MARTÍ Y EL TERRORISMO
Violencia en México y en Rusia
Epílogo
Los sistemas políticos en que domina la fuerza crean derechos que carecen totalmente de justicia..., un conjunto de derechos de reconquista
José Martí
Cumple un siglo este año el "Primero de Mayo". En 1884, la Federación de Uniones Obreras de este país tomó el acuerdo de que "a partir del 1º. de mayo de 1886, la jornada de trabajo sería de ocho horas". Ésa era una de las más populares aspiraciones del obrerismo americano, pero no pudo triunfar entonces por el acto terrorista que causó la muerte de varios policías en Chicago. Martí, que seguía de cerca los problemas sociales, escribió sobre el juicio de los anarquistas acusados de tirar la bomba, y sus reflexiones en esa oportunidad, y en otras en que habló de la violencia, dejan ver sus ideas sobre el terrorismo.
Violencia en México y en Rusia
Cuando Martí llegó a la capital mexicana, en 1875, la oposición al gobierno ya constituía una amenaza para la república liberal y laica que había establecido Benito Juárez. La persecución contra la Iglesia disminuyó el crédito del presidente Lerdo de Tejada, y se desató una ola de terrorismo, al parecer instigada por los católicos. Martí, desde la Revista Universal en la que estaba empleado, condenó la violencia; dijo: "Es natural que la guerra se haga con todos los medios, por más que terribles, necesarios para hacerla; pero cuando una campaña alimentada por el voracísimo fuego del despecho y de los odios, arma las manos de los malvados, no es ya posible rechazar con medios comunes a quien alza teas encendidas como medios de guerra desoladora". Y entra entonces en un tema que preocupa a los que de alguna forma tienen que tratar con la violencia: la probable ineficacia de los métodos legítimos, y la posible ilegitimidad de los métodos eficaces; entonces Martí agrega: "Es ya necesaria una persecución sin tregua y sin descanso, tan decidida y tan compacta, tan incansable y enérgica, que no tengan en su camino estos hombres malvados tiempo de ejercer su crueldad. No puede combatirse con medios de respeto a los que por encima de todo respeto saltan y rompen; no puede tenerse miramientos constitucionales para los que anidan en el seno de la Constitución con ánimo de herirla y devorarla". Pero advierte contra los excesos de esa campaña propuesta, al decir que no se debe emprender "nunca una persecución que se manche con esos mismos crímenes" que la justifican.
Poco después, cuando la población mató a un campesino adicto al gobierno, un antiguo coronel que había luchado contra el imperio de Francia, Martí escribe: "No tardan las gavillas de Michoacán en recordar su existencia con un hecho cruel y triste. Anúnciase con el crimen, coméntelo cada día y aún pretenden nombre más blando que el de criminales. La pasión política tiene un límite: allí donde comienza la maldad". Aquella violencia encontró un líder en Porfirio Díaz, distinguido militar de las guerras contra Maximiliano, y cayó el gobierno; y Martí tuvo que irse de México por su identificación con los vencidos.
Ya en Nueva York, cuando la violencia en Rusia culminó en el asesinato de Alejandro II, Martí volvió sobre el terrorismo, entonces, con nueva perspectiva. Una organización secreta de revolucionarios profesionales, "La voluntad del pueblo", a veces con menos de 50 miembros, había logrado paralizar el más poderoso estado policial del mundo, en el que vivían 90 millones de habitantes. La bomba de nitroglicerina que mató al zar junto al canal de Catalina, en 1881, había sido precedida por el atentado contra el Ministro de la Guerra y la voladura del Palacio de Invierno. Cuando iban a ajusticiar a varios nihilistas de la organización responsable, Martí escribe: "Si el zar [Alejandro III] intenta, a lo que dice, darse a la cura activa de las miserias del pueblo, ¿por qué poner la mano de la ira sobre los que obraron erradamente, llevados del anhelo de curar esas miserias populares? Más culpables son los delitos que los engendran que por el modo con que se cometen. Los crímenes no aprovechan a la libertad, ni cuadran a estatuas blancas manos rojas. Pero, ¿no son coautores de esos crímenes nihilistas la resistencia a conceder lo justo, la impaciencia infructuosa que lleva, en vez de acelerarlo, a hacer vergonzoso y tardío el triunfo de la justicia?
Como Martí sabía lo que estaba sufriendo el pueblo ruso, y que los gobernantes empleaban fuerza para someter la población, razona de acuerdo con lo que él había planteado años antes, el derecho "de reconquista" que nace donde no se respetan los derechos individuales: "Los sistemas políticos en que domina la fuerza crean derechos que carecen totalmente de justicia, y el ser vivo humano, que tiende fatal y constemente a la independencia y al concepto de lo justo, forma en sus evoluciones rebeldes hacia su libertad oprimida y esencial, un conjunto de derechos de reconquista". Por eso Martí aboga por los rusos condenados a muerte; dice al concluir su asunto: "Perdonar es desarmar. Los patíbulos truecan en mártires a los fanáticos políticos".
La bomba del Haymarket, además de los policías que mató en Chicago, detuvo el movimiento en favor de la jornada de 8 horas. Fue necesario esperar hasta el 1º. de mayo de 1890 para que la American Federation of Labor iniciara una tímida campaña a favor de ella, y esperar hasta 1916 para que el Congreso obligara a las empresas de ferrocarril a respetar la jornada de 8 horas. Y al fin, con el New Deal's Fair Labor Standards Act, del presidente Roosevelt, se fijó en 1938 para todos los obreros del país. Es probable que sin el acto terrorista de Chicago, la aspiración de los trabajadores ("8 horas de labor, 8 horas de descanso y 8 horas de sueño") se hubiera impuesto antes.
Para entender el estado de tensión anterior al primero de mayo de 1886, y la reacción que vino después; se hace necesario revisar los antecedentes de las demandas para poner un límite justo a las horas de trabajo. A principios del siglo XIX eran frecuentes las jornadas de 14 y 15 horas, seis días a la semana. En 1825 algunos empezaron a pedir que se redujera a 10, y se logró que el presidente Van Buren la estableciera para los empleados federales; pero ni esa disposición, ni la que luego dictó el Congreso, en 1868, también sólo para los empleados del gobierno, se respetaron. Por su parte, las empresas privadas cometían grandes abusos. Entre 1870 y 1880, cuando creció la lucha entre los trabajadores y patronos, los obreros más favorecidos -los tabaqueros y los textileros, por ejemplo- rendían una jornada de 10 a 12 horas, pero había otros, como los conductores de tranvías y los panaderos, que llegaban hasta las 110 y 120 horas a la semana.
Cuando se acercaba el 1º. de mayo de 1886, la mayoría de los obreros de Chicago estaba por la jornada de 8 horas, incluso los anarquistas de la International Working People's Association, a pesar de que siempre se negaron a entrar en arreglos con el capitalismo. Llegó la fecha señalada como término de lo que se pedía: se ausentaron de sus labores unos 300,000 obreros en todo el país -40,000 en Chicago, centro de la agitación. No hubo violencia ese día; al siguiente, tampoco: todo fueron reuniones y manifestaciones pacíficas. El día 3 más obreros abandonaron el trabajo. La McCornick Reaper Works, que luego se convirtió en la International Harvester, negada a emplear miembros del sindicato, tuvo que contratar rompehuelgas y, para protegerlos, trajo varios detectives de la agencia Pinkerton. Al caer la tarde, cuando salían de la fábrica los rompehuelgas, éstos fueron agredidos por los huelguistas. Vino la policía, la recibieron a pedradas, se defendió a tiros y quedaron obreros muertos y heridos en la calle. Para protestar, los anarquistas convocaron un mitin para el día siguiente, a las 8 de la noche en el Haymarket. A los trabajadores les pidieron que se armaran para vengar el abuso. Se presentaron dos mil. Hablaron varios líderes y, cuando por la lluvia se dispersaban los asistentes, uno de los oradores dijo algo de "estrangular la ley". La policía, que vigilaba de cerca, conminó a los dirigentes a que suspendieran la reunión, y, mientras disputaban, una bomba cayó en medio de los policías. Entonces éstos dispararon contra los obreros, quienes a su vez dispararon contra la fuerza pública. Al terminar el tiroteo había siete policías muertos y muchos más civiles, y numerosos heridos.
La reacción contra los anarquistas fue muy violenta en todo el país. The New York Times dio la noticia con estos titulares: "La mano roja del anarquismo. La prédica infame de los anarquistas logró sangrientos frutos en Chicago anoche, y 12 policías murieron". La orden de los Caballeros del Trabajo, la organización obrera que tanto admiraba Martí por sus métodos de lucha pacífica ("esos santos nuevos", dijo, "que van por el mundo cerrando puertas al odio") declaró que ninguno de sus miembros tenía asociación, ni respeto por la banda de cobardes asesinos, degolladores y ladrones que se llaman anarquistas". La histeria logró tales proporciones que hasta se suprimió el color rojo en los anuncios comerciales.
Ocho anarquistas fueron procesados. En el juicio no se pudo probar que hubieran tenido que ver directamente con la bomba, y nunca se supo quién fue el responsable; en los círculos radicales de aquella época se hablaba de un agente provocador, de la agencia Pinkerton, contratado por los capitalistas para ahogar el movimiento de las 8 horas. Sí, todos los encausados creían, con Bakunin, el apóstol ruso del anarquismo, que para mejorar la sociedad era imprescindible la violencia, y habían hecho campaña a favor de ella, y con valor la defendieron ante sus jueces. Uno de ellos fue condenado a 15 años; dos, que pidieron clemencia, a cadena perpetua; otro se suicidó en la cárcel; y cuatro fueron ahorcados el 11 de noviembre de 1887. En Chicago un monumento a su memoria tiene en piedra las últimas palabras del más culto del grupo, August Spies: "Llegará un día en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que hoy estrangulan".
Los juicios de Martí sobre las luchas entre el capital y el trabajo en este país muestran, en líneas generales, las fuerzas que contendían, sus incertidumbres y contradicciones, sus razones y sus excesos. Siempre listo para apoyar las demandas justas de los obreros, no fue remiso en condenar cuanto podía hacer daño a la misma causa de la justicia.
Pocos días antes de la tragedia de Chicago, durante la huelga de los obreros de la Missouri Pacific, ante la violencia de éstos escribe:
Nadie más que los siervos sienten la necesidad de ser señores; y como la gente trabajadora ha tenido tanto que sufrir del señorío de los que la emplean, le han entrado veleidades del déspota, y no se contenta con hermanarse con los que le han hecho penar, sino que, yendo más allá de toda razón, quiere ponerse encima de ellos, quiere sujetarlos a los términos que impedirían a los empleadores la misma dignidad y libertad humana que los empleados para sí reclaman. Una cosa es que el triste suba, y que cada cual goce de todo su derecho, y otra que se dé el gobierno del mundo a los tristes rabiosos.
Pero sobre esa misma huelga, en el mismo artículo, critica "la insolencia y desdén del capital organizado" que se empeña en obtener "dividendos gargantuescos".
Martí vio formarse la tormenta. En un trabajo publicado en La Nación, de Buenos Aires, el 23 de octubre de 1885, sobre "Los especuladores y los obreros", ante lo que padecen éstos, y cómo reaccionan, dice: "La mujer sufre cuando no tiene sopa en el hogar y calor para los hijos; a los hombres, la angustia los enfurece: y de ahí vienen esos acometimientos injustos y culpables otras veces, que ven de alto abajo como crímenes los especuladores ocupados en echar al aire las bombas de jabón, ¡que son los criminales verdaderos!" Y explica enseguida la inquieta impaciencia de los trabajadores: "De aquí esas huelgas triunfantes por su justicia intrínseca y absoluta; de aquí ese ejército de obreros que ya, dígase también esto, ya se arma. Cuando se irrita, derriba, se pone en pie; convoca a sus soldados: mata e incendia". Y al reseñar la huelga que ganaron los conductores de Nueva York, insiste: "Hay huelgas injustas. No basta ser infeliz para tener razón, pero la huelga de los conductores era justa". Es que trabajaban 12 horas diarias por un jornal de dos dólares; Martí continúa en el tema: " '¿Pues que', decía uno de los empleados, 'tengo hijos y nunca puedo verlos a la luz del sol?' " Y los obreros tiraron carbón en la vía, y ladrillos, y los tranvías no podían moverse. "Apareció un carro custodiado por setecientos policías, un adoquín fue lanzado y las piedras empezaron a llover sobre los carros. Cargaron los policías sobre la turba, con las porras en alto. Había sido ése el "motín mayor en la historia de la ciudad. Martí termina: "Venció la huelga: el trabajador de los hijitos podrá abrazarlos alguna vez al sol".
Llega mayo de 1886, y escribe bajo este epígrafe: "Alzamiento unánime en favor de las 8 horas de trabajo". "Lo que se esperaba ha sido. El problema del trabajo se ha erguido de súbito, y ha enseñado sus terribles entrañas. Todas las ciudades obreras se levantaron en los mismos días con una petición unánime: quieren que las horas de trabajo no sean más que ocho". Y cuando tiene que contar lo sucedido en Chicago, siguiendo la reacción mayoritaria, comenta indignado: "Dan arrebatos de ira esta perversión de la naturaleza humana. Ha habido en todo el país, aun en la gente de alma apostólica, una conmoción semejante a la que produce en una calle pacífica la aparición de un perro atacado de hidrofobia".
Empezó el juicio y todavía Martí los condena con dureza: "Son hombres de espíritu enfermizo, o maleado por el odio", dice, "que predican una guerra de incendio y de exterminio contra la riqueza y los que la poseen y defienden, y contra las leyes y los que la mantienen en vigor". A poco tiene que ocuparse de otras huelgas, particularmente las que se desarrollaban en la costa de Nueva Jersey, y condena a los empresarios que mantienen en la miseria a los trabajadores; escribe con ironía: "se dice por los filósofos amables, y por los caballeros que saben griego y latín, que no hay obrero mejor vestido y calzado que el americano... Así como los jueces debieran vivir un mes como penados en los presidios y las cárceles para conocer las causas reales y hondas del crimen y dictar sentencias justas, así los que deseen hablar con juicio sobre la condición de los obreros deben apearse a ellos y conocer su miseria"; y condena a los dueños de la mina de carbón cuyas acciones se cotizaban a 67 y en un año las habían hecho subir a 135. Al mes siguiente vuelve sobre los problemas sociales y advierte: "Por la ley o por el diente, aquí ha de haber justicia. El trabajador, que es aquí Atlas, se está cansando de llevar a cuestas el mundo, y parece decidido a sacudírselo de los hombros, y buscar modo de andar sin tantos sudores por la vida."
Tenían razón los anarquistas de Chicago en cuanto condenaban los excesos del capital y apoyaban las causas justas de los trabajadores, pero no la tenían en sus métodos de lucha: hablaban de la dinamita como de la "sustancia sublime" con la que iban a cambiar el mundo. Eran culpables por defender la violencia: merecían castigo, pero no la muerte. Cuando en 1893 el gobernador de Illinois perdonó a los tres que cumplían sentencia, estaba convencido de que no eran culpables del crimen por el que se les había juzgado.
A medida que el proceso fue adelantando surgieron voces que lo condenaban: más se quería atajar el terrorismo que hacer justicia. No ocultaron su disidencia Robert Ingersoll, el orador agnóstico que admiraba Martí; ni el novelista William Dean Howels, cuya obra Martí conocía; ni P.G. McGuire, el líder obrero que creó "Labor Day" en 1882, fiesta que tanto elogió Martí. A las voces disidentes unió entonces la suya y dio esta explicación de su conducta: "No merece el dictado de defensor de la libertad quien excusa sus vicios y crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su defensa. Ni merecen perdón los que, incapaces de domar el odio y la antipatía que el crimen inspira, juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las causas históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los produce". De la "libertad", pues, había también que denunciar sus crímenes, y juzgar los "delitos sociales" a la luz de las "causas históricas" a que debían su origen.
Es entonces cuando califica a los anarquistas de "locos de piedad," y al juicio como un "acto horrendo" para amedrentar a los obreros. Revisa el acontecimiento, y hay lugares en que la ira y la compasión se le transforman en explosiones líricas:
Cree el obrero tener derecho a cierta seguridad para lo porvenir, a cierta holgura y limpieza para su casa, a alimentar sin ansiedad los hijos que engendra, a una parte más equitativa en los productos del trabajo de que es factor indispensable, a alguna hora de sol en que ayudar a su mujer sembrar un rosal en el patio de la casa. Y cada vez que en alguna forma esto pedían los obreros en Chicago, combinábanse, castigábanlos negándoles el trabajo que para ellos es la carne, el fuego y la luz; echábanle encima la policía, ganosa siempre de cebar sus porras en cabezas de gente mal vestida.
Vino luego el año trágico, 1886, "vino la primavera, amiga de los pobres. Las fábricas, como quien echa perros sarnosos a la calle, echaron a los obreros que fueron a presentarles su demanda". Luego la bomba de Haymarket: "No se pudo probar que los ocho anarquistas tiraran la bomba". Y para concluir la crónica reproduce las palabras en el cementerio del abogado defensor: "Éstos no son felones abominables sedientos de desorden, sangre y violencia, sino hombres que quisieron la paz y corazones llenos de ternura... Su sueño, un mundo nuevo sin miseria y sin esclavitud; su dolor, el creer que el egoísmo no cederá nunca por la paz a la justicia".
Epílogo
El congreso de socialistas que se reunió en París en 1889, a propuesta de la delegación americana, acordó que todos los años el Primero de Mayo, en memoria del de 1886, fuera de actos en apoyo de los trabajadores. El que pronto tendrá un siglo se manchó con el acto terrorista de Chicago, Martí, como en esa ocasión, siempre condenó la violencia, aunque no su causa, si era buena. Es por eso que con tanto cuidado preparó a los cubanos para "una guerra generosa y breve", para reducir el sufrimiento; y quiso que los que fueran a ella estuvieran bien equipados y dirigidos, diestros en el manejo de las armas. Ya en Cuba, a pocos días de su muerte, aún insistía en las circulares a los jefes en que aquélla debía de ser "una guerra enemiga de la devastación innecesaria y la violencia inútil".
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