas de este libro, contempla el autor a su perro y le dice:

 En tu lenguaje mudo me brindan tus pupilas,
Tu mirada, ese suave suspiro del amor;
Mas hay algo en el fondo de sus aguas tranquilas
Que turba nuestro espíritu, un lejano rubor...

A una institución bancaria, mármol y tráfico de avaricias, le pide este apóstol de los imposibles:

 Den sus nobles ideales
A nuestros campos, vida, savia, ejemplo.
Canten su gloria los cañaverales,
Y sea esta casa siempre como un templo...

¡Hermano perro! ¡Hermana piedra!, como el monje seráfico. ¿Y qué no le dirá esta divina locura a la mujer amada, al amigo, a los recuerdos entrañables? Se le hace la pluma río de flores al Quijote jardinero, la enristra y va no a “enderezar entuertos”, que él no conoce agravios, sino a descubrir y defender la bondad del mundo; ni encuentra gigantes en sus salidas: ve manos sembradoras en las rugientes aspas de los molinos. Es que lleva de criado a un Sancho que no razona, ni va a cada paso descubriéndole el asco al viaje, ni hace burla del delirio: sobre un asno de plata cabalga a su lado la poesía. Y en esa simbiosis temerarias junta el verso de once y el verso de seis, el Amor y el Dolor, y revela el enigma:

 Hoy como ayer, que siempre el alma mía
Será tuya, Amor.
Eres de Dios esencia, poesía,
Amor...¡Oh Dolor!

Ya no son “furtivas” las “horas” del poeta. El hambre de belleza metió los dedos en la intimidad de este espíritu humilde, gustó su miel y se imprimieron los versos. En la “Carta Prólogo” que poco antes de su muerte escribió para este libro Juan Fonseca, le dijo con palabra justa y hermosa:

 Ya sé, mi querido Gustavo Godoy, donde ha hallado, por fin y por fortuna, seguro y permanente refugio la Ternura: en el nobilísimo corazón de usted... Avergonzada, sobrecogida y fieramente atropellada en un mundo delirante de odios, persecuciones, guerras y fragosas discordias, no ha podido escoger abrigo más adecuado ni protección más cierta que en el pecho de quien parece nacido para conservar y acrisolar en esta tierra los más puros, finos y delicados dones del alna.

La Ternura, sí, podríamos objetarle al antiguo Secretario de la Academia Cubana de la Lengua, pero no el ave peregrina que busca descanso para el susto, y techo amable en la tormenta de los hombres; la Ternura que él inventa, la que él “crea” en ese prodigio del verdadero poeta que nos trae algo nuevo y permanente en las alforjas de sus sueños; esa Ternura hacedora y hacimiento que ya luego nos deleita con el enredo apacible de agente y acto, de artífice y creación.