Merece todo respeto la memoria del que, olvidando intereses naturales, dedica su vida a un ideal superior como es el de la liberación de su patria. José Morales Lemus sacrificó una bien ganada posición para entregarse al difícil aunque nobilísimo empeño de luchar por el mejoramiento de su pueblo. Este hijo de Gibara pudo gastar sus últimos años en la comodidad de su suelo y recoger, en venturas y halagos, la siembra de toda una vida de afanes y constante superación; pudo hacerlo, pero prefirió la honrada inseguridad del destierro y trabajar por su buena causa. Desde mediados de siglo gozaba en la Habana del mayor prestigio como abogado: su bufete era el centro de los negocios principales y su consejo se lo disputaban las familias más acomodadas. Y no era porque la fortuna le hubiese preparado el mejor camino dándole ventajas por su estado social, no, Morales Lemus fue hijo de un marino canario que abandonó a su esposa en las costas de Cuba, donde ella murió a los pocos meses de traer al mundo a aquel niño a quien tanto habría de exigir el destino. Morales Lemus fue un «selfmade man», en toda la extensión de la palabra. Se hizo con el esfuerzo necesario en la sociedad colonial a todo el que tenía que vencer su origen humilde. A prueba de méritos se ganó el apoyo de dos canarios residentes en Cuba, y con la herencia de uno de ellos aseguró su posición en el foro. Pero en 1868 Cuba dio una de esas sacudidas que levantan a todo un pueblo para reclamar sus derechos: unos hombres se juramentaron en La Demajagua, ardió Bayamo, y sólo los tímidos supieron sustraerse del glorioso escenario. Morales Lemus no anduvo en cálculos midiendo cuánto había de perder por sus actos, ni cómo podría salvar el resultado de tantos trabajos, y desvelos. La patria no tuvo que llamar a su puerta y demandarle concurso; él fue donde ella estaba y dispuso de su hacienda y nombre para servirla. Ya había dado razón de su amor a Cuba al participar en conspiraciones anteriores y sirviendo los intereses de su país en España, como representante en la Junta de Información. En aquella oportunidad fue la voz más valiente y el más osado de los agentes enviados por las Antillas, a tal extremo que tuvo el coraje de enfermarse para no ir a besar la mano de la reina con motivo de una recepción oficial. Terminadas aquellas gestiones que quisieron evitar los caminos de la guerra, los cubanos comprendieron que había llegado el momento de ganar la libertad con los justos sacrificios. Tres meses después del Grito de Yara, Morales Lemus, jefe de la Junta de patriotas de La Habana, tiene que abandonar escondido el país para continuar desde el extranjero su labor revolucionaria2. A los sesenta y un años ya le llegaba esa edad en que el hombre puede renunciar los entusiasmos y deshacerse de esperanzas, pero en la que ninguno honrado sabe olvidar su deber. Morales Lemus estaba enfermo cuando asumió, a principios de 1869, la dirección de la Junta Cubana de esta ciudad de Nueva York. Tenía especiales instrucciones de lograr el reconocimiento del gobierno revolucionario por los Estados Unidos, y a ese empeño dedicó los últimos meses de su vida. Pero fracasó en sus gestiones y murió defraudado por los gobernantes norteamericanos.
Ya por tanta dedicación y por haber muerto en olor de patriotismo, merece este cubano dignísimo nuestro recuerdo; mucho más ahora que se cumple el centenario de su muerte. Pero Morales Lemus tiene para nosotros, los emigrados de un siglo más tarde, un interés superior de evocación. Si de su vida podemos sacar la más hermosa enseñanza, de su ejemplo, de sus virtudes, también de su experiencia, del fracaso de su gestión, de su infortunio, podemos aprender mucho; y para un hombre como él que se distinguió por el juicio y el razonamiento, ninguna memoria podría ser más de su agrado que el meditar sobre sus pasos para que de ellos nos venga alguna luz en estos momentos difíciles de su patria. Nadie que muere trabajando por la libertad de su país es, en realidad, un fracasado, porque la obligación primera es servirlo y si las circunstancias históricas no le permiten ver el triunfo de un empeño, en nada reduce mérito el no ver colmadas las esperanzas. Fracasado es sólo aquél que no sabe ser hombre. Morales Lemus llegó a los Estados Unidas cuando una nueva administración iba a inaugurarse. El sucesor de Lincoln, el presidente Johnson, debía entregar el poder al general Ulises S. Grant, el héroe de la guerra civil. El pueblo norteamericano simpatizaba con la causa cubana y había todo motivo para esperar la más decidida ayuda del gobierno. Morales Lemus pudo entrevistarse con el nuevo Secretario de Estado, Hamilton Fish, que vino a convertirse en una de esas figuras negativas para los intereses de Cuba, que tantas veces aparecen en la historia de los Estados Unidos. Había, sin embargo, otra, semejante a los que han merecido el agradecimiento de los cubanos, que puso todo su prestigio y su influencia en nuestro favor; era el general John A. Rawlins, Secretario de la Guerra, para el que no podemos tener otro sentimiento que el de gratitud. Pero el destino que a veces muestra su cara fea a nuestra hermosa isla, hizo que este buen camarada del presidente Grant muriera antes de lograr el auxilio necesario para la insurrección; poco antes de morir encargó a un amigo que continuara sus gestiones por la «luchadora y pobre» isla3. Fish, mientras tanto, se había empeñado en unas negociaciones con la metrópoli para que ésta concediera la independencia de Cuba4. Poco afecto al plan anunciado, Morales Lemus acordó, no obstante, probar ese camino diplomática: el Secretario de Estado prometía el reconocimiento de la beligerancia cubana si los objetivos de las negociaciones no se lograban. En una visita al presidente —a "persona muy autorizada" dice en carta del 30 de abril de 1869, a Céspedes — éste le había asegurado: "Sosténganse Uds. Algún tiempo, organícense algo y probablemente alcanzarán aún más de lo que esperan.» Vio nuestro representante en Washington una esperanza en aquella promesa, que aun se afirmaba en una moción congresional por la que concedía la Cámara de Representantes su apoyo al ejecutivo para reconocer la independencia. Los insurrectos recibieron entonces noticias alentadoras mientras se organizaban en un gobierno que ofreciera al mundo la imagen mejor para el reconocimiento de su carácter beligerante, o aun de su independencia. Los españoles, sin embargo, el general Prim, engañó al representante norteamericano en Madrid al sospechar que los Estados Unidos no se atreverían a reconocer el gobierno de Céspedes por temer una posible guerra. Muy pronto pudo Morales Lemus darse cuenta de que había sido víctima de la política internacional. Hacia fines de septiembre de 1869, empieza a descubrirse un cambio en la Casa Blanca respecto a Cuba. Algunos meses antes, producto de las intrigas del ministro de España en Washington, habían sido encarcelados Morales Lemus y sus compañeros de la Junta, por organizar varias expediciones violando, dijeron las autoridades, las leyes de neutralidad5. El secretario Fish tenía el compromiso con los cubanos de reconocerlos como beligerantes si fracasaban las negociaciones con España6, pero terminaron aquéllas y no se cumplió la promesa a pesar de que el 19 de agosto Grant había firmado, sin darla a la publicidad, la proclama reconociendo la beligerancia de los insurrectos; es que prefirió conservar el arma diplomática que mejor podía esgrimir contra los españoles. No trascendió hasta mucho después esa traición a la causa de Cuba7, pero el engaño empezó a vislumbrarse en la política oficial: a principios de diciembre Grant empleó sin ninguna reserva el lenguaje más ofensivo para los emigrados al tratar el asunto de Cuba: contradiciendo el criterio que justificó las negociaciones, afirmaba que la contienda no tenía la categoría de una guerra en el sentido dado a esa palabra por las leyes internacionales. Quizás por el cariz que tomaban los acontecimientos, Morales Lemus fue sustituido en la dirección de la Junta por Miguel Aldama. A partir de entonces se van perfilando las nuevas actitudes de las autoridades norteamericanas mientras la salud del que había sido activo y poderoso abogado se va quebrantando. Habría de vivir aún unos meses para ver cómo en tan corto lapso cambiaba radicalmente la política de los Estados Unidos. El 14 de junio de 1870 publicó la prensa un mensaje de Grant, presentado al Congreso el día anterior, con el que se pretendía desacreditar una proposición favorable a Cuba8. En aquel escrito, redactado por el secretario Fish, Grant se expresó en los términos más injustos no sólo de los combatientes sino de sus representantes en los Estados Unidos, de los emigrados, repitiendo torpemente todas las mentiras que de ellos decían los españoles9. Reiteró el juicio de que la guerra no tenía categoría necesaria para reconocerla como tal, al tiempo que señalaba la ausencia de una organización política en Cuba que justificara su reconocimiento. A los emigrados los acusó de cobardes; dijo textualmente: «Durante toda la contienda han dado un buen espectáculo los numerosos cubanos que escapan de la Isla evitando los horrores de la guerra para converger en este país, a segura distancia del peligro; para hacer la guerra desde nuestras playas; para urgir a nuestro pueblo a que emprenda una lucha que ellos evitan; y para enredar a este gobierno en complicaciones y posibles hostilidades con España. Es indiscutible», siguió diciendo, "que ése es el verdadero objetivo de estos señores, aunque cubren sus intenciones con la solicitud de un mero reconocimiento de beligerancia»10. En seguida, además de cobardes, acusó a algunos emigrados de ladrones, o por lo menos de especuladores, por la emisión de unos bonos que debían servir para la causa de la independencia. Así resultaba que, después de haber prometido todo tipo de ayuda a los cubanos, éstos, en Cuba, aparecían como unas irresponsables y dispersas fuerzas que no tenían organización política ni militar, ni respetaban las leyes de la guerra, mientras que sus representantes en el extranjero eran unos pusilánimes que habían salido de su patria para evadir peligros. Ya eso fue mucho para Morales Lemus quien debió sentir el insulto como terrible ofensa. ¿Qué necesidad tenía el gobierno de los Estados Unidos de calumniar a los cubanos? Era que los gobernantes de Washington, en una de las veleidades e indecisiones de su política, consideraron más conveniente abandonar y perseguir la causa por la que pocos meses antes mostraron tanto afán y simpatía. Dos semanas después de aquel mensaje de Grant moría Morares Lemus en una casa pobre de Brooklyn, e iba a ser enterrado en un nicho provisional, posiblemente porque la viuda no tenía dinero11. Pero aquel anciano venerable no vio inactivo desbaratarse todos sus proyectos y esperanzas. Enfermo y desengañado, ya también víctima de la censura de sus compatriotas que veían en él una falta que en realidad era de la torpe diplomacia norteamericana12. Morales Lemus hizo, hasta sus últimos días, incansables peregrinaciones de casa en casa, pidiendo, como mendigo, para su patria, el sacrificio necesario. En aquellos momentos de amargura y soledad, en el frío invierno de 1870, nos lo pinta su amigo y biógrafo Enrique Piñeyro, luchando con la nieve y la indiferencia de los cubanos para asegurar los recursos indispensables y continuar la guerra. Pero murió como había soñado: el 15 de mayo de 1869 dijo en carta a Nicolás Azcárate: "Los ancianos, como yo, sufrirán sin esperanzas de gozar el resultado de sus sacrificios, pero morirán con la satisfacción de haber llenado sus deberes hacia la Patria y las generaciones venideras". "Los malos", advirtió Martí, "sólo se abren camino por entre las divisiones de los buenos". Este episodio de la historia de Cuba debemos contemplarlo en su verdadera significación y meditar sobre las disculpas que dieron los gobernantes de aquella época, de que por la desunión de los cubanos, por la incapacidad de algunos de ellos y la ambición de unos pocos, los Estados Unidos negaron su apoyo moral y material a la guerra de Cuba. Fue necesario echar la culpa a los que combatían en condiciones desventajosas para disimular las intenciones que tuvo la infortunada camarilla; pero basta para demostrar la falacia de sus acusaciones la escamoteada proclama de Grant reconociendo la beligerancia de Cuba. Condenaron a los cubanos de allá y de aquí que luchaban, con los errores naturales en todo empeño humano, en todo grupo, por libertar a su patria de la tiranía, y se escondieron tras aquellos errores aumentados por la propaganda, aunque es bien sabido que las potencias, y aún así lo vemos en nuestros días, no necesitan razones, ni aun para meterse donde no deben, ni andan con tales sutilezas para hacer lo que les conviene. Es innecesario destacar más la lección que de nuestro ilustre hombre, de Morales Lemus, puede derivarse, de su gestión para lograr ayuda, de lo que no consiguió, de cómo se vieron burladas las esperanzas de los que confiaron más en el extranjero que en las fuerzas propias. También España era entonces una potencia invencible, también entonces aquí se encarcelaba a los que se empeñaban en defender a su patria, también entonces llamaba el enemigo a los patriotas agentes de los americanos, también entonces pareció mil veces morir la causa de la libertad y otras tantas se la vio renacer, hasta que un día feliz, después de años de luchas y heroísmos, resonó en Baire el grito de libertad, de esa libertad que aún no ha tenido completa Cuba, ganada por el esfuerzo de todos sus hijos, alejada de los intereses de otros países que no podrán nunca pensar en lo mejor para nuestra tierra. No hay mejor homenaje a la memoria de Morales Lemus que proponernos ese ideal: una patria que nunca más se vea sometida a otro arbitrio que el que le nazca de su plena y absoluta soberanía. |