EL CENTENARIO DEL SAN CARLOS Al iniciarse la Guerra de los Diez Años empezaron a llegar a Cayo Hueso numerosos emigrados. No pudo el pequeño pueblo asimilar tan rápido aumento de población, y los propios cubanos tuvieron que construir sus viviendas y organizar los servicios indispensables. Y como traían con ellos el amor a Cuba, y el deseo de salvaguardar sus costumbres y tradiciones, por iniciativa de Juan María Reyes se propusieron crear una sociedad para sus reuniones patrióticas y para auxiliar la insurrección. Consultaron con un abogado norteamericano, Mr. Patterson, que había sido discípulo de José de la Luz y Caballero, y este buen amigo de los exiliados de entonces aconsejó que la sociedad tuviera fines benéficos y educativos para facilitar su nacimiento y vida. Así se hizo: en homenaje a Carlos Manuel de Céspedes se la llamó San Carlos; se contrató el primer maestro, Alejandro Ramírez; y se eligió la junta directiva, en la que salió presidente Luis Someillán. El 11 de noviembre de 1871, con un sencillo acto, se inauguró el San Carlos en una casa de la calle Ann que los cubanos llamaron Callejón de San Carlos, entre Greene y Front. Sus ingresos fueron las cuotas que se habían comprometido a pagar un grupo de los fundadores: cada uno de ellos entregaba dos dólares y cincuenta centavos al mes, que era una cantidad importante para la época pues con ella se podía pagar una quincena en cualquier vivienda modesta, comprarse veinte libras de carne, que era artículo de lujo en el Cayo, y unas cincuenta del mejor pescado. Durante algún tiempo sirvió al propósito para el que se había fundado aquella casa: de día se daban clases, de noche se conspiraba. Si no tuviera otro mérito, le bastaría al San Carlos, para no dejar pasar sin recuerdo el centenario de su nacimiento, el haber sido el primer centro educacional del estado de la Florida con integración racial. Casi un siglo antes de que el gobierno de los Estados Unidos se propusiera el equilibrio de razas en las escuelas, aquellas aulas cubanas, sin otra ayuda que el amor ni otro mando que la virtud, daban un ejemplo de confraternidad y sentaban un precedente en la educación de este país. Cuando por dificultades económicas pareció que aquella hermosa empresa iba a fracasar, vino en su ayuda un hombre que pronto se convertiría en su más entusiasta defensor: Martín Herrera. Nada podría añadirse a la semblanza que hizo Martí de este generoso patriota; el 30 de abril de 1892 escribió en el periódico Patria:
Ayudado por su esposa, América León, antigua alumna de San Carlos, en los momentos en que pareció perdida la fe, Martín Herrera, puso la suya en garantía: por 150 dólares compraron un terreno en la calle Duval y poco a poco, con el sacrificio de muchos, se reunió la cantidad necesaria para una nueva construcción. “No hay en la historia de América”, ha dicho con razón Gerardo Castellanos, “un caso tan singular en que un edificio destinado a cultura, recreo y conspiraciones, se haya levantado con pedazos de emigrados. Así, San Carlos desde entonces, fue carne de la carne, sangre de la sangre de los cayohueseros”. En 1874 ya estaba lista la flamante casa: sus primeros profesores fueron José García Toledo y Elisa Figueredo, la hija de Perucho, el autor del Himno Nacional de Cuba.
Doce años más tarde, el 30 de marzo de 1886, se produjo un gran incendio en el peñón: estaba en reparaciones la única bomba y ardió toda la calle Duval. Hubo dos millones de pérdidas y San Carlos quedó reducido a cenizas. Martín empezó otra cruzada: de taller en taller, como luego Martí, fue pidiendo ayuda para levantar de nuevo la casa. Cuando lo veían llegar los obreros, adivinando su intención, lo llamaban “bruja”, pero él no se detenía: improvisaba una tribuna y les ripostaba calificando al mezquino de “majúa”. Logró su propósito: San Carlos volvió a renacer para entrar en la más trascendente etapa de su historia: su etapa martiana. Cuando a fines de 1891 Martí visitó por vez primera Cayo Hueso, es la “casa de la patria”, como él habría de llamar a San Carlos, el escenario de sus triunfos. Allí habló para explicar su programa revolucionario. Se calcula que el primer día fueron a escucharlo más de cinco mil personas; muy pocos, por supuesto, pudieron entrar en el local colmado de público desde antes de que empezara el acto. Martí llevaba ideas que iban a conmover las emigraciones y advirtió la conveniencia de agrandar aquel centro de actividad patriótica: lo sugirió a sus amigos, y el gremio de escogedores que era dueño de parte de un solar al fondo lo cedió; y otra vez empezaron las colectas. Tiempo después, comentaría Martí sobre la ayuda de los cayohueseros a San Carlos, desde Patria, el 10 de noviembre de 1894: Lo que los artesanos de Key West hacen ahora con la escuela de San Carlos debe escribirse en el cielo: los astros deben ser eso: virtudes que relucen en el firmamento azul. Ayer mismo, a la voz de un hombre que jamás los aturdió con la lisonja, ni les cortejó la pasión, a la voz de la patria angustiada, cedieron, como en día de fiesta, la labor de todo un día para el tesoro que, por sobre intrigas y traiciones, se ha de salvar íntegro, y comprará la república justa por la independencia.... El corazón criollo vuelve a dar luz, y se abren otra vez las manos obreras para que los niños no se queden sin maestro, todos los niños, los de padres de África y los de color español. Además de Martí, que desde 1891 visitó en varias ocasiones aquel lugar donde dijo que había “vibrado en veinte años de espera toda el alma cubana”, el club San Carlos tiene el mérito de haber contado entre sus huéspedes más distinguidos a Máximo Gómez, Antonio Maceo, Calixto García, Flor Crombet, Francisco Vicente Aguilera, Bernabé Varona, Cisneros Betancourt y muchos otros próceres que harían muy extensa la relación. Lograda la independencia, con el regreso a Cuba de gran parte de los emigrados, perdió el San Carlos muchos de sus mejores amigos. Tuvo que volver de Pinar del Río Martín Herrera, donde se había establecido, para, con todo el entusiasmo de sus años jóvenes, iniciar otra campaña en favor del plantel: reunió veinticuatro mil dólares y le dejó asegurada por algunos años la vida. Pero llegó el momento en que no podía resistir el embate del tiempo, y en 1918 la directiva acordó solicitar ayuda del gobierno cubano para construir un nuevo edificio. Se nombró una comisión compuesta por José Manuel Renedo, José Fernández, Ramón Perdomo y Diego Ubieta, quienes lograron interesar al Congreso de la República en el proyecto. Por iniciativa del viejo patriota Manuel Patricio Delgado y otros cubanos de Cayo Hueso, se logró que el alcalde de Manzanillo enviara una piedra de la Demajagua para que esa reliquia formara parte de la estructura en la nueva construcción. El 27 de junio de 1919 firmó Menocal la ley que respondía la demanda del Cayo; decía en su artículo segundo: “El edificio se mantendrá siempre como propiedad del Estado Cubano, que ejercerá la necesaria supervisión, por medio del Cónsul de Cuba en aquella ciudad, y lo usufructuará gratuitamente en la parte que les corresponda, el Club San Carlos mientras subsista con los fines que tiene actualmente y las aulas de enseñanza y demás anexos”. Se hicieron los preparativos para conmemorar el 10 de Octubre y colocar la piedra del histórico ingenio, pero un ciclón, el 9 de septiembre, causó tales desperfectos que obligó a las autoridades a clausurar el local. Aún habría de demorar la ayuda prometida. Una intensa campaña de prensa, tanto en Cuba como en el propio peñón, fue necesaria para que el gobierno situara los fondos ofrecidos. Pocos cubanos, dijo Juan Pérez Rolo, alumno del San Carlos y autor de un hermoso libro sobre Cayo Hueso, hicieron más en esta etapa del club, por devolverle su antigua presencia, que el español Feliciano Castro: desde su periódico Florida, en el Cayo, del que era director, y desde La Prensa, de la Habana, del que era corresponsal, Feliciano Castro, con una devoción y amor por las cosas de su patria adoptiva que no se la duermen los años, libró campañas decisivas. Por fin, durante el gobierno de Alfredo Zayas se iniciaron las obras, y el actual edificio de San Carlos, construido en la Calle Duval entre Fleming y Cuarteles, quedó terminado en 1924. La última vez que lo visité iba en compañía de una buena cubana nacida en Cayo Hueso, la señora Dolores Abreu, redactora de una columna en el Key West Citizen, que recogía los “Ecos del Peñón”. Aquella profesora de San Carlos se sentía tan vinculada a la historia de su pueblo que al escucharla parecían oírse las voces del pasado. Con ella y el presidente de la institución registré los archivos y visitamos las aulas en cuyas paredes cuelgan, tristes e impotentes, los héroes de Cuba. Con ella hablé de hacer algo más que estas notas para el centenario: tenía ideas generosas, pero pocos días después de mi visita la detuvo la muerte. No hay lugar en el extranjero que sea más cubano que aquel peñón al sur de la Florida, donde compiten el azul del cielo y el del mar; y en todo Cayo Hueso no hay camino en el que tanto haya transitado nuestra historia como el que lleva a San Carlos. “Ya no es lo que era antes”, se quejan los viejos del lugar, porque en la desorientación y en la pena el nuevo emigrado no sabe dónde están sus asideros, pero un día se entrará por las arenas de la playa Martín Herrera, acompañado de José Dolores Poyo, Lamadriz, Figueredo, Eduardo H. Gato y las legiones de patriotas que tanto amaron el club San Carlos, y otra vez, como hace un siglo, empezarán a conspirar para que Cuba sea libre, y otra vez volverán a juntarse las voluntades para su redención, y cuando sea de todos la patria, por sobre las olas del mar nos llevaremos la casa santa para clavarla en la ladera de un monte, porque entonces no habrá más emigraciones de cubanos.
|