“Las letras sólo pueden ser enlutadas José Martí Con el título de “Cuba, hoy”, la revista Ínsula, en sus números 260 y 261 (Madrid, julio-agosto de 1968), recoge varios trabajos para elogiar la actividad literaria bajo la tiranía del castrismo. “Con este número dedicado a la literatura cubana actual”, dicen los editores, “cumplimos nuestro viejo proyecto de iniciar una serie de números especiales consagrados a las literaturas de Hispanoamérica. Con ello queremos hacer un acto de justicia...” Y siguen para explicar la generosa intención de “difundir la cultura” de nuestros países, hasta agradecer a la Casa de las Américas, de La Habana, “su valiosa y eficaz ayuda”, aclarando enseguida, desde luego, para evitar malos pensamientos, que aquélla se redujo a “sugerencias, colaboraciones y material gráfico”. Este número quiere demostrar la vieja teoría de reaccionarios españoles, tan parecidos a algunos izquierdistas de hoy, de que los cubanos escriben más y mejor cuando están sometidos a un déspota, como sucedió, en el siglo XIX, en tiempos de los capitanes generales que España envió a Cuba: Vives, Tacón, Lersundi, Weyler, cuando huyeron al destierro, fueron perseguidos, encarcelados o fusilados tantos de nuestros mejores poetas: Heredia, Plácido, Zenea, Mendive, y todos los formadores de la conciencia cubana: Varela, Saco, Luz y Caballero, Varona... Martí. Y es así porque en esta revista Ínsula se destacan dos extremos: primero, que el cubano es ajeno al infortunio de su patria, tanto que no puede verse el más leve asomo de rebeldía entre los escritores; y segundo, que la producción literaria de Cuba merece atención principal entre la de Hispanoamérica, no sólo por su calidad intrínseca, sino por el impulso y entusiasmo que sobre ella obra la tiranía y la más estricta cenura. Claro, Ínsula no se da por enterada de los escritores arrojados al destierro, como quiso el franquismo de los primeros tiempos ignorar a los intelectuales desterrados de España, y nada dice del destino de Jorge Mañach, Félix Lizaso, Gastón Baquero, Juan J. Remos, Lino Novás Calvo, Luis Baralt, Lidia Cabrera, Francisco Ichaso, Carlos Montenegro, y los más jóvenes, Guillermo Cabrera Infante, Ana Rosa Núñez, Rita Geada, Isel Rivero, Jorge García Gómez, José Antonio Arcocha, y tantos otros cubanos que huyeron del castrismo, sin duda mejores escritores y poetas que muchos de los citados por la publicación española. (¿Habrá olvidado Ínsula su noble empeño de rescatar, cuando fue oportuno, la “España peregrina”? ) Ni habla, porque esa información no puede salir de la Casa de las Américas, de los poetas de la clandestinidad, ni del silencio obligado que allá somete a muchos escritores, ni de los castigos para los disidentes. Es indiscutible que el gobierno de Cuba tiene bien organizada la propaganda cultural en la isla, y da la impresión de un desvelo desinteresado por toda actividad artística. Saben bien los que dirigen estos menesteres que muchos intelectuales por el mundo caen en la trampa, y no ven lo que mal se esconde detrás de la falaz preocupación por las cosas del espíritu. Y lo prueba la revista Ínsula, donde el ingenuo pasatiempo de reseñar la literatura de Cuba se convierte en una apología del castrismo, todo por obra y gracia de la deficiente información y la mala intención de algunos de sus colaboradores. Allí se habla del “ritmo febril de un trabajo gozoso, entusiasta e incesante”, de los escritores cubanos; de la “simpatía y adhesión” que merece el régimen porque con él “la América española volvía a levantar la bandera de su independencia contra las fuerzas que habían viciado en su origen los movimientos de ‘emancipación’“, y porque es “una empresa de ambición continental, digna, por tanto de los descendientes de los conquistadores” (¿todavía deliquios imperialistas?); de cómo Martí inspira la politica gubernamental” de Castro; de toda admiración por “la pequeña isla que osaba a noventa millas del gran imperio, levantar la bandera del antiimperialismo”, e iniciaba “la construcción de una sociedad socialista”; o para negar “cuanto puedan suponer los maldicientes de turno”, porque en Cuba se escribe “libremente, sin dictados de tipo político ni coacciones de la censura previa”. Es decir, que como estos críticos son simpatizantes del gobierno castrista, aprovechan la oportunidad para presentar, a la sombra de una información sobre las letras cubanas, con afeites y retoques, sólo una cara de la realidad. Dentro de los límites de esta nota no cabe el comentario de cada uno de los trabajos que interesan. Además, con una sola respuesta, al final, quedarán enjuiciados en conjunto. Habrá que pasar sin detenerse en detalles sobre la infame prosa del señor Federico Álvarez, quien, al hablar de la poesía, nos regala galanos epítetos, como “hechos definitorios”, “colaboración discipular”, “antología excesiva”, “militancia revolucionaria acezante”, “preocupación testimonial”, etc., además de una profusión de subjuntivos bíblicos (en el breve segundo párrafo interroga elocuente sobre Guillén, “a quien Unamuno llamara”; sobre Mariano Brull, quien “en Madrid viviera”; sobre Ballagas, “que después de Júbilo y Fuga publicara”; sobre Florit, “cuyo Doble acento prologara... Juan Ramón”) y larguísimos adverbios que reflejan la devoción adulona al tratar el tema. Ni habrá espacio para enjuiciar el trabajo del señor Quinto, quien podrá serlo en todo menos en elogios al castrismo, donde se habla del arte dramático cubano y de la “exultante juventud de quienes están construyendo un mundo, técnica, económica y culturalmente distinto”, y protesta “por el injusto bloqueo de que es víctima [Cuba] y por la hostilidad y agresión del imperialismo yanqui”, mientras mantiene la esperanza de que en Cuba se lleguen a “extinguir toda una serie de creencias de carácter religioso, lo mismo entre la población negra que entre la blanca, que en ningún momento se han visto estorbadas ni perseguidas”. (Las “creencias” no se persiguen, se persigue a los creyentes. Podía el señor Quinto informarse mejor que con el viaje a La Habana, que explica en parte su trabajo, sobre la supuesta tolerancia religiosa, con cientos de monjas y curas católicos expulsados de Cuba, o con ministros y representantes de otras religiones que sufrieron igual suerte). Ni se podrán comentar las opiniones del señor Aquilino Duque, quien en el paroxismo de su admiración por “las armas y las letras de Cuba”, propone algo así como un “nuevo meridiano intelectual”, que no pasaría por Madrid (como quisieron algunos pedantes hace años) ni por México o Buenos Aires, sino por La Habana: sería así “la capitalidad espiritual del mundo hispánico”; y que cita al Che como “el difunto Guevara”, “el pobre Guevara”, y “autoridad”, para afirmar que “los obreros cubanos han respondido con entusiasmo a esta exhortación [‘del difunto Che Guevara’] a la abstinencia”. Fácil le sería a este señor averiguar sobre el “entusiasmo” de los obreros cubanos si consultara con media docena de los cientos de miles de campesinos y pescadores humildes, y otros miembros de la familia proletaria del país, que están en el exilio; o de los que escapan de Cuba todos los días, a riesgo de sus vidas, en pequeñas embarcaciones; o de los otros cientos de miles que han solicitado permiso para emigrar, a sabiendas de las privaciones y horrible agonía que sufrirán, a veces por años, hasta que acaso se les permita expatriarse; o para que no se moleste tanto, puede ir al aeropuerto de Barajas, que allí también llegan obreros cubanos que le han de hablar de su “entusiasmo” por las palabras del “difunto Guevara”. Y tiene la osadía este colaborador de Ínsula de censurar a Martí, con disimulo de disculpa, “en su hora boba” —Martí no la tuvo jamás— porque cuando fue oportuno aplaudió la obra del canal de Panamá. Es que a Martí no le roía la envidia por los Estados Unidos ni odiaba a Francia. Pero dejemos al señor Duque entreteniendo la esperanza de que también España participe, “sin saber muy bien cómo, en la confusa epopeya lanzada por nuestros hermanos de Ultramar”, es decir, en el marxismo-leninismo de Castro. Ni para comentar el trabajo más disparatado de todos habrá lugar, el que trata de José Martí y “el actual pensamiento cubano”. Pero queden ahora algunos apuntes. Observa su autor, el señor José Luis Abellán, que es curioso “que el pensador de mayor influencia en Cuba [Martí], y uno de los dos o tres grandes de todo el continente, no suela aparecer en las exposiciones o historias de la filosofía cubana”, y cita la obra de Medardo Vitier y la de Humberto Piñera. No deja de ser original el descubrimiento de este olvido entre los historiadores de la filosofía, pero lo que pasa es que Martí no es filosofo, en el sentido que deben serlo las figuras de una historia de la filosofía. Toda meditación sobre el sentido la vida, y toda postura intelectual que contempla o trata de interpretar la realidad, es materia filosófica, pero la filosofía, en cuanto al historiar su desarrollo, debe entenderse como explicación más o menos organizada y razonada de toda intuición. El genio de Martí, sin que por ello pierda nada de su brillo, anda más por el camino de la moral y de la imaginación que por el razonamiento. Por eso Unamuno calificó a Martí de “sentidor más que pensador”. Luego el señor Abellán justifica la ausencia de Martí en las historias de la filosofía cubana, es decir, se contradice, para enseguida hablarnos de la “influencia ideológica” del Apóstol: tesis, antítesis y síntesis, en pocas líneas. Pero el mayor disparate no está en este juego dialéctico, sino cuando asegura que Fidel Castro “inspira su política gubernamental” en Martí, y afirma la necesidad de suprimir las “conclusiones marxistas” (?) de La Historia me absolverá, para encontrar la influencia de Martí en Castro, o, por último, cuando escribe: “La peculiar interpretación del marxista que conocemos con el nombre de ‘castrismo’ no es más que un desarrollo posterior y actualizado del pensamiento martiniano [sic]”. Esto, aunque es un disparate para todo el que sepa algo de Martí, aunque sea un poco más que lo que aparenta saber el señor Abellán (nos habla del “pensamiento martiniano”, de un “radicalismo martiniano”, de una “inspiración martiniana”(¿De que Martín nos estará hablando?), no es original, porque es la tesis de la Casa de las Américas y de los escritores comprometidos en Cuba, aunque ya alguno empieza a rebelarse entre líneas, que a más no se puede llegar ante el infame sacrilegio. Hay que perdonar al señor Abellán porque al final nos regala con un chiste. Hablando de la “intelectualidad cubana”, de sus componentes, dice: “En el aspecto filosófico y teórico, no han hecho todavía una aportación decisiva, pero están buscando soluciones y problematizando la realidad”. Cita varios nombres, y, para darles todo prestigio a su filosófico empeño, los agrupa “en torno a la revista mensual El caimán barbudo”. Sin duda es esta publicación un centro adecuado en Cuba para buscar soluciones filosóficas y problematizar la realidad. Se dijo al principio de esta nota que la revista Ínsula, con sus trabajos sobre la literatura cubana, quiere dar la impresión de que en “Cuba, hoy”, producto del régimen político imperante, se producen obras literarias de tanto mérito, que justifica sean las primeras en su serie de números dedicados a las letras hispanoamericanas. Si no es por su valor intrínseco ¿que otra razón podría explicar esta prioridad? También señalamos que del conjunto de lo publicado en esta revista, se desprende que en Cuba la actividad intelectual no está coartada en forma alguna por la tiranía, que el escritor, lejos de toda persecución o censura, se entrega con entusiasmo a su labor creativa. Para desmentir la primera falsedad nos remitimos a los juicios publicados en The New York Review of Books, la cual nadie puede calificar de anticastrista, el 23 de mayo de este año. Dice el bien documentado estudio sobre “La vida literaria en Cuba”: La importancia política o el interés de la literatura de un país comunista no tiene obligada relación con el merito literario... En contra de la opinión expresada por los turistas intelectuales que asisten a los congresos de cultura [en Cuba], quienes teorizan más que leen, la revolución no constituye ningún renacimiento de las letras. Muy al contrario, la revolución no ha producido ningún escritor comparable a los de la generación de Lezama y Carpentier. Más, puede decirse que Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy han surgido a pesar de la revolución y no como producto de ella. Y al referirse a la antología de J. M. Cohen, Writers in the New Cuba, recopilada con la intención de inventar también valores en las letras de “Cuba, hoy”, concluye: “Muchos de los cuentos [recogidos por el señor Cohen], como sucede con la novela de Edmundo Desnoes, Memorias Inconsolables, es dudoso que nadie se hubiera molestado en publicarlos por sus méritos literarios si vinieran, por ejemplo, del Paraguay o de Luxemburgo”. Sólo salva de la narrativa cubana la obra de Cabrera Infante, la de Lezama Lima y la de Carpentier. El primero es el único auténticamente de “Cuba, hoy”, y ya es otro exilado más. Para terminar esta nota se debe de hablar de las recientes declaraciones de Cabrera Infante. Antes será conveniente traducir también aquí parte del juicio publicado en la sección “Commentary” de The Times Literary Suplement (Londres, 11 de julio de 1968), donde se nos habla del engaño en que incurren muchos europeos respecto a Cuba y de la original forma de coerción y coacción que padecen los escritores bajo el castrismo; dice así: El “glamour” de la revolución cubana es tal que los escritores cubanos perseguidos por las autoridades no reciben de los “humanitarios” europeos la generosa ayuda que se ofrece, en situaciones parecidas, a sus colegas de Grecia, España o la Unión Soviética. No es que los escritores estén siendo encarcelados en Cuba; hay otra forma, quizás tan efectiva, para dominar su insubordinación: como los derechos de autor han sido suprimidos, los escritores dependen exclusivamente de sus empleos (casi siempre en la burocracia intelectual) y de donaciones del gobierno, y si no se portan bien, son cesanteados. Por eso los ingenuos y mal intencionados deben hablar con mucha reserva de las “espontaneas” declaraciones de los intelectuales en Cuba defendiendo la revolución. Es tan evidente esa falta de libertad para los escritores, que el máximo defensor del castrismo en Puerto Rico, Maldonado Denis, reconoció, al menos con más valor que Ínsula: “Es cierto, la libertad de expresión, tal como la entienden los países capitalistas [?], no existe en Cuba” (Christian Science Monitor, 17 de enero de 1968). Será conveniente ahora recorrer las declaraciones de Guillermo Cabrera Infante, publicadas en la revista Primera Plana (Buenos Aires, 30 de julio‑5 de agosto de 1968), porque así podrá llegarle a otros lectores, tan mal informados como los de Ínsula, una idea de la verdadera situación de los escritores en nuestro país. Cuenta primero su salida de Cuba, el 3 de octubre de 1965, con intención de no regresar, para poder dedicarse a la creación literaria. Explica su prolongado silencio, de cómo redujo a unas pocas cartas familiares su correspondencia con Cuba para evitar lo que pronto resultó inevitable, “porque el comunismo no admite drop‑outs”. Su nombre, dice, fue llevado a una desagra-dable controversia, la cual no se limitó a una polémica literaria, al uso ruso, donde los perros de la finca ladran mientras el amo ni se molesta en abrir el portón, como ocurrió con los insultos y ataques a Neruda y Carlos Fuentes, hace dos años, y el asalto a Asturias, ahora que derrotó al campeón nacional Carpentier, la rosa roja del ring, eterno aspirante a la faja de los pesos pesados de la literatura. La caimanada fue seguida y precedida por otros ataques más directos: calumnias personales y políticas, negación del permiso para trabajar en la Unesco, confiscación de la correspondencia familiar y deliberada persecución literaria. A continuación cuenta cómo a los intelectuales invitados por el gobierno cubano se les compromete a no mencionar su nombre ante el público; el despido de Olga Andreu, la bibliotecaria de la “democrática biblioteca de la Casa de las Américas”, porque incluyó los Tres Tristes Tigres en un boletín de esa institución (“lo que significa un terrible futuro porque no podrá trabajar más en cargos administrativos y su única salida es solicitar ir de ‘voluntaria’ a hacer labores agrícolas”); y la cesantía de su cargo, en el periódico Granma (“cuyo nombre recuerda demasiado a Caperucita roja: ‘Granma, what great big teeth you have!’“), que mereció el poeta Heberto Padilla por elogiar su novela, elogio que le costó, además de la dificultad para publicar obras, el permiso para visitar Italia con motivo de la edición de sus versos por Feltrinelli. Al comentar la persecución de este poeta, también por otros motivos, dice el Times Literary Supplement del día 22 del pasado mes de agosto: Ha sido sometido a duros castigos por parte de las autoridades cubanas. Ahora los editores de El caimán barbudo han decidido “dar por terminada la polémica” de manera definitiva. En su ultimo número denunciaron el artículo de Padilla y, para colmo, publicaron un injusto y abusivo ataque de Lisandro Otero, el burócrata de la cultura y novelista de segunda clase, cuya importancia en la escena literaria cubana había sido puesta en tela de juicio por el poeta Padilla. Y se pregunta Cabrera Infante, de sí mismo y de su novela: “Que crimen ha cometido el autor o el libro? Uno solo”, responde, “y lo cometieron ambos. Ser libres”. Y, para los mal informados o mal intencionados, explica por qué está fuera de Cuba. “Cuando se viven situaciones invivibles no hay más salidas que la esquizofrenia o la fuga”. Cabrera Infante regresó a su país, desde Bélgica, donde era agregado cultural, en el verano de 1965, a los funerales de su madre (“supe, al mismo tiempo, que el sitio de donde había venido al mundo estaba tan muerto como el sitio a que vine”). Pudo comprobar que “en increíble cabriola hegeliana, Cuba había dado un gran salto adelante —pero había caído atrás”. Sabía, añade, antes de regresar, que en Cuba era imposible escribir, pero creyó que se podía vivir, “vegetar, ir postergando la muerte, posponer todos los días”. A la semana comprobó que no sólo “no podía escribir en Cuba, tampoco podría vivir”. Y el autor de Tres Tristes Tigres concluye sus declaraciones exponiendo los motivos que le impiden regresar a su patria, y el peligro que corre por haber criticado el castrismo. Primero, sería encarcelado a los pocos días de su llegada, o lo enviarían a cosechar boniatos, cortar caña “o a recoger colillas en un paradero de ómnibus, castigo a que sometieron hace poco a un conocido castrista militante”. Luego habla del peligro que corre con estas declaraciones suyas: sabe del “riesgo migratorio” de quedarse sin pasaporte, y aclara: “Severo Sarduy [autor de la novela Gestos (1963)], por ser infinitamente menos explícito, estuvo dos años sin documento alguno, hasta que no le quedó otro remedio que naturalizarse francés”. Sabe todos los riesgos de un drop‑out del comunismo, y también sabe “que el argumento que no sirvió para exculpar a los criminales de guerra nazis, sirve para excusar a los criminales de paz soviéticos”. Preocupa a Cabrera Infante solamente el destino de su familia, dejada en Cuba, “librada a cualquiera o a todas las represalias, desde el despido hasta el campo de trabajo forzado”. Pero no quiso guardar más silencio: “Tenía que decir, que empezar a contar estas cosas algún día...” Hay más de medio millón de cubanos en el destierro que saben muy bien de estos y peores abusos del castrismo. En Cuba hay varios millones que los padecen. Con la sola excepción de Cabrera Infante, se ha preferido aquí el testimonio de extranjeros que conocen la situación interna de Cuba y, cuando fue posible, de simpatizantes del castrismo. Él es testigo especial, por ser el mejor novelista de “Cuba, hoy” y conocer bien el problema de la cultura en Cuba, y porque sus heridas son muy recientes... Quizás así, con la palabra de los que no son “exiliados” cubanos ni imperialistas yanquis, las verdades, que no dejan de serlo en boca de nadie, logren penetrar la muralla de incredulidad que el castrismo ha fabricado hábilmente en algunas mentes ingenuas. Haga ahora justicia la España honrada que también espera toda libertad, y que no se engañe con un país donde falta la libertad toda; hagan justicia los muchos españoles que la amaron siempre, que les “duele” Cuba; que no se dejen llevar por la opinión de los resentidos y los ignorantes, y vean en Cuba, en la tiranía y la persecución de los intelectuales, o en su servidumbre, un dolor y una afrenta a la cultura y no un motivo de regocijo. Y que la revista Ínsula no ofrezca a sus lectores tan errónea versión de las letras en “Cuba, hoy”, porque como afirmaron los intelectuales y obreros checos en su declaración de “2,000 palabras” (Literarni Listy, Praga, 27 de junio de 1968) antes de la ocupación soviética —tan aplaudida y elogiada por Castro—: “La visión de la realidad de un pueblo sólo puede encontrarse donde se permite la libertad de expresión”. En Cuba se ha suprimido toda libertad, incluso la de expresión, por lo tanto, es falsa, además de mal intencionada, la parcial imagen que nos da Ínsula de la literatura cubana actual. |
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