Al anunciarse el acto de hoy, me preguntó una señora si esto iba a ser una "X Rated Lecture". Le había llamado la atención la palabra "sexo" en el título y, aunque ella me dijo lo contrario, me pareció que al contestarle que no iba a ser una "X Rated Lecture" me estaba privando de que nos acompañara esta noche. Ojalá que me haya equivocado, pues sería lamentable que este trabajo tuviera interés por lo que puede escandalizar y no por lo que pretende exponer. Yo diría que ni llega a ser una "R Rated Lecture", pues nada más vamos a hablar de la experiencia sexual como de uno de los problemas que no sabe resolver el comunismo. A pesar de lo dicho, he tenido en cuenta que hay oídos sensibles cuando se tratan estos asuntos aunque sea con la mayor prudencia. Mi propósito no es lastimar más que al sistema que reprime la libertad individual, el derecho que tiene todo ser humano, sin perjudicar al prójimo, a mantener unas ideas y observar una conducta que convienen mejor a su manera de ser. Desde ahora es necesario aclarar que le damos aquí a la palabra sexo" el sentido amplio que tiene en el idioma inglés, del apetito o el instinto tal como condiciona el comportamiento, y no con el valor restringido que conserva en castellano, que es el propio de su origen latino, de lo dividido, sólo aquello que distingue al macho de la hembra. Las reservas ante el sexo están muy arraigadas en la historia de la humanidad. Por eso me ha parecido mejor, después de una breve presentación del conflicto por el que el instinto se ve reducido para garantizar la vida del hombre en grupo, revisar las actitudes de algunas culturas frente al problema, desde la antigüedad griega, pasando por el cristianismo y la alta Edad Media, hasta entrar en nuestra época, cuando se estableció el totalitarismo marxista con la promesa de una revolución sexual, y ha producido una regresión a posiciones conservadoras prerrevolucionarias. El caso de Cuba, por supuesto, es el que nos interesa y, para concluir, después de algunas referencias a lo que allá ha sucedido en ese terreno, diremos por qué el comunismo ve en el sexo una amenaza, un peligro para la estabilidad del sistema. Cada cambio en la historia propone un enfoque nuevo en las relaciones sexuales. Estas innovaciones, sin embargo están condicionadas al conflicto entre la naturaleza y la civilización, es decir, entre ciertos instintos y las reglas que permiten al ser humano vivir en sociedad. Como es sabido, antes se entendían producto de las diferencias biológicas las orientaciones heterosexuales de los niños: el varón y la hembra venían al mundo inclinados hacia el sexo opuesto de manera natural, y la educación sólo tenía que seguir lo dispuesto por el destino. Con la teoría del "perverso polimorfo", Freud trató de demostrar que el niño nace con inclinaciones sexuales indiferenciadas, y que es la cultura, no sólo la biología, la que lo lleva a preferir un papel determinado. De esta manera el desarrollo infantil exige la reducción de ese instinto para que el niño pueda formar parte de la sociedad. Es por ese ajuste que se hace posible integrar el cuerpo social, establecer en él jerarquías, organizar el trabajo y funcionar como grupo. No interesan aquí las consecuencias de esa represión, los trastornos síquicos que se derivan de ella, ni la sublimación de los instintos reprimidos. Basta destacar que, a los efectos de su integración en el conjunto, el ser humano tiene que deponer una porción de sus inclinaciones, por lo que la vida le queda como repartida en dos planos. La profunda intuición de José Martí le permitió describir el fenómeno de esa dualidad mucho antes de que la explicara la sicología moderna. Dijo hace más de un siglo: No hay más difícil faena que ésta de distinguir en nuestra existencia la vida pegadiza y post adquirida de la espontánea y prenatural; lo que viene con el hombre, de lo que le añaden con sus lecciones, legados y ordenanzas los que antes de él han venido. So pretexto de completar al ser humano, lo interrumpen: no bien nace, y a están en pie, junto a su cuna, con grandes y fuertes vendas preparadas en las manos, las filosofías, las religiones, las pasiones de los padres, los sistemas políticos. Y lo atan; y lo enfajan; y el hombre es ya, para toda su vida, un caballo embridado... Así es la tierra una vasta morada de enmascarados. Se viene a la vida como cera, y el azar nos vacía en moldes prehechos. Las convenciones creadas deforman la existencia verdadera, y la verdadera vida viene a ser como corriente silenciosa que se desliza invisible bajo la vida aparente, no sentida a veces por el mismo en quien hace su obra cauta. Partimos de ese principio, de que el mundo, producto de la civilización, es una "vasta morada de enmascarados". Pero una cosa es el actor y otra el personaje que representa: en la escena y en la vida, los actores se esfuerzan por identificarse con la máscara, y, ese esfuerzo, en ambos casos, va en perjuicio de lo primario y genuino. Aplaudimos en el teatro y en el vivir a aquél que mejor nos hace olvidar la ficción, al que nos hace creer que la máscara es lo auténtico, pero en la soledad del "camerino", en el secreto de la soledad, como consecuencia de ese dualismo, surge inconforme y partida el alma del actor en el pequeño y en el gran teatro del mundo. Ese hombre, ese "caballo embridado" de que hablaba Martí, ha asumido ante la historia las más curiosas actitudes ante los instintos reprimidos, ante la lucha que hoy llamamos del mundo subconsciente, producto de aquella vida "espontánea y prenatural", contra el superyó, que Martí calificaba de vida "pegadiza y post adquirida". Veamos algunas de sus manifestaciones. La antigüedad griega inventó la clasificación del amor, y le dio el nombre de "eros" al amor carnal, y "ágape" al espiritual. Prescindiendo de cuánto se pasan de sus fronteras las partes de esa división, nos interesa solamente el erotismo, entendido como la pasión del sexo. Producto de la represión de los instintos, que produce en la niña un curioso proceso de atracciones y rechazos en su relación con los padres, la mujer sale disminuida ante el hombre. Grecia la consideraba como un ser inferior, con menos derechos y mayores obligaciones que su compañero. Cuando en la Odisea el dios Zeus le cuenta a la fiel Penélope las aventuras amorosas de Ulises, ella no se disgusta porque reconoce que el esposo puede tomarse libertades que ella no tiene. Por su parte, Aristóteles señalaba el deber de la esposa de querer más al marido, de ser más atenta con él, para reducir su inferioridad y poder balancear la pareja humana. Ese aprecio negativo llevó al hombre a suplir con el número las deficiencias que suponía en la mujer: si una era menos que él, varias podían alcanzar el tamaño necesario: algo como unir enanitos, uno encima del otro, para lograr la altura de un ser normal. Demóstenes describió cómo sus compatriotas habían resuelto el problema repartiendo sus intereses amatorios en tres tipos de mujeres: una, la amante, la tenían para el placer; otra, la concubina, les servía para que atendieran a su persona; y la última era la esposa con la que tenían hijos además de cuidar del hogar. Así, el sexo, el amor y la procreación, que parten de la misma raíz, no podían realizarse en el mismo sujeto: las inhibiciones les impedían a los hombres y a las mujeres reunir en sólo un acto esas tres consecuencias del instinto sexual. Con el auge del cristianismo, y producto de los mismos conflictos, el fraccionamiento del amor se hizo más marcado, al extremo de entenderse como cosas diferentes, y aun antitéticas, el amor propiamente dicho y el sexo. El repudio de lo erótico tenía antecedentes en los evangelios. Al referirse al sexto Mandamiento decía San Mateo: "Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón... Y si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arrójala de ti, porque mejor te es que uno de tus miembros perezca que no todo el cuerpo sea arrojado al infierno". Y en su "Epístola a la Iglesia de Tesalónica", San Pablo exhortaba a los cristianos a seguir el camino de la abstinencia con estas palabras: "La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa tener a su mujer en santidad y honor, no con afecto libidinoso, como los gentiles... que no nos llamó Dios a la impureza sino a la santidad". Tomando de manera literal esas recomendaciones, muchos fieles se mutilaron para convertirse en eunucos y asegurarse el reino de los cielos, hasta que la misma Iglesia tuvo que condenar la bárbara costumbre. La alta Edad Media también dio su forma peculiar a los asuntos sexuales, pero asimismo insistiendo en la separación del sexo y del amor. En contraste con la actitud denigrativa respecto a la mujer que se había practicado en los siglos anteriores, el amor cortés la divinizó dándole un papel preponderante en la vida de los hombres, los cuales, para agradarlas, empezaron a vestirse mejor y a cultivarse intelectualmente. Pero en ambos casos, al rebajar a la mujer y al sublimarla, la resultante era el alejamiento de la práctica sexual. La historia de un caballero llamado Ulrich aclara las costumbres de aquella época de cortesanía: se enamoró de una mujer casada, más noble que él, por lo que se convertía en algo inasequible, y mantuvo durante quince años su amor en silencio. Sin que ella lo supiera, Ulrich se tomaba el agua en la que ella se lavaba las manos, peleó en cientos de torneos en su nombre y, cuando alguien puso en duda la sinceridad de su afecto, se cortó un dedo y lo envió a la dama como testimonio de su dedicación. Cuando ella supo del amor del caballero, para probar su entereza, le pidió que visitara el palacio vestido de mendigo, entre un grupo de leprosos, y, cumplida esta prueba, le concedió una audiencia en la que quizás le permitió un beso, pues la posesión era de mal gusto. Pero, a partir de entonces, el encantamiento de la princesa fue desapareciendo, hasta que pelearon, como demostración de que el contacto físico era el enemigo natural del verdadero amor. William Faulkner, el gran novelista norteamericano, decía que "el pasado nunca muere, y que, en realidad, nunca es verdadero pasado". En pocos asuntos es más evidente esta afirmación que en lo que aquí se trata. Con las variantes que a todo imprime cada época, la Edad Moderna no se aparta de esa dicotomía entre el sexo y el amor, ni se altera mucho la posición del hombre y la mujer en la sociedad. Lo que podríamos llamar cambios sexuales no los iniciaron los hombres, sino las mujeres, y no para defender sus derechos en la pareja humana, sino para ocupar su posición en la sociedad. Un principio de apariencia moral las había contenido: se razonaba de esta manera: si el hombre es libre, y la mujer se hace libre, también se hará libre el amor, y la libertad erótica destruiría la familia, los fundamentos mismos de la sociedad. Encadenar a la mujer era encadenar las relaciones sexuales, de manera parecida a lo que se lograba predicando la abstinencia. Cansadas de esa sumisión que exigía también el renunciamiento a participar en la vida, a salarios menores, a no destacarse en nada, las mujeres empezaron a organizarse para reclamar sus derechos. Los movimientos feministas del siglo pasado encontraron apoyo en los planes de revolución que pretendían destruir la sociedad capitalista. Se entendía que el mal era producto de la organización imperfecta del Estado, de las clases sociales, pero ahora vemos que se reproduce el fenómeno de la discriminación de la mujer en el socialismo. La división del trabajo en los países capitalistas y en los países comunistas viene a ser semejante porque, aunque no lo reconozcan, aún el comunismo considera a la mujer como un ser inferior. Es cierto, por ejemplo, que en la Unión Soviética el 90% de las mujeres trabaja fuera del hogar, pero también trabajan un mínimo de cuatro horas en los quehaceres domésticos, y así, a pesar de la proclamada igualdad, menos de un 7% de las empresas están dirigidas por ellas, que reciben salarios promedios inferiores en un 30% al de los hombres. En Cuba, donde tanto se habla de la equiparación de los sexos, una Resolución del Ministerio de Trabajo, de 1978, las excluye de unas 300 actividades por considerarlas débiles; y aunque el Código de Familia especifica que "el matrimonio se constituye sobre la base de igualdad de derechos y deberes de ambos cónyuges", y a los dos obliga "a cuidar la familia que han creado, y cooperar el uno con el otro", lo cierto es que muchas mujeres se ven forzadas a dejar sus empleos para atender la familia o, al igual que en los países capitalistas, a tener una doble jornada: la del trabajo en la calle y la del trabajo en el hogar. Durante los primeros años de la revolución soviética, los cambios políticos fueron paralelos a los cambios sexuales. Parecía que se iban a cumplir las esperanzas que habían puesto en el socialismo los movimientos progresistas de Europa, pero pronto se detuvieron. A partir de entonces los comunistas han dado pruebas del rigor con el que tratan esos asuntos, y es curioso que desde la época estalinista, califiquen de mentalidad reaccionaria y burguesa a quienes les censuran los conceptos más reaccionarios del pasado. Y hoy vemos que los países que deben su origen a la revolución burguesa, en Europa y en América, están más adelantados y son más tolerantes en esas materias que los países que deben su origen a la revolución proletaria. Una revista que circula con facilidad en este país entre familias conservadoras puede constituir en Cuba "propaganda enemiga" porque atenta contra la "seguridad del Estado": un traje de baño, un gesto, un peinado, todo lo que se cultiva como regalo de los sentidos puede tomarse como "propaganda enemiga". Un artículo del Código Penal condena allá hasta con 8 años de cárcel la mera "posesión" de cuanto "incite contra el orden social"; y, ciertamente, en Cuba, donde la belleza femenina tiende a esconderse por la austeridad revolucionaria, la foto de una bella modelo debe incitar "contra el orden social" establecido. El marxismo-leninismo tiene grandes preocupaciones con lo que consideran obsceno, lo que asocian con lo escatológico, y dan a la palabra el valor de su etimología, del latín obscenus, que quiere decir lo que viene de lo sucio, y las manifestaciones de esa naturaleza las tratan como contaminación del ambiente: en Rusia se castiga el exhibicionismo --un escote pronunciado en la mujer, un pantalón estrecho en el hombre-- obligando a quien comete esa falta a varias semanas de limpieza de las calles y los parques. Con el triunfo del castrismo nació en Cuba la esperanza de que el país iba a adelantar en todos los órdenes, y a erradicar todas las injusticias. La idea de que la prostitución era un problema exclusivamente económico, hizo que las autoridades se dieran a perseguir a los proxenetas y a las prostitutas. Luego incluyeron en las redadas a los pederastas para completar lo que se llamó la "Operación de las 3 P": proxenetas, prostitutas y pederastas. Todos los grandes abusos han tenido en sus orígenes una justificación moralizadora, y aquellas cacerías prepararon otras: el propósito era acostumbrar al pueblo al papel de verdugo. En Cuba casi no existió, como en la Unión Soviética, un período de tolerancia sexual, y el motivo fue que allí se empezó la experiencia socialista con los prejuicios del estalinismo. En un discurso de 1961 ante los Comités de Defensa de la Revolución, Fidel Castro se había pronunciado contra lo que llamó el "elemento corrompido antisocial", y se empezó a aplicar el "índice de peligrosidad" a los que se dedicaban al juego y a la prostitución, pero muy pronto se extendió ese "índice" de manera arbitraria a cuantos de una manera u otra estorbaban al gobierno. Un hito en la historia de los asuntos sexuales en Cuba fue cuando se crearon las famosas las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las UMAP. Todos los que no reunían las condiciones mínimas para adaptarse a los planes oficiales fueron recluidos en aquellos campos de concentración: los religiosos, los que querían abandonar el país, los que se resistían a incorporarse a las organizaciones de masa, los que por sus gustos, hábitos o manifestaciones se consideraban víctimas del pasado, y, por supuesto, también los que no encajaban en los patrones sexuales permitidos. La crueldad con que fueron tratados estos miles de cubanos produjo protestas en el extranjero, y, contra la opinión de los más intransigentes, en particular dentro del ejército, el gobierno se vio obligado a cerrar esas cárceles cuando terminó la zafra de 1967. Es que también se preparaba el gran Congreso Cultural de La Habana, al que asistirían intelectuales de todo el mundo, y era necesario disimular el terror y la intolerancia del castrismo. Poco después, sin embargo, se hizo de nuevo visible la disidencia, esta vez manifestándose en la juventud por medio de sus formas de vestir, el gusto por la música extranjera y su interés por la vida norteamericana, todo lo que hace poco condenaba Yuri Andropov en la juventud soviética, que calificó de "mimetismo pro occidental". Con motivo de lo que entonces llamaron la "ofensiva revolucionaria", Castro dijo en un discurso en el que empleaba esos diminutivos que tanto gusta para desprestigiar a sus adversarios: En nuestra capital, en estos últimos meses, dio por presentarse cierto fenomenito extraño entre grupos de jovenzuelos y algunos no tan jovenzuelos... Les dio por empezar a vestirse de una manera extravagante, reunirse en determinadas calles de la ciudad, y allí ¿a qué creen ustedes que se dedicaban? Algunos se dedicaban a corromper muchachas de 14 y 15 años sirviendo de enlace con extranjeros de tránsito por Cuba. Andaban buscando el problema de los cigarrillos americanos, de los marineros, a llevar sus radiecitos de pila para mantener ostentosamente su condición de aficionados a la propaganda imperialista. Castro tenía razón al temer esas manifestaciones de descontento: pocos meses antes, con su aplauso, habían entrado en Praga los tanques rusos, y él no podía permitir ningún cambio. Aquellos jóvenes eran parte de una nueva generación cubana, la de 1968, y sólo querían afirmar su particular visión del mundo, integrarse al ritmo de los tiempos y combatir lo caduco y estancado del régimen. La revista Bohemia describió así a los que tomaron el camino de la protesta pública en las calles de La Habana: "Lucían una excéntrica apariencia, largas melenas y pantalones estrechísimos los hombres; faldas extremadamente cortas las mujeres. Alentados por los héroes de papel del imperialismo, e inspirados por el funcionamiento de sus pandillas juveniles, pretendieron dar una estructura a su desorganización. Entre ellos, ante todo, había que ser un tipo libre de todo prejuicio. Si se era mujer, desconocer el pudor en todas sus manifestaciones. Estar de acuerdo con practicar para ellos el llamado amor libre..." Pero por su voluntad de cambio, por sus deseos de integrarse al ritmo de los tiempos, aquellas manifestaciones eran en verdad una "ofensiva revolucionaria", mientras que la oficial, movida por prejuicios y miedos, debió calificarse de "ofensiva contrarrevolucionaria". Después del fracaso de la zafra de los 10 millones, el gobierno decidió quitarse, ya para siempre, la máscara que le disimulaba las prácticas estalinistas. Fue con motivo del Primer Congreso de Educación y Cultura, en 1971. La declaración final de aquel acto sentó las pautas respecto a las "modas, costumbres y extravagancias", "la delincuencia juvenil" y "la sexualidad". De aquellos acuerdos surgieron lo que llamaron "parámetros", especie de código secreto por el que se establecían normas para distinguir a los enemigos de la revolución, a los "parametrados", que perdieron sus empleos, particularmente los escritores y artistas que mantenían una conducta ajena a lo que calificaban de "nueva moral revolucionaria", que no era, por cierto, ni nueva, ni moral, ni revolucionaria. En nada ha cambiado desde entonces, hasta hoy, la actitud del régimen en esos asuntos: la legislación posterior sólo ha servido para facilitar, y en algunos casos agravar, los castigos. Y en Cuba no puede tomarse al pie de la letra la ley, pues a las autoridades se les permite interpretarla arbitrariamente: no se debe olvidar que la "legalidad socialista" no ampara al ciudadano, sino que está al servicio del grupo que ocupa el poder. Por el descalabro de las tradiciones, el debilitamiento de la familia y la prédica del materialismo, han cambiado los hábitos sexuales del cubano, y se tiene la impresión de que hay libertad sexual. Pero no es contando el número de abortos, ni atendiendo a las proclamas sobre el "destape sexual" que se entiende lo que el régimen quiere en esa materia. Guiarnos por las estadísticas nos llevaría a afirmar que en Cuba hay libertad de expresión porque se pueden leer muchas veces las publicaciones oficiales: también para presentar un cuadro favorable de lo que se lee, en Cuba hablan del número de libros publicados, pero no dicen sus títulos ni los que están prohibidos y no circulan. Debe entenderse por libertad sexual, como en toda otra libertad, el derecho que tiene el hombre y la mujer, sin dañar los derechos de otro, a realizarse sexualmente como mejor le parezca. Al igual que en todo sistema marxista‑leninista, en Cuba las letras están al servicio del Partido, y al escritor se le obliga a ser un "ingeniero de almas" que tiene que moldear a los ciudadanos. Es por eso que en lo literario se descubre, mejor que por ningún otro camino, la posición del gobierno. Como ejemplo de lo que aquí interesa se pueden mencionar dos novelas premiadas por la Casa de las Américas. La primera, que se titula Sacchario, tiene como protagonista a un joven llamado Darío, que luchó contra Batista, estuvo en la Sierra y ama la revolución. Pero Darío también ama a María. Es un amor, dice el novelista, "que Werther y Romeo, y los tantos amantes de los libros no podrían comparársele". El héroe, a pesar de su pasión, se va transformando, y se da cuenta de que para ser un verdadero revolucionario, el hombre nuevo", tiene que "cambiar de piel". Entonces empieza a sentir, en las concentraciones populares y las consignas oficiales, el mismo éxtasis que cuando posee a María a la orilla del mar. Por fin, a través del trabajo y la obediencia a las órdenes del Partido, se convence de que el camino a seguir es su entrega total a la revolución. Dice el novelista: "Era imposible para Darío creer ahora que el amor era simplemente aquél de casarse y vivir con María, acostándose regularmente sobre ella. Era necesario romper con todo, rebelarse con la mediocre ficción de hogar, familia, qué dirán, despojarse de los convencionalismos, rechazar los simulacros de amor..." Y, por supuesto, como esta novela se premió cuando Castro se empeñaba en la zafra de los 10 millones, lo que hace el personaje es abandonar a la hermosa María, con la que no ha tenido ninguna desavenencia, y "marcharse a cortar caña". La otra novela, la cual el critico más influyente en Cuba, José Antonio Portuondo, consideró a raíz de su publicación modelo de "novela revolucionaria", presenta un contraste simplista entre un capitán llamado Bruno, ejemplo de todas las virtudes, y un repugnante contrarrevolucionario llamado Siaco. Trabaja Bruno en el campo, y fue allí para ayudar en el "plan" de una Brigada Femenina que dirige Mercedes, también muy dedicada comunista. Como era de esperarse, Bruno y Mercedes se enamoran, pero no pasa nada, nada se dicen: el trabajo y el celo en sus creencias bastan a sus amores. Mientras tanto el villano Siaco, antiguo gallero, borracho y abusador de mujeres, disfruta del placer adúltero con la guajirita Nati, que a los 12 años, antes de la revolución, había "perdido" un rico hacendado de aquellos lugares. Es todo un torneo entre la lascivia y la abstinencia, y sale mal parado el instinto sexual. A un personaje que es también rico en méritos socialistas se le pregunta cómo se podía vivir sin mujeres en medio de la actividad revolucionaria, y responde: "Aquí, nosotros, pensamos en la última mujer y en el próximo combate". Y ése es el titulo de la novela, La última mujer y el próximo combate, como para resaltar con la frase el programa que debe suscribir el pueblo; bastan, pues el recuerdo de una mujer y la preocupación por una futura faena para sustituir lo erótico. ¿Por qué los marxistas, que han vuelto la espalda a los principios morales y religiosos, temen la actividad sexual? La respuesta parece estar en la siguiente consideración: el comunismo considera al hombre un átomo que debe someterse a los intereses del conjunto; así, cualquier acento que distinga de su semejante a un miembro de la sociedad lo convierte en enemigo de ella. La única desemejanza que permite el marxismo-leninismo es cierta gradación de la "igualdad", es decir, con las palabras de George Orwell, que allí donde todos son "iguales" haya algunos que lo sean "más que otros". Y esa diferencia sólo para que contribuyan de manera más eficiente a la creación del nuevo orden social. Además de la presunta igualdad distributiva, el comunismo entraña el propósito de anular lo individual, que considera razón y consecuencia de las clases. Al amparo de un sistema de autoridad científica incuestionable, aseguran que todos serán felices cuando vivan y coman lo mismo, porque la infelicidad es hija de la explotación, y no puede haber explotadores entre los que son radicalmente iguales. En nada son tan diversos los seres humanos como en el arte y en el amor. De hecho ambos son variantes de la misma afirmación individual. El manejo de una máquina en un taller, o la postura de la semilla en el surco, son indiferentes de la mano que opera y siembra. No así en la actividad amorosa. En ésta, como en el acto creativo, se produce tal unicidad del yo que engendra fuerte pasión. Aunque acompañado al realizar esas funciones, no hay momento de mayor soledad que cuando se ama y crea, pero no de la soledad en que algo falta, sino de aquellas soledad en que concurren todas las presencias, que son las del yo mismo. El artífice y el amante sienten como objeto entrañable el estímulo de sus logros sin darse cuenta de que son sólo agentes catalizadores del proceso: en realidad uno se ama en lo que aman. Por eso puede afirmarse, aunque parezca una paradoja, que el arte y el amor son el refugio más acabado del egoísmo, entendido éste, con su valor originario, de exacerbación del yo.Los problemas eróticos y de la cultura son la pesadilla de las teorías marxistas. En varias oportunidades Trotsky reconoció la dificultad de conciliar la revolución proletaria con la sexual y artística; y Lenin dijo que el mayor servicio a la revolución lo habría de prestar quien explicara en términos dialécticos las materias sexuales. No sin razón Marx quiso que en el comunismo la creación se convirtiera en un acto común de practica cotidiana, por que dejarían de existir los artistas; y Lenin quería que el lance amoroso no fuera más que otra necesidad biológica, y no podía tener más importancia que tomarse "un vaso de agua". Las adversidades que ha sufrido y sufre el intelectual en Cuba son más conocidas, y la actitud del gobierno ante la cultura. Los problemas relacionados con lo sexual no han logrado trascender tanto. Esa otra afirmación del individualismo no ha sido combatida con menos saña que la creación artística. Ciertos bailes, cantos, músicas, formas de vestir, atavíos, rituales, creencias, actividad y en laces sexuales se castigan como delitos; y a esos "delincuentes" se les califica de "extravagantes, aberrados, equívocos, esnobistas, parásitos, desclasados, enfermitos, hechiceros, autosuficientes y antisociales". A todos, sin excepción, se les considera víctimas incorregibles de la lascivia, o candidatos o practicantes de la homosexualidad. Es que para el materialismo científico, tras la herejía individualista, acecha la homosexualidad. Cuando se celebró la exposición de arte moderno, en Moscú, Jruschov, frente a las representaciones abstractas, dijo a los pintores: "Por esos experimentos artísticos puedo pensar que ustedes son pederastas, y así se les podría condenar a 10 años de cárcel". Y uno también se pregunta, ¿por que un sistema que se burla de los valores del espíritu tiene una preocupación tan aguda respecto a la intimidad de los seres cuya vida controla? Podría entenderse el intransigente puritanismo se los gobernantes practicaran lo que predican, pero ya se sabe que la "nueva clase" tiene una conducta y unos privilegios diferentes. La razón es ésta: la vida humana está expuesta a dos mundos: el de la realidad cotidiana y el de la realidad sexual. Con la propaganda y la estricta regimentación, el totalitarismo logra penetrar en la primera: sabe condicionar los reflejos para que siempre respondan a sus intereses. Pero cuando en la práctica sexual se pasa a una realidad distinta, dejan de funcionar los mecanismos de coerción, y los que participan en dicha práctica se sienten libres. El viaje le resulta peligroso al dogma, y tanto más cuando el viajero más se aleja del ámbito que ellos controlan. Lo ideal para el comunismo es lo que quiso Lenin, que lo erótico fuera como tomarse "un vaso de agua", porque quien se toma un vaso de agua no escapa de su dominio. Cuanto más rutinaria e intrascendente sea la actividad sexual, más la han de permitir, y precisamente el estímulo para el indiscriminado erotismo entre los jóvenes de Cuba tiene ese objetivo, pero en lo trivial, en lo frecuente y en la promiscuidad pierde su valor único de afirmación propia. Los personajes literarios inventados por el "realismo socialista" podrán defender esa hueca castidad revolucionaria, o los maestros en las escuelas presentar la atracción de los sexos como un simple juego de la biología, pero nunca podrá ningún dogmatismo reducir el peligro que para él constituye esa visita a la otra realidad donde el más rebelde y legítimo instinto conspira en silencio. |
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