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LA REVOLUCIÓN AL DESNUDO

Acaba de publicarse en Barcelona un libro extraordinario que se ha de comentar y discutir por algún tiempo. Ha sido un acierto de Carlos Franqui, su autor, el título de Retrato de familia con Fidel. La palabra “retrato” puede entenderse aquí como dibujo de un sujeto, o como el género literario que presenta a una figura o a una época (así el Retrato de la Lozana Andaluza, de Francisco Delicado, en el siglo XVI; o los de nuestro Enrique Piñeyro, en sus Bosquejos, Retratos y Recuerdos, publicados en París, en 1911); o, por su etimología latina (re-tracto), como dictamen nuevo, o retractación, que también hay en este escrito un cambio de aprecio sobre el acontecer revolucionario y, en algunos momentos, revocación de juicios. Y “de familia con Fidel”, por la intimidad que se recoge con la figura: el círculo inmediato de colaboradores y los sucesos del saber domésticos que, por favor del príncipe, sólo conoce el privado.

Por la misma razón que a algunas de nuestras crónicas del XVI, podría llamarse a ésta de Carlos Franqui, “la verdadera historia” de la revolución cubana, por lo que tuvo en ella de parte y testigo el cronista. Se distingue así de otros que han tratado el mismo tema pero manejando materiales de segunda mano y sin su excepcional proximidad a los hechos.

Poco después del triunfo de la revolución, el editor italiano Feltrinelli convenció a Castro de que escribiera su autobiografía. Fidel le confió a su amigo Carlos Franqui, director del periódico oficial del gobierno y el más influyente animador de la cultura, la realización del proyecto facilitándole cuanta imformación pudiera serle útil. El caudal de documentos acumulados permitió a Franqui publicar en 1966 Cuba: el libro de los doce y, ya exiliado en Italia, diez años más tarde, el Diario de la revolución cubana, ambos de mayor interés, ricos en datos y traducidos a varios idiomas.

Fidel Castro nunca le perdonó al antiguo camarada y confidente su deserción, y ahora, con el Retrato que le hace Franqui, deben aumentar su enemistad y su ira, por los secretos que descubre. Aún antes de haber salido de la imprenta, cuando se supo algo de su contenido, los periódicos de todo el mundo dieron a grandes titulares una de sus revelaciones: durante la crisis del Caribe, en 1962, el avión U-2 que volaba sobre Cuba fue derribado por un cohete que personalmente disparó Fidel. Ya Castro había aceptado la responsabilidad de Cuba en aquel acto que por poco produce la guerra atómica, pero su declaración siempre se tomó como alarde para probar su independencia de Moscú. Este libro explica el secreto: preocupado Castro por la amenaza de una invasión resolvió provocar a los Estados Unidos; cuenta Franqui: “El tono de la crisis fue subiendo. La tensión mucha. Unos pensaban que era el fin de Cuba. Otros más apocalípticos, que una guerra mundial... A Fidel la mucha espera no le gustaba. Y a su manera decidió probar la fortuna... ‘Ahora voy a saber si invaden o no invaden. Y si esto va en serio o en broma’“. Y sin decirle a nadie sus planes se fue a la base rusa en Pinar del Río y, aprovechando un descuido de los militares soviéticos a cargo de los cohetes, “Fidel puso el dedo y paf; ante el asombro de los rusos, el cohete disparado en un instante tocó el U-2”.

Otra revelación sensacional, una que ha de reducir la imagen del revolucionario y su crédito en el Tercer Mundo, se refiere al acuerdo cubano-soviético para establecer bases militares en la isla. ¿Con qué moral podrá ahora Fidel quejarse de Guantánamo? Franqui comenta irónico: “Cuba no tiene acceso ni algún derecho sobre éstas ¿cómo llamarlas? ¿bases hermanas? Todo ruso: la excavación de la tierra, la instalación, el transporte”. Y a la tremenda denuncia sigue el reto: “Lo más formidable e irónico de esta historia es que el protocolo oficial firmado —y yo desafío a Fidel Castro a que lo desmienta publicándolo...— establece que el territorio cubano de la instalación de los cohetes es territorio ruso”.

Franqui ofrece un logrado perfil de Fidel, su sicología, como Sarmiento del gaucho y de Rosas: de nuevo el machismo: “El arma es la escultura del macho. Su estética. Su juguete. Nada fascina tanto a Fidel como una pistola. Fidel nació guerrero y morirá guerrero. Su tragedia es no tener un gran país para hacer una gran guerra. Su peligro, que un país pequeño desaparece si se mete en las guerras de los grandes.” Y más adelante, otros rasgos del carácter:

 Este hombre ha impuesto a millones de personas los castigos sufridos por él en la escuela jesuita. Censura. Separación sexual. Disciplina. Control de pensamiento. Obediencia. Espartanismo. Odio a la cultura. A la libertad. Su narcisismo no soporta el genio literario o científico. Prohibe la cultura porque piensa que es subversiva. Prohibido pensar, saber. La fiesta, la rumba son subversivas. El placer. El erotismo, la sensualidad, el amor, subversivos. Suprimidos. Obedecer, trabajar. Estas son sus leyes y las impone a todos

Se le va a preguntar a Carlos Franqui cómo pudo resistir el crimen, por qué esperó hasta 1968 para salir de Cuba, dónde terminaba el testigo para empezar el cómplice. Él sabe el riesgo de sus confesiones. Ése puede ser el menor. Cumple un deber exponiéndose a parecer culpable. En una ocasión habla de su elogio desmedido de Castro y declara con humildad: “Asumo la mierda que me toca. No me justifico”. Y cuando Fidel le explica la conveniencia de torturar a los presos del Escambray, confiesa que se quedó “con la conciencia a mitad limpia y a mitad sucia, y el estómago revuelto”.

Carlos Franqui se enamoró de la revolución como un adolescente de la mujer esperada, pero no lo conquistó del todo el poder. Por eso, a diferencia de los que aceptaron el programa entero a cambio del señorío, en él cabe admirar, aunque moroso, el renunciamiento. Lo confundió la esperanza. El creía que la tempestad se iba a detener. Por todo el libro está disperso su razonamiento: en cuanto triunfa la revolución y choca con el mando, se propone “estar dentro y fuera”, y luego, tomar distancia y “resistir, luchar pasivamente, esperar”. Y al final de la aventura, en las últimas páginas, otra vez, “quería no estar y estar”.

En estos tiempos de rebeldía contra viejas injusticias y egoísmos, Retrato de familia con Fidel se convierte en un documento inapreciable. Puede ayudar a entender los peligros inherentes en todo proceso revolucionario, y quizás evitarlos. El error está en postergar el no, en transigir con el delito, en ignorar que de tanto someter los medios al fin se crea una escarpa por la que el fin mismo se despeña.

Carlos Franqui quiso hacer, dentro de la revolución, la de la cultura. Abrió a Cuba las puertas del mundo: fue a buscar a Picasso, Breton, Le Corbusier, Sartre, Miró, Neruda, Goytisolo, y creó el escenario para los artistas y escritores del país: “Era parte de un proyecto martiano”, dice, “ser cultos para ser libres”. Hay que acreditarle a Franqui muchos de los logros artísticos de los primeros años del gobierno de Castro, pero puede reprochársele que, con ellos muchos crímenes se escondieron del mundo. Sí, el apotegma de Martí, pero en el contexto de toda la doctrina, con la libertad amplia en que florece la cultura: ser libres para ser cultos.

No supo a tiempo Franqui que él mismo iba hiriendo su propio sueño. Cuenta su participación en el cierre del Diario de la Marina: “Le tenía ojeriza”, confiesa (¡quién no, con su carga secular de causas ruines!), y fue a cerrarlo “como una venganza histórica,” y luego al entierro. No sabía de quién era en verdad el cadáver; también era el de su periódico Revolución; el de Lunes, su suplemento literario, el de la cultura misma que él quería . No será fácil disculpar a Franqui que aún defienda aquel error: “Reconozco que volvería a enterrar a los dos: Franco y La Marina”. Se empieza ahogando la opinión que creemos enferma y se termina enfermándola toda. La libertad de expresión, como toda otra libertad, exige a veces proteger hasta al que contra ella conspira. ¿Por qué no supo Franqui razonar con la cultura, en la vida y en el libro, como lo hizo con la tortura y los fusilamientos? Su lógica ahí era correcta: cuando protestó por los castigos físicos que sufrían los presos advirtió al responsable de aquellos abusos, recordando los de Batista: “Así se empieza”. Y escribe sobre los fusilamientos :

 Pensaba entonces que, por economía de sangre, había que fusilar a los asesinos y terminar con el crimen. Y así pensaba todo el mundo. Hoy no pienso así, y asumo mi responsabilidad de entonces. No por compasión. Ni por que piense que los criminales de guerra de Batista o de cualquier otro lugar fueran inocentes, ni que merecieran vivir. No. El problema no es el fusilamiento. El problema es el fusilador. Cuando se dispara en frío a un ser humano indefenso —criminal o no— se aprende a matar. Y esa máquina represiva nadie la para más. Necesita una materia prima. Un combustible. Y cuando no lo tiene lo inventa.

En un momento se pregunta Franqui: “¿Era Fidel Comunista? ¿Se volvió comunista?” Después de analizar su actuación en la Sierra y sus protestas de fe democrática en los primeros momentos del gobierno, desde su “humanismo” guerrillero hasta “la metamorfosis” que convierte en un caudillo intolerante e implacable, Franqui parece concluir que Castro tenía un plan que fue desarrollado a medida que se lo permitieron las circunstancias, maniobrando y mintiendo cuando era necesario. De ser así seguía la recomendación de Lenin, de usar todas las estratagemas, la astucia, los métodos ilegales y la mentira para lograr el fin propuesto. Y la frialdad ante los excesos de la revolución, que con sorpresa descubre Franqui en Fidel, ¿no es la misma que hace un siglo recomendaba el terrorista ruso Sergei Nechaev, quien formuló un programa donde los medios se justifican por el fin? Para el triunfo de la lucha, dijo en su Catecismo del Revolucionario, hacía falta que cuantos en ella participaran se deshicieran de todos los prejuicios, convenciones y afectos; y tener como moral cuanto sirviera para el éxito, y castigar como crimen cuanto se opusiera a él.

Del libro de Carlos Franqui se puede decir lo que Marx dijo de Víctor Hugo en su juicio sobre Napoleón, que al asignarle toda la responsabilidad del golpe de Estado, sin señalar las circunstancias que lo permitieron, le daba una dimensión que no le correspondía al mediocre y grotesco personaje. Fidel Castro no es el humanista forzado hacia Moscú por la torpeza de Washington, como opinan muchas mentes liberales, ni es el comunista disfrazado que confesó su ideología al sentirse firme en el poder. Fidel llega a Stalin por la misma fuerza que Franqui sabe que empuja a un gobierno desde una caída venial hasta la represión incontrolada, la misma, que él no acierta a descubrir, que lleva del silenciar a un infeliz a la total censura. Es ésa la gran lección de este libro, porque enseña que no se puede poner ciega la fe en una promesa, que hay que verla andar, y cortarle diligente la uña donde debió ir el ala.

“Todo hombre es la semilla de un déspota”, advirtió Martí. La transformación de Fidel Castro no se debe solamente al poder, que ya sabemos corrompe. El tirano que en él dormía se lo sacaron la impunidad conque actuaba y el vacío moral del pueblo que lo aplaudía. Fidel Castro es así más efecto que causa. Porque Cuba andaba como Franqui en su libro, “con el estómago revuelto, y la conciencia a mitad limpia y a mitad sucia”, se toleró el abuso del poder y medró la demagogia. El pueblo que a su capricho gritó en la plaza “¡Paredón!”, el que aceptó sumiso la pregunta de “¿Elecciones para qué?, el qué participó en el entierro del Diario de la Marina, era el mismo que había visto indiferente la usurpación del 10 de marzo, la venalidad de anteriores gobiernos, la miseria de los campesinos y de los barrios de indigentes; fue el mismo pueblo que sancionaba con su silencio la discriminación de los negros, el despilfarro de las riquezas del país, la corrupción de las instituciones públicas, el rebajamiento de la soberanía. Una “conciencia a mitad limpia y a mitad sucia” no es conciencia ni es nada, y en ese desierto nació natural el crimen. La sangre ya estaba hecha, Fidel se lavó en ella las manos y, con su innegable capacidad para el mal, como si fueran los monstruos de Urano en la Teogonía de Hesiodo, le dio tamaño de gigante.

Al igual que en la obra de Velázquez, donde el propio pintor es parte de su cuadro, Carlos Franqui también se nos aparece en el Retrato que ha hecho. No porque diga mucho de su persona, sino por lo que de sus actos y reflexiones podemos colegir. Un pedazo desnudo de la revolución, con sus esperanzas, sus luchas, y sus yerros y sus llagas. Hay mucho más de mérito en las 536 páginas de este libro: teorías sobre la riqueza del país, meditaciones sobre lo cubano, doctrina revolucionaria, advertencias, pronósticos; abundante intrahistoria, como llamaba Unamuno al revés de los sucesos, y relación de éstos con perspectiva única, empezando en el primer día de gobierno revolucionario hasta principios de 1964, cuando Cuba firma con Rusia el acuerdo azucarero. Aún le queda mucho que contar, para otra obra formidable, por su conocimiento y participación en lo que sucedió después.

Con este libro directo y sincero Carlos Franqui se expone a una pedrea: ahora que tanto gusta la quiebra de tejados no faltará quien quiera romperle el suyo: cristales tiene para el ocio canijo; debieran guardarse todas las piedras para el sujeto del libro. Otros le criticarán el estilo aforístico, un poco de Gómez de la Serna y un poco de Vargas Vila; la prosa como con agujeros, rebelde a las estructuras normales y a la sintaxis, adornada de coloquialismos criollos. Pero lo que en detalle parece discurso fragmentario, logra en el conjunto su propósito y transmite con eficacia el mensaje. No son pinceladas en un lienzo. Es friso tallado en piedra a mordidas de cincel: mural de golpes, la revolución desnuda.