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UN LIBRO DE AMOR Y DE IRA

“Quien dice patria segura, que la conquiste. Quien no la conquiste, viva a látigo y destierro, oteado como las fieras, echado de un país a otro”. Así habló Martí a las emigraciones de su tiempo, y “a látigo y destierro” ha vivido entre nosotros el que quiso patria y no la supo conquistar; “oteado como las fieras”.

Con el título de Furias e Improperios acaba de publicarse por la Editorial San Juan, de Puerto Rico, una colección de escritos de Agustín Tamargo, resumen de su labor en el periodismo durante los últimos diez años, en Nueva York y Caracas. Es un breviario de la indignación y la amargura del desterrado que no renuncia su amor a Cuba, y que abraza su calvario con orgullo. La muerte puede rendir un afecto, pero al pecho justo nadie le ha de quitar fidelidad a la pena, que es una forma de presencia del bien mudado. “No se tome este libro por un libro”, dice su autor en el Prefacio, “tómesele por un testimonio. El testimonio que da un hombre errante de los atropellos, la nostalgia y las cóleras porque han pasado millares de hombres errantes como él”. Son páginas de noble ferocidad, de la angustia del amante a quien roban el objeto de su ternura, del bochorno de un justo que se prohíbe la calma: “Yo soy un hombre que cada mañana se levanta con la misma vergüenza: la de no tener patria”.

“Lo que escribe el dolor es lo único que queda grabado en la memoria de los hombres”, dijo Martí, sobre el oficio de Tamargo. De esta manera le sobran méritos a esos trabajos para que no se pierdan entre los de otros cubanos, que morirán por el ahogo de la insinceridad, la indiferencia o la literatura . ¿Cómo buscarle, de culpa, el exceso, al libro que nace de él, del grito y del desgarramiento? Confiesa en un minuto de intimidad: “En el fondo de mi alma hay una pequeña herida que no me deja vivir. Esa herida no es sino ésta: saber que no hay más que un desterrado, un hombre que perdió su Patria. Algo así como el hueco que queda cuando se arranca un árbol. La sombra de una persona”. No sabrá gustar de este libro quien no conozca de impaciencia, ni ha de entenderlo el que sabe trocar, a golpes de egoísmo, el sagrado desvelo en olvido y vanidad. Que no lea esta páginas quien no se haya sentido, al menos una vez, a fuerza de pasión o de pena, “hueco” o “sombra”.

La aflicción llega aquí a extremos de agonía, cuando el escritor, por un milagro del arte y de la piedad, se constituye en agente de todos los oprobios, suma de todas cóleras: “Yo no soy yo”, advierte con feliz paradoja, “yo soy el cubano de la esquina. El que estaba tomándose una Hatuey y se la arrebató un miliciano. El que mandaba a la mujer a la iglesia y le clausuraron la iglesia. El que enviaba a sus hijos a Baldor y le cerraron Baldor. El que no dormía ni comía por levantar una tienda. Yo soy el cubano común”.

Andaba Martí por Centroamérica cuando escribió recordando a su patria: “Dije yo, de mi Cuba, que tierra ninguna como ella tuvo leguas de flores y leguas de frutas”. Así la ve el dulce extravío de Tamargo, con todas las galas de su naturaleza, y explica la rebeldía y la nostalgia: se pregunta, “¿Cómo olvidar aquellas palmas? ¿Cómo olvidar aquellos riachuelos corriendo entre los bohíos? ¿Cómo cambiar aquel cielo azul, aquel campo esmeralda, aquellas aguas cristalinas, por el humo y la niebla? ¿Cómo pasar sin el calor? ¿Cómo trocar por nada las piñas, las guanábanas, las guayabas y los anones? ¿Cómo sustituir, dentro de las retinas, la imagen esplendorosa del océano de verdor de los cañaverales?” No, el accidente de lo telúrico no se puede olvidar: en esa exterioridad hay un pedazo de nuestro ser cubano, como hay otro entre cárceles y suplicios, bajo el mismo cielo. “Leguas de flores y leguas de frutas,” leguas de mártires. Tampoco los olvida Tamargo, y tiene una palabra de luz para todo el que ha sufrido por Cuba. Pero advierte: “Como el recuerdo es el más grande forjador de ilusiones,” la emigración se “ha creado un país de sueños, dulce y encantador”. Cierto, con esta exageración y aquella ternura el cubano se ha formado un enredo de gana y manjar, de vigilia y letargo del que sale invicta la caprichosa querencia.

Hay quienes culpan al sueño el pecado de la República: los emigrados del 95 y nuestros poetas falsearon la posibilidad de la nación. Yo creo lo contrario: la promesa de Cuba encalla en el pragmatismo que aceptó la enmienda Platt: pueblo de riquísima estirpe de visionarios y poetas, dejamos de ser cuando cesamos de soñar. Lo más tangible y auténtico de nuestra realidad es precisamente ese sueño que nos origina y explica: él es meta y camino de redención.

“¿Del tirano? Del tirano/ Di todo, ¡Di más! y clava/ Con furia de mano esclava/ Sobre su oprobio al tirano,” piden los Versos Sencillos de Martí. Con esa “furia” habla Tamargo. “Cuando un hombre ha perdido su Patria tiene derecho a usar todos los improperios”. Podría hacerse un catálogo de insultos con los de este libro: los castristas son unas “ratas enemigas de la libertad”, unos “canallas”; Guevara, un “individuo siniestro”, un “atorrante”; Raúl Castro, una “serpiente cascabel, un asesino” ; su hermano, “Fidel Weyler”, es un “bribón, cínico, miserable y farsante”, un “monstruo”, “tirano trajiverde y barbisucio”, un gangster... un absolutista español injertado en Cuba”.

Hay una moral en la injuria; está a la altura de quien esgrime el azote. También en ella hay una calidad de arte. El insulto es el signo ortográfico de la pasión; en sí mismo, sin el apoyo de un programa, muere en el impulso que lo origina —por eso en escritos de otros más parecen campo de derrota que ejército; éstos no, éstos son lluvia de fuego. Se puede trascender con recurso tan común: esos Quijotes cabalgan en el grito y, aun con el tema de un día, se entronizan entre caballeros de fama. Es ése mérito mayor: llevar a la palabra eterna los ardores de un minuto. Lo logró Heredia con denuncias de la monarquía de España, y pudo decir “A Emilia”:

 Me adormiré. La universal ternura
Excitaré dichoso, y enlazada
Mi liga de dolores con mi espada,
Coronarán mi noble sepultura.

Y así nos llega, con esa “liga de dolor y espada”, como la que esgrimió, contra Rosas, José Mármol, el poeta argentino. En el Ecuador, Juan Montalvo llamó a un tirano “déspota miserable”; a otro, “ladrón, traidor y asesino”; y cuando un estudiante enardecido hizo con el puñal justicia en el primero, dijo el escritor con orgullo, “Mi pluma lo mató”. González Prada, en el Perú; Vasconcelos, en México; Blanco Fombona, en Venezuela; De Diego en Puerto Rico. Hacen legión los escritores de la América nuestra que supieron convertir en arte el insulto; otros lo manejaban para explicar el crimen, o medrar con él, pero ya ése es oficio de hetairas.

“Libro de amor y de ira”, se ha de llamar el de Tamargo. De un mismo venero sale la ponzoña y la miel. Por un lado una página tigre: “Mata, Fidel”, y por otro una página paloma: “Comprendo, hermano”: las dos vertientes en el pecho herido. Y en ese juego de exageración, de sinceridad y de pureza, nace la profecía: véase este párrafo de 1961: “Ni Estados Unidos va a hacer nada, ni América Latina va a hacer nada, ni a los desterrados nos espera otra cosa, como no despertemos, que los treinta años de exilio de los republicanos españoles.