ESTAMPAS BELEMITAS Una mañana de domingo
UNA MAÑANA DE DOMINGO Por allá, sobre La Habana, aún resistía la noche entre las puntas de las torres y las azoteas de las casas, pero una claridad suave ya marcaba el horizonte; y como un látigo en el cielo el resplandor del Morro. Al otro extremo de Belén el silencio había rendido las trompetas de Tropicana: ni un eco del grito que clamaba a güiro y maracas, “¡No, no me pongan flores! ¡Si muero en la carretera, no me pongan flores!", Entre ronquidos de humo, toda de luces, iba por la calzada de Columbia una guagua sin pasaje, y el camión que lleva de Guanajay las viandas al mercado; más lejos, el mar, y alguna estrella vigilando las olas. Al fondo la vaquería del colegio mezclaba en el terral su arco iris de olores: el forraje, la leche, el estiércol, sobre el mugido del toro, y la piedra que golpea el cubo del ordeño.
Belén duerme como un gigante, con sus brazos sobre los campos de pelota. No siente las campanadas del reloj, siempre tras la queja que alza el martillo: “Ah, uno; ah, dos; ah, tres…" Nadie le sigue la cuenta. A poco empiezan sus píos los gorriones: primero algún madrugador con susto; luego todos, discutiendo cuitas, atrevidos, hinchada la pluma, y volando en el patio del Sagrado Corazón de mirada muy triste, y con el manto sudado de rocío. Una sombra pasea su rosario por la Clausura: es el padre que duerme en la enfermería; parece el mártir del cuadro de la biblioteca, siempre entre rezos y penitencias: “Santa María, madre de Dios…" y mueve el labio, sin prisa, como a paso de quien anda de rodillas. Con los clarores, todo se anima: la capilla, los baños, las escaleras; ya está en pie hasta el hermano gordo de los talleres. Suenan las sotanas entre las piernas que se apuran y, como es fresca la hora, van complacidos sobre las cabezas los bonetes negros de cartón. Despierta también la cocina: canta a coro la vajilla: las cacerolas, de bajo, y los cubiertos y los platos de tiple y soprano. Una voz manda sobre varias que discuten, y los sonidos todos se rompen contra las paredes de azulejos. Sin pudor ni aviso salta en escándalo la campana del colegio, como que no quiere parar, y, aun cuando calla, el badajo dice una última palabra. Ha empezado el día. Muy lento va el portero por el costado de la capilla, con su traje gris y la corbata tejida; todo en él es paz, sin otra rebelión que la ceja hirsuta. Suena el teléfono cuando llega a la portería: clava la aguja sobre el bombillo encendido: “¡Belén...!” responde en tono de agonizante; “Un momento”, agrega, y enseguida el timbre, con estridencias de desastre: uno largo, otro más corto, y un último interminable —la telegrafía de la Comunidad: una beata quiere saber a qué hora baja el padre del Retiro en las Reparadoras. Ya son rojos los techos al Este, y el mar, esmeralda, como las cortinas del San Luis Gonzaga. Cruzan la calzada los alumnos del colegio. Aún hay neblina hacia Marianao, mitad campo y mitad ciudad, con vacas y policías; y por los trillos de los placeres cercanos las niñas que vienen con velo a la primera misa, y el pañuelo apretado sobre la boca, para que la frialdad no les llegue a la garganta. Alegres dejan los pupilos el dormitorio: es día de salida. Hay alboroto de domingo. Los escaparates entregan el traje de gala, y los zapatos negros se despolvan con el calcetín perdido debajo de la cama. Suena el pito del Inspector y se hacen silencio y filas —después de la campana, el silbato sigue en rango: aquélla, como teniente; éste, de sargento sobre el soldado, con la disciplina y la libreta para el que olvida la regla: “No se habla en filas”. “No se habla en filas”, y así mil veces, en líneas, que se compran en bolsa negra, o se reducen con lápices ayuntados por ligas. Ya hay muchos uniformes azules en el patio, y sobre la arenilla juegan las bolas de colores: la Calimba: un poco de suerte y va el bolsillo enriquecido de presas. Entra el Hermano en su venduta de chucherías, pero no a comercio: “¡Hermano, un real de naranjitas!” “Hoy no se vende, que es domingo”. “¡Hermano, un bloque…!" “He dicho que no; el lunes, el lunes”, y sale entre las quejas de los compradores con una caja de cartón en la mano: son los creyones para el maestro cojo del Catecismo. Otra vez la campana. A la Capilla ahora: va a empezar la misa. El público espera en los bancos de los lados, y el centro se va llenando de alumnos; quedan en guardia los maestros que conocen a todos por el cogote. Las niñas de visita buscan al amigo secreto, el del sueño de anoche: “Aquél alto, ése”, dice una a la hermana en voz baja, y miran sobre el pellizco de la madre. Empieza el órgano con un empujón de acordes: es para sobrecoger los ánimos y entrarlos en devoción. El Padre oficia entre sacristanes con ropa de cardenal. Aún es a la antigua la misa, entre murmullos y latines, y un ejército de velas; el diálogo misterioso: “Domine non sum dignus.. .“ “Dimitte nobis debita nostra.. .“ Luego el sermón: “Que la Inmaculada sufre los dolores de su Purísimo Hijo"; "que la Santa Madre Iglesia ofrece alivio al rebaño que apacienta"; "que el Niño Jesús en su Divina Misericordia…“ Lugares comunes de predicador improvisado, pero santamente breve; y como la plática no tiene principio ni fin, se sabe que concluye cuando hace la señal de la cruz. Contra las paredes los confesionarios barrocos, como catedrales de Liliput habitadas por Polifemo, con colas de pecadores, la Gracia a izquierda y a derecha, de ventanilla a ventanilla: “Ave María Purísima”. "¿Cuántas veces, hijo?" "¡Vaya, por Dios!" "Y ¿qué más?" "Siete Padrenuestros y siete Credos”. Enseguida las campanillas, desde el altar: se reparte la comunión, y vuelven los fieles con la cabeza baja y las manos sobre el pecho en un minuto de fervor. La Virgen contempla desde su corona de estrellas, con el manto que le bordea la cara judía de infinita dulzura; y el Niño en la pierna, como que saluda, o recoge el aplauso después de un donaire. ¡Cuántas promesas bajo sus pies desnudos! La ceremonia acaba. El órgano entona el himno: “Cantemos al Amor de los amores; cantemos al Señor”, y los más desafinados a ver si a fuerza de pulmón se les endereza la nota, pero el instrumento impone equilibrio.
De nuevo en filas andan los alumnos hasta que el pito anuncia la desbandada: muchos van a reunirse con la familia que espera en el vestíbulo. Cien preguntas acosan al portero, pero él no sabe; encoge los hombros, frunce la frente, y siempre responde: “Espere”. En la austeridad de la sala de visitas consultan los familiares el progreso de los niños: una viuda guarda en la punta de su mantilla la lágrima en recuerdo del marido: el Rector la mira piadoso y distante. Otra madre habla con el Padre Ministro, que se frota las manos mientras razona en su casuismo: "Verá usted". Un caballero vestido de militar espera al Prefecto: es pariente del alumno de Baracoa, el que perdió al hermano en el ciclón de octubre. Los fiñes corren por los pasillos: el saco de caballo, y la corbata de fuste, y entre jinete y jinete, los gritos de la contienda. Se llenan los comedores: human las cafeteras y las jarras de leche; los panes, en los platillos, con el migajón insinuándose de balines. Caen los chorros juntos: “¡Más leche...” “¡Aguanta el café!” “¡Milpa, otro pan!” Y bailan los “sube y bajas” en la orgía de dedos. Luego quedan los comedores desiertos, y las moscas sobre el botín de azúcar, y los asturianos que recogen las tazas en sus carrozas de madera. Corren a cambiarse los muchachos para el juego, y otros a las guaguas, que a poco salen brincando sobre los baches como ciervos de acero. Cada una lleva un Hermano con gafas de sol, y el chofer de uniforme gris, con algo de los Omnibus Aliados y manigueta de tranvía para abrir la puerta. Los pasajeros bracean y ríen: parece que llevara ruedas una jaula de tomeguines.
Ha vuelto la calma al colegio. Arriba, del lado de la brisa, parlotean los Hermanos, o andan como en parejas de minué, frente a frente, sobre el piso de granito. El de la película de la tarde vuela al Salón de Actos, a cortar el pasaje con el beso de los enamorados; el de los fiñes, hecho a escala, entre su gente, como uno de ellos, sonando los cascabeles de sus llaves; el bizco de los pobres, santo y barrigón, con la mano en el bolsillo lleno de caramelos; y el de la enfermería, Alonso Quijano con alas, mirando las prácticas del basket. Por el último piso se pasea el anciano de Ciencias Naturales, cerca del profesor de Física, macilento, como si fuera a llorar por los pecados del mundo; allá el profesor de Gramática, diminuto y bermejo, con el misal en la mano cansada de absoluciones; y el de Geografía, guiñando bajo los lentes oscuros, doblado al peso de la virtud. “Los buenos son Padres, los pedantes son curas”, dicen los muchachos; “El cura ése" —es uno joven que no ha vencido el sarampión del hábito: anda como prelado de pueblo con bulas en los sobacos: “¡Guillao!” murmuran las víctimas a su paso. Abajo, en la Sala de Juegos, salta sobre la mesa la pelota de ping pong: son los pupilos sin salida, con el Padre que cuida a los grandes, temible y cariñoso, reacio a los jaboneros del Director de la Congregación. A la Academia va el grupo de literatos, y sobre ellos el Padre que hace versos, ordenando el debate de los oradores. En el campo de balompié se celebra un partido del campeonato; las camisetas del Colegio llevan “Belén” en anuncio de oro sobre fondo púrpura, y pierden contra el equipo infantil del Centro Gallego, el de las camisetas blancas con el monograma verde sobre el pecho. Y al mismo tiempo un juego de pelota, contra el Chandler College, y los belemitas se alegran con el error que le cuesta una carrera al protestante: resabios del Concilio del Trento. Del pabellón de criados sale el negro de la siega, henchido bajo el pajilla nuevo y la camisa de seda fina: “¡Anda, enséñanos tu caña”, le piden los niños que saben sus historias de boxeo, y él sonríe, y rueda el puño de la manga para contraer inmenso el brazo del atleta: “¡Oye!” dice la admiración del grupo, y el negro sigue su paso amable moviendo complacido la cabeza. Vuelve el reloj a anunciar la hora. Ha sonado muchas veces sin que nadie lo oyera; ahora, sí, en el reposo. Quedó atrás la mañana del domingo. Ya está el sol sobre el techo del Observatorio, y el Sagrado Corazón brilla blanquísimo en el patio de los gorriones, que han cedido su lugar en las flores a un puñado de mariposas.
El día de junio entraba en el Salón de Actos. Sobre alfombras de jade, las arecas del jardinero canario adornaban el estrado, junto a las sillas solemnes de la presidencia. Detrás, las banderas, y sobre la mesa del orador una jarra de plata. Entre los atriles de la banda iba un hermano tendiendo los cables del amplificador, que luego subían como serpientes hasta las bocinas de la pared. Atropadas las sillas del público, un regimiento a cada lado, y entre ellos el pasaje por donde irían los elegidos en busca de sus medallas, ataviado de flores y ramas de laurel. Sobre el rugido del micrófono que se ensaya, juega una brisa fisgona con los pliegues del telón, las hojas de las arecas y las cintas de los estandartes. A poco asoma el Inspector de los mayores: inquiere, revisa; todo está listo, pero aún mete los ojos por los rincones, y desde ellos mira los ángulos del local. De pronto vuelve sus pasos a la entrada, abiertas las piernas como si fuera a lomo de mula, atropellando el hábito que le resiste el impulso: es que el órgano de la capilla ya anuncia el fin de la misa. Empiezan a llenarse los corredores con los uniformes de los alumnos, los vestidos de colores de sus mamás, las muselinas de sus hermanas, el dril cien de sus padres y el medio luto de abuelas y tías. Pero todas las miradas se van a la túnica roja del arzobispo, y al anillo opulento en su mano escuálida. Acompañado de un seminarista, flaco y de gruesas ojeras, habla con el padre viceprovincial, y el rector del colegio, ambos a manteo volado y bonete, obsequiosos y corteses. Esperan a las autoridades civiles, en la portería. Pasan primero los músicos de la banda: unos muy grandes para sus flautines y clarinetes; otros como llevados de la mano por el tambor y las trompas, con chamarretas relucientes y botonaduras de oro; y a la cabeza el director, con las insignias de capitán en el porte y en los hombros. Al fin llega, con retraso, el ministro del gobierno: viene a presidir el acto, de espejuelos oscuros y violeta en la solapa, al lado de la esposa, que más se dijera hija, con un collar de perlas y zapatos blancos, y el ayudante militar, de bigote fino y entorchados de seda. Todo se hace sonrisas y reverencias, y parte la comitiva hacia el salón, mientras se le unen las otras figuras invitadas: el antiguo alumno que es ahora Juez del Tribunal Supremo, el erudito gordo de la Academia de la Historia, un periodista anciano y su señora, el agregado cultural de la embajada de España, y el profesor del Instituto, alto y mofletudo, y su esposa de cara chupada, como si le oprimieran la lengua los carrillos. Atrás quedó solo y en silencio el portero, ladeado al peso de la melancolía.
En su lugar están los alumnos, el público y la banda, entre los instrumentos que se afinan y el nerviosismo de los que esperan. Se hace murmullo el ruido, y luego silencio, y llegan hasta sus sillas de cónsul los miembros del estrado. Levanta su brazo el capitán, y con los primeros acordes del Himno Nacional, quedan las sillas vacías. Sobre la sotana abultada se yergue puro el profesor de Historia de Cuba, allá, en un balcón escondido, y la bandera vierte más luz por las puntas de su estrella. Habla primero el Rector: “El estudio necesita estímulo, es la recompensa del esfuerzo... El Colegio tiene la obligación de formar los hombres del mañana… Las aulas de Belén han dado muchos hijos ilustres a la patria [y cita a Finlay] Y, junto a la formación para la vida, la espiritual, en el santo temor de Dios y el respeto a los padres, y el cumplimiento de los deberes ciudadanos…" Cuenta luego, para encarecer el acto, una anécdota de cuando él era estudiante en un colegio de la Compañía, en Valladolid, que lo suspendieron un año y, de pura vergüenza, fue al siguiente excelencia de su curso, y de allí, entre los mimos y halagos de sus mayores, le nació la vocación religiosa. Pero ganó buenos aplausos al terminar el discurso, cuando comparó el mérito del alumnado con el prestigio de los que ocupaban la tribuna, y el ministro le estrechó la mano, y le iluminaba el rostro el resplandor de un fotógrafo. Siguieron las canciones del coro, del centro regional español, y después de algunas “borricas” y “mañanicas” que no cabían bien en el programa, cantaron con acierto “El manisero", de Moisés Simons, y “La bella cubana", de White. Enseguida recitaron los alumnos de la Academia Literaria versos de la Avellaneda, de Zenea, de Agustín Acosta y de Sánchez Galarraga, y gustaron mucho, sobre todos, el más joven, de buena poesía, lampiño y fuerte postura, que dijo devoto las décimas de “Pórtico”: “Aquí la paz me saluda / junto a la verde campiña, / y mi corazón se aniña,/ se enternece y se desnuda". Agotados los aplausos, la banda se dispuso a ejecutar la obertura “1812", de Tchaikowsky. Empezaron a rodar los carros de la guerra y salían águilas de los instrumentos. Parecía que estaban allí, a las puertas de Moscú, las tropas de Napoleón, y los rusos heroicos resistiendo el empuje, y, a cada descarga de los platillos saltaban de susto los gorriones del patio, y algunos fiñes se resbalaban en la silla para evitar los proyectiles de la contienda. Le brilló una sonrisa al Hermano sordo de la galería. Pero muy pronto el vuelo de las campanas anunció la reducción de la Marsellesa: la victoria se hizo paz, y con ella volvieron a los muros de la azotea las palomas en bandada. Así le llegó el turno al profesor del Instituto, aún no apagados del todo los incendios de la batalla. Habló de la enseñanza en Cuba, desde los tiempos del presbítero Caballero hasta Enrique José Varona. Conocía bien el tema, pero más que su retórica molestaban sus gestos: aludir a la “manigua redentora” era pasear el índice por el salón como si allí estuviera la sabana de Jimaguayú; recordar a José de la Luz libertando a su esclavo era romperle él las cadenas en el puño; y, cuando recordó a Martí en las clases de La Liga, se golpeaba la cabeza para indicar la residencia de la sabiduría. Cada vez que se le quedaba corto un pensamiento, o una frase, como para darle alas, agitaba los brazos en el aire. Pero el mensaje fue hermoso, por la veta riquísima del magisterio nacional, y la promesa. Tomó entonces el Prefecto la palabra, ya para revelar los secretos. ¡Cuántos miedos y esperanzas volaban por aquellas cabezas! Todo un año de aplicación por un minuto de gloria. Abrió el libro negro con los nombres y comenzó a leer. A cada premio seguía otro de aplausos, y el elegido iba a la tribuna, para quietarse el corazón, a que le prendieran del pecho la medalla. Se veían satisfechos los maestros, los jueces del torneo: ellos habían pesado el esfuerzo y repartido las coronas, y gustaban como propios una parte de los triunfos —el padre del Laboratorio se mordía los labios, bajo la vigilancia complacida del criado portugués. Al volver los premios buscaban en el camino los ojos de su familia, y todo lo hablaban en una mirada: el orgullo, la gratitud, las esperanzas. Pero muchos ayunaban en aquel banquete de honores, sin llegar a entender los desajustes de la naturaleza que concentró el talento en sus compañeros decorados. Y, como junto al éxito nace la envidia, alguno tildaba la virtud de capricho, o de favoritismo. Los grados crecían: las excelencias, los mejores de cada curso; las dignidades, los de mayor disciplina. Por fin, el brigadier, la más alta jerarquía. Fue muy discutida la elección este año, porque pesan en ella no sólo el estudio y el comportamiento. ¡Qué difícil atisbar el futuro de un niño! ¿A dónde llevarán, a esas medallas, los embates de la vida? Anunció el Rector: “Brigadier del colegio", y ya en el nombre de pila era estruendo la ovación. Cerró el acto el Viceprovincial, finústico y breve, agradecido por “la distinguida concurrencia", y orgulloso del colegio “por el año útil que allí terminaba”. Se llenaron otra vez los corredores. Ya iban de vuelta el arzobispo y su seminarista; el ministro, su esposa, y su teniente pavo real; el profesor grueso y su magra compañera; los padres de la comunidad y el fotógrafo con sus collarines de cámaras y filtros; y a paso de embajador el agregado cultural, con sus zetas trabadas debajo del bigote. Un caballero de pipa habla con el anciano periodista, seguidos de rica prole, sobre la situación del país y la falta de garantías al capital. Los alumnos por todas partes, junto a sus familias. En cada mano lleva a uno una abuela, las piernas torpes y el semblante de ternura. Una niña va como novia del hermano mayor, que tiene el pecho cubierto de medallas: es linda la novia de brazo, con sortijuelas rubias sobre la espalda. Se oyen los motores y las puertas de los autos oficiales. Un Padre despide a los dignatarios, y a los amigos del colegio les promete visita: más parece él señor que clérigo, con sus lentes azules, y el agua de colonia en el pañuelo de hilo. Y cuando quedó vacío el Salón de Actos, para el altar de la Virgen, recogía del piso las flores el Hermano sordo de la galería.
¡Por fin llegó el último día de colegio! Ya no había que padecer más el aula estricta y la disciplina severa, y podían echarse en olvido las Tablas de los Elementos, las Leyes del Judicandi, el Sistema Cegesimal y la Anatomía de los Marsupiales. ¡Aquellas clases de Química, con el asturiano rojo de cerquillo en cresta de gallo, disparando desde el estrado sobre los alumnos! “A ver, usted, ¿cuál es el mejor disolvente?” “El ácido nítrico...“ "No, usted". “El ácido sulfúrico…” “No, usted". “La gasolina..." “¡No, hombre, por Dios, no diga disparates!" "Usted". “¿El mejor disolvente...? No sé". “Usted…" Nadie lo sabe, y todos quedan encogidos o buscando en el libro la respuesta que no hallan. “El agua, el agua. Ni más ni menos, el mejor disolvente es el …" “Yo lo iba a decir", comentó uno. “Y ¿por qué no lo dijo?” “Porque era una respuesta muy sencilla". “Pues bien, ya que usted sabe de cosas sencillas, dígame el peso atómico del cadmio y del selenio. . ". “¿Del cadmio y del selenio...?" “Sí, vamos, del cadmio y del selenio. ¡Vamos…!" Y sin esperar apuntaba a otra víctima, y a otra: “Usted. Usted. Usted..." Y se movía cazador inagotable tras las redomas y retortas donde, en polvos y gases, había encerrado los colores del arco iris. ¡Y aquella clase de Lógica, a las dos de la tarde, cuando todo debía estar en siesta! ¡Y que entre el sopor de la hora, el mugido de la vaquería y la mosca importuna le pregunten a uno los modos de los silogismos! “Padre, yo no me sé todas las palabras. . ". “Pues, diga las que recuerde. “Bárbara, Celarent, Darío…" “Darío, no, Daríi". “Daríí, Celarent, Dan… Espere, yo sé que la otra empieza con eme..." “No, no empieza con eme, empieza con efe". “¿Con efe…? ¿Con efe?" “Pues pocas sabe usted". “¿Con efe?" Y allí lo deja, para preguntar al mejor de la clase. “Bárbara, Celarent, Daríi, y Ferio; Cesare, Camestres…" y sigue el torrente hasta terminar la jerigonza. Ningún compañero lo perdona. “¡Tiene memoria de elefante!” "¡No sabe más que estudiar y dar jabón!” “¡Le voy a meter un traspié en la gimnasia que va a botar los libros por las orejas!” Pero el profesor aprueba complacido mientras la campana ahorra el mal rato de otros alumnos. “Y, para la composición de mañana", les advierte, “tráiganselas bien sabidas todas, ¿eh? todas, y con ejemplos de Proposiciones Universales y Particulares, ¿eh?, de los dos tipos, ¿eh? No lo olviden". Y tras los cristales gruesos, en armadura de alambre, le entraban los ojos en la paz del rezo. “En el nombre del Padre, del Hijo…" Y andaba el Avemaría entre murmullos de disgusto y las explosiones que cerraban los libros a golpes de frustración y de protesta. Y ¿qué decir de las clases de Física? Por suerte el Padre era más santo que profesor, y vivía más preocupado en ganarse el cielo con actos de penitencia que con esfuerzos para explicar el uso de las dinas y los amperes... “¡Pero hay tanta materia que estudiar...! Y nadie entiende las leyes de la aceleración. ¡Qué tontería! Además, ¿para qué sirve todo eso...? ¡Otra lata!" También el anciano de Historia Natural era un bendito, y resbalan por su sabiduría las impertinencias de los estudiantes. “Vamos a ver, vamos a ver,” dice, “Usted, que anda hoy algo distraído mirando por la ventana; a ver, dígame, ¿qué son los Catarrinos?” El alumno se levanta despacio moviendo la cabeza para lamentar su suerte. Hace muecas y repite: “¿Los Catarrinos...?" Se vuelve al compañero y le pregunta entre dientes: “¡Oye, tú!, ¿qué son los Catarrinos?” Y el amigo le contesta con disimulo y premioso: “¡Los que tienen catarro, chico!...” Sin entender la burla, aunque con sospecha, el otro aventura la respuesta: “¿Los que tienen catarro...?" “La carcajada llegó a todas las salas del Museo. “¡Qué catarro ni qué niño muerto!” comentó el profesor. “Pues no faltaba más, hombre. ¡Los que tienen catarro...!" y se pasaba el pañuelo por la boca para no contagiarse con la risa. “¡Vaya por Dios!” Y aún de pie se volvía el alumno, lleno de ira, al cruel compañero: “¡Deja que te coja en el recreo..." Pero el Padre, para sacarlo del apuro, le explicaba bondadoso: “Mire usted, los Catarrinos son unos simios. ¿Sabe usted lo que es un simio?” “Sí, yo sí sé lo que es un simio, un simio es un mono". “Pues muy bien, los simios son los monos; eso está muy bien. Puede usted sentarse. . . Y recuerde que el otro grupo son los Pla-ti-rri-nos. . .,“ y marcaba las sílabas para ahogar las últimas risas, “los Pla-ti-rri-nos", repetía al regresar al libro para seguir la clase.
Atrás quedaba todo aquello, las penas y los buenos ratos. Más las penas. Parecían abrirse para los graduados las puertas del paraíso. En la mesa larga y suntuosa del almuerzo se reunían después de los actos oficiales, con sus ceremonias y la admonición de los superiores a los que iban "armados de la fe y de la ciencia a enfrentarse con el mundo”. Hay alegría por lo que acaba y por lo que comienza. Cada uno lleva su saco de esperanzas, y las cuenta al compañero de la clase, sobre el humo de los cigarros y la espuma de la cerveza. Hablan seguros del porvenir, y mezclan piedras y nubes con la candidez del hombre inédito. En el exceso de luz se ahogan las desigualdades de carácter, las rencillas del curso, y crece la camaradería: “¡Tú serás mi médico! ¡Tú, mi abogado! ¡Tú tienes que ser testigo de mi boda!” De hierro parecen los lazos que se atan en desafío de las trampas del vivir. Desde lejos los contemplan los profesores, ya no ceñudos, con un pedazo del alma en aquella orgía de promesas. No dejan comer los gritos y las risas, y queda mohína en las fuentes la exquisita vianda. Todo es gesto y órdenes el altón y membrudo que piensa ir a la Academia Militar, a ejercitarse el mando, mientras lo mira cariñoso el de los espejuelos oscuros, que va a estudiar Ciencias Comerciales. Uno muestra al amigo la foto de la novia, una estampa de mansedumbre entre rizos de oro, y le dice del próximo enlace y del futuro hogar en Manzanillo. Otro explica sus descubrimientos en el microscopio que le regalaron por la graduación, y ya tiene decidida la especialidad en Medicina, para curarle los achaques al abuelo. El que va a ser arquitecto, habla de los negocios del padre, y cuenta cómo piensa distribuir el tiempo entre la oficina, la playa y la pelota. Otro ya tiene preparado el viaje a donde se graduó el tío de ingeniero. Aquél, flácido e imberbe, revela con pudor su vocación por la Filosofía, “porque nunca se ha entendido con los números”. Pero muchos aún no saben qué hacer, aunque les sobran caminos. Con el postre empezaron los discursos que no salían de burlas. Al narigón le recordaron los versos de Quevedo; al de la quijada aguda, el arma de Caín; por la pelambrera hirsuta amenazaban a otro con las tijeras de Dalila; para un bigote incipiente pedían excremento de gato; para el de la novia delgada, espinacas de Popeye. Uno era Tarzán, por su culto a los bíceps; aquél, Yarini, por sus aventuras en la calle Crespo; otro, el Caballero de París, por sus pujos nobiliarios... Entrada la tarde llegó el fin del almuerzo. Vinieron entonces las despedidas, la copia de direcciones, los abrazos... Pasa el tropel por la portería, cargado de bultos. “Adiós, adiós,” les dice el portero. Él los vio entrar en el Colegio, pequeñitos, y correr alborozados por los pasillos, y piensa a dónde van y qué les espera, o quizás no piensa, pues le parece inútil. “Adiós, adiós", les repite. Él sabe que han de volver, con otro equipaje, menguado el saco de ilusiones, pero sólo les dice “Adiós, adiós, que les vaya bien”. Sí, han de volver, a otros almuerzos, de Antiguos Alumnos, cada vez más secos el rostro y el espíritu, para añorar el mundo que terminaba entonces, entre nuevas bromas y risas, pero sin confesar jamás los sueños allí forjados que les asesinó la vida. “Adiós, adiós, que les vaya bien...”
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