JOSÉ MARTÍ Y LOS AMERICANOS FUNDADORES
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Firma de la Declaración de Independencia, en el cuadro de John Trumbull.
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Los apóstoles de Filadelfia
Las estatuas de pórfido
Yo esculpiría en pórfido las estatuas de los hombres maravillosos que fraguaron la Constitución de los Estados Unidos de América.
José Martí
De Martí y los Estados Unidos a veces se prefiere, por moda estridente y partidista, lo que en ellos señaló como defecto o extravío. Se cita con deleite, aunque no siempre con sana intención, el juicio severo sobre aquella parte del país que se desviaba en la soberbia y el exceso. Se pretende así flagelar al pecador, y no se dice que su ira iba más contra el delito, y que la denuncia era también para urgir el ejercicio pleno del hombre. Lo que a Martí le lastimaba más de un sistema político era precisamente lo que forma a algunos adversarios de Estados Unidos: nada censuró aquí con mayor brío que el asedio a la libertad y a la justicia. Admiraba a este pueblo que "con generosidad imperturbable abrió los brazos... a los laboriosos y a los tristes de toda la tierra", pero no lo quería: todo gusto se le iba a sus tierras del Sur, las que él llamaba, piadoso, "Madre de América". Vio las miradas de aquellas repúblicas ingenuas clavarse con fe desmedida en la América sajona, y temió, con razón sobrada, que de imitarlas errarían el camino, y que en la admiración se le iban a abrir demasiadas fronteras a la codicia. Sin disimulos se puso a mostrar a sus hermanos la verdad sobre los Estados Unidos: "En lo que peca, en lo que yerra, en lo que tropieza, es necesario estudiar a este pueblo, para no tropezar como él".
Desterrado por pretender la libertad de Cuba, llegó Martí a Nueva York por vez primera a principios de 1875. Tenía veintidós años. Por el mismo motivo a los diez y seis España lo condenó al presidio. Licenciado de la Universidad de Zaragoza, ejerció en México y en Guatemala como periodista y maestro, pero de ambos lugares tuvo que irse por los abusos del poder. Su segunda extradición lo llevó a los Estados Unidos, a continuar las luchas en que tenía empeñada su vida, y aquí vivió desde 1880 hasta 1895, cuando se inicia la Guerra de Independencia, en la que murió, el 19 de Mayo. Su primer trabajo en Nueva York fue en el periodismo: en la revista de artes y letras The Hour se encuentran sus impresiones de recién llegado; en el idioma inglés que no domina escribió: "Estoy al fin en un país donde todo el mundo parece dueño de si mismo. Se puede respirar libremente ya que es aquí la libertad escudo y esencia de la vida".
En esos quince años llegó Martí a conocer los Estados Unidos como ningún otro escritor en español, y quizás ningún otro extranjero: las costumbres y los complejos problemas de la sociedad americana; los movimientos obreros, los excesos de los políticos, la inmigración europea, el prejuicio de razas; y dejó en páginas magistrales, para los periódicos de Centro y Sur América, numerosas semblanzas de grandes americanos: Emerson, Whitman, Longfellow, Ulysses S. Grant; Courtlandt Palmer, "el millonario socialista"; Henry Garnet, el orador negro "que odiaba el odio"; Peter Cooper, "el amigo de los hombres"; Wendell Phillips, "el ardiente caballero de la dignidad humana"; y de los acontecimientos importantes de que fue testigo o tuvo noticia, todo lo que contribuía a ofrecer completa y justa imagen de este pueblo que admiraba y del que sintió recelos.
Todo lo que tocaba su pluma se embellecía, más para ensalzar la virtud, y en la censura ponía juntos la lástima y el correctivo, para que el mundo fuera mejor el odio nunca, que pocos hombres se han cuidado tanto de lo que llamaba "tósigo" y "crimen". Tenía en su mano todos los recursos de la expresión, y donde ésta flaqueaba, por el pujo del genio, él se hacia otra, sorprendente y nueva, sin dejar huella de afán o fatiga. Y así fue revelando los Estados Unidos a los hispanoamericanos, como casa de gigantes y de hormigas, y a veces dentro del alma del héroe, o en la sonrisa de un niño. El anciano Sarmiento, en la cumbre de la fama y de la vida, se hacía leer aquellas "Escenas Norteamericanas" para disfrutar la riqueza inagotable, y decía: "En español nada hay que se parezca a la salida de bramidos de Martí, y, después de Víctor Hugo, nada presenta la Francia de esta resonancia de metal".
Los apóstoles de Filadelfia
Llevaba Martí en el alma toda vuelta de la historia, y la refería al caso de Cuba. Vio en los Estados Unidos la cuna de la libertad en América, y se dio a estudiarla para descubrirle el solio: le quería hacer uno en su patria. "La libertad es la madre del mundo", "la esencia de la vida", "la religión definitiva", y él le buscó el hijo, el programa y el rito con que florecía. Pero a su lado estuvo la esclavitud: "En 1620 el Mayflower trajo los peregrinos de Plymouth, y en 1620 un buque holandés trajo a Virginia veinte esclavos africanos". Por eso cuida en su análisis de separar las dos semillas, y distingue, limpia de interés, la Declaración de Independencia, en 1776, de la Constitución Federal. Aquélla fue para Martí "la expresión genuina del gran espíritu que animaba a los héroes y a los predicadores de la libertad, el que batalló en Bunker Hill, el que triunfó en Yorktown". En los acuerdos entre los Estados Unidos, en 1787, junto al precepto que aseguraba la libertad, vio germinar la siembra impura de 1620. En sus escritos evoca la impresión en los fundadores por el libro de Thomas Paine, y el impulso de las delegaciones que llegaban a Filadelfia, al segundo Congreso, desde Pennsylvania, Virginia, las Carolinas, Nueva York y las otras colonias, y ve luego, ahogadas de gloria, porque saben que están sentando las bases de un milenio, la dignidad de Franklin y el saber de Jefferson, que fijan en párrafos sublimes la Declaración de Independencia: "Sostenemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales, que a todos les ha dado su Creador ciertos derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". Nunca se había hecho tanta luz para fundar los gobiernos de la tierra. Con justicia dijo Samuel Eliot Morisson, el historiador de Harvard, que "esas palabras son más revolucionarias que ninguna escrita por Robespierre, Marx o Lenin, más explosivas que el átomo, un reto continuo para nosotros al tiempo que una esperanza para los oprimidos de todo el mundo".
Estaba Martí en México cuando se cumplió el primer centenario de la Declaración de Independencia. Allá llegaron los ecos de las fiestas de Nueva York donde residían, también huidos de los tiranos de España, muchos de sus compatriotas. En la Revista Universal consignó la simpatía americana por aquellos desterrados que enarbolaron altivos en el desfile la bandera de Cuba. "No aplausos, ovaciones recibían los atributos de la heroica Antilla por su largo tránsito. ¿Qué menos merece la sangre que derrama con valor un pueblo libre, que los vítores de afecto y de amor de un pueblo hermano? ¿Qué hijos de la misma opresión no se conmueven, y se reconocen a sí mismos y se enorgullecen en las glorias ajenas de sus propias glorias, sintiendo que refresca sus frentes el aire de honor que hace a su paso la enseña airosa de un pueblo enérgico y amado?" Era la primera vez que escribía sobre la gran empresa de Filadelfia. Años más tarde, ya en Nueva York, con ocasión de un 4 de Julio, evoca el afán de Jefferson al redactar el famoso documento, porque "había jurado eterna hostilidad a toda forma de esclavitud"; y el del "humilde Franklin", "el embajador austero" que en su viaje a Francia "entró en la casa del rey con los vestidos modestos de la libertad, y habló con sus palabras y venció con ellas". Y a Jefferson que prepara el borrador de la Declaración con letra pequeña, "como cuando el espíritu se recoge y elabora", porque va a "clavar en los corazones de los hombres, como el asta de bandera en la cuja, las ideas con que se han de levantar los pueblos".
Martí estudió la Constitución en los dos volúmenes de George Bancroft, a quien tanto distinguía como historiador aunque le reprochaba, cuando ministro de la Marina, haberle arrebatado a México California. En 1887 escribe Martí para La Nación, de Buenos Aires, una crónica sobre las fiestas por el primer centenario. Traslada de la Historia de Bancroft a su escrito los debates vivísimos y las opiniones diversas que pugnaban para organizar la Federación: el Sur frente al Este, los agricultores frente a los industriales, los Estados grandes frente a los pequeños, los abolicionistas frente a los esclavistas. Y en los convencionales descubre sus altruismos y miserias: "el impetuoso Hamilton", aristócrata; Madison, preciso y honrado, "muy metido en letras, cargado de historia"; Gouverneur Morris, el graduado de Kings College, "creador de fórmulas dichosas"; William Paterson, de New Jersey. "abogado terco del plan de la soberanía absoluta de los Estados"; Edmund Randolf, defensor del programa nacionalista de Virginia, "dramático y vistoso, más pronto a perorar que a meditar"; Nathaniel Gorham, el rico comerciante, "enemigo colérico de la esclavitud"; James Wilson, "en cuyo brazo Franklin se apoyaba". Pero sobre todos los americanos fundadores destaca a Washington. En él ve reunidas las virtudes que aseguraron en su origen la nación americana, y dejó correr la admiración y los elogios: su firmeza, su desinterés, su porte, todo le arranca aplauso. A Washington lo ve más luminoso cuando cesan las hostilidades que antes de Newburgh, porque había aprendido en la guerra el dominio necesario para controlar a sus compatriotas. Lo describe desde su llegada a Filadelfia, a la Convención, para ganar la batalla más difícil, precedido de la gloria, y con el camino sembrado de flores que le arrojaban las mujeres a su paso: "Recias eran en aquellos días las querellas que venía a calmar Washington. Esos voceadores perniciosos, turbia espuma de todas las revoluciones, venían y gobernaban, con el nombre de liberales avanzados. Otros, ocupados en fundar la libertad, olvidaban hablar de ella... y eran pocos los bravos de la guerra que no anduvieron desluciendo sus hazañas con pretensiones de canonjías y emolumentos".
La pintura del nacimiento de la Constitución, por lo que tiene de grandeza, podría llevar a error a los lectores de Martí, hacerles ver una condición inexistente en los hombres que la crearon: "El maíz habla como la carne. El rubio odia, engaña y cacarea como el trigueño. El norteamericano se apasiona, se exalta, se rebela, se aturde, se corrompe lo mismo que el hispanoamericano. ¡Viéranle en la Convención!" Pero él sabe, recto en sus apreciaciones, que en las vertientes de aquella contienda presidía la libertad: de la polémica abierta y espontánea saca útil doctrina para la América del Sur: "Aquel debate, natural en las condiciones políticas que lo producían, dio fruto vivo por su misma fuerza. No ha de temerse la sinceridad; sólo es tremendo lo oculto. La salud pública requiere ese combate en que se aprende el respeto, ese fuego que cuece las ideas buenas y consume las vanas, ese oreo que saca a la luz a los apóstoles y a los bribones".
Se le ha reprochado a Martí que no hubiera dejado un cuerpo congruente de doctrinas, un esbozo de Constitución para regir los destinos de Cuba. Sus estudios sobre la de Filadelfia descubren el secreto de su silencio. Martí entendía la Constitución como "una ley viva y práctica que no puede construirse con elementos ideológicos". Los factores que desembocarían en la república, después de la Guerra de Independencia, eran imprevisibles, y hubiera sido artificial e inoportuno el intento de echar códigos al aire anticipando los acontecimientos. En la Constitución de 1787 ve que, "con todas sus manchas, nació el sol que le pareció aurora a Franklin". Era un compromiso, un documento que respondía a las necesidades de la nación, que sólo debía ser imitado, nunca en lo que llevaba como delito, cuando circunstancias semejantes justificaran el modelo. En su vitalidad, a pesar de transigir con la esclavitud, aquel documento enseñaba lo que tanto predicó Martí en sus escritos, "que sólo echan raíces en las naciones las formas de gobierno que nacen de ellas". Con sus conocimientos de la Constitución americana, sin embargo, sus quebrantos y su fuerza, y los que había adquirido el mundo después de un siglo de experiencia social y política, dejó indicada con claridad, en el programa del Partido Revolucionario Cubano, la ruta a seguir después de la independencia, lo necesario para "fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legitimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud".
Las estatuas de pórfido
El mérito de los fundadores logra toda la admiración de Martí cuando, por el libre ejercicio del voto, ve en 1884 a los Estados Unidos librarse de políticos venales e ineficaces del Partido Republicano. Los fraudes y las arbitrariedades del gobierno ponían en tela de juicio el sistema edificado en Filadelfia, pero, sin alterar el orden y sin derramamientos de sangre, el pueblo americano se libró de los que lo traicionaban desde el poder. Martí encontró en aquel proceso electoral la previsión de los convencionales de 1787.
La negativa de Rutherford B. Hayes para aspirar a un nuevo período presidencial provocó una movida campaña de la que fue Martí testigo en su primer año en Estados Unidos. Otra vez se iba a presentar como candidato el general Grant, y James G. Blaine le seguía muy cerca con una imponente organización política, pero ninguno de los dos reunió suficientes votos del Partido Republicano. El antiguo gobernador de Ohio, James Garfield, fue entonces seleccionado para resolver las pugnas, y más tarde ganó la elección presidencial. A los pocos meses de gobierno fue asesinado por Guiteau, un anormal exaltado por las pasiones de la campaña, y lo sustituyó Chester A. Arthur. Martí escribió sobre estos acontecimientos.
Terminada la Guerra Civil los republicanos se mantuvieron en el poder. El partido lo fundaron para salvar la unión de los Estados, y les pareció a los electores garantía suficiente para eliminar las ideas de los demócratas que causaron tan graves problemas. Pero la continuidad en el gobierno, el debilitamiento de la oposición, echó a perder al partido, y
Martí comenta: "Como la victoria pudre, comenzó inmediatamente después de ella la descomposición. El manifiesto de la libertad humana llegó a convertirse en una casa de agios". Lo mismo les había sucedido antes a los demócratas, como observa al describir los años que precedieron la Guerra de Secesión: "La libertad ha de ser una práctica constante para que no degenere en una fórmula banal. El mismo campo que cría la era, cría las ortigas. Todo poder amplia y prolongadamente ejercido, degenera en casta... Tanto gobernó a los Estados Unidos, en años pasados, el partido demócrata, que no quedó al cabo la Constitución en sus manos sino como un montón de papel arrugado".
Martí vivió ese período de dominio republicano en que se había establecido un consorcio inmoral entre los "magnates de la política" y los "potentados de la banca": "El carro de la elección rodaba sobre ejes de oro", advierte, y analiza el comercio de posiciones y sinecuras, y la irresponsabilidad administrativa: "Seguros de su máquina gubernamental, y confundiendo en hora mala el clamor honesto de un pueblo fatigado con el grito de gente hambrienta, los políticos se hundieron hasta los hombros en las arcas, y prodigaron sin cordura el rico tesoro, y el amplísimo exceso, en planes de obscuros orígenes". Pero dentro del mismo partido surgieron las disidencias: los mugwumps que Martí traduce por "republicanos de media raza", dando a la palabra india la connotación con que la usaban los peores políticos se rebelaron en la convención que postuló a Blaine con el general Logan para vicepresidente. Blaine estaba acusado de enriquecimiento en el ejercicio de sus cargos públicos; extravagante y audaz, se había aprovechado, para beneficiar a protectores y amigos, de la mediación del gobierno de Estados Unidos en la guerra entre Perú y Bolivia contra Chile. A Martí le llegó a repugnar ese personaje intrigante y de manejos tan poco escrupulosos. Era, además, la síntesis de los imperialistas, el jefe del "ultra-aguilismo", de los que querían "extender por sobre gran parte de la tierra las alas del águila". Con su camarilla de políticos profesionales mantenía que la Constitución era ya "capa roída, y cosa de otro tiempo, y que un pueblo empujador ha menester de carril por donde echarse, y no de alguacil que le ate los brazos".
A los republicanos que se oponían a Blaine los imagina oyendo "las voces solemnes de Webster, el espíritu heroico de los sagrados apóstoles de Filadelfia", porque querían "la libertad sencilla, respetadora, magnánima y pura, y repetían en diarios y discursos aquellas cosas honradas, límpidas, que se oyeron, como acentos de titanes que hubieran venido a sentarse entre los hombres, en la época suma en que Washington aplacó, Madison preparó, Hamilton hacendó, Franklin aconsejó, espoleó Jefferson".
Pero su entusiasmo se desborda al ver la reacción popular y aquella organización de gobierno que la canaliza. "Quien observa este país, sin encono, por mucho que en él le disguste la primacía que tienen los apetitos, y el olvido, si no el desdén, en que están las cualidades generosas, ha de reconocer que, con la periodicidad de una ley, sucede siempre que cuando parece que un peligro es inminente, o que una institución está ya profanada sin remedio, o que un vicio se ha comido un lado de la Nación, surgen, sin gran aparato, y cuando el mal tiene aún cura, los hombres y sistemas que han de evitar sus estragos". En este caso es el candidato a la presidencia por el partido demócrata, Grover Cleveland, que entonces le pareció "hombre cuerdo y entero", "el reformador que los tiempos requerían, duro como un mazo, sano como una manzana, independiente como un cinocéfalo". La reacción se había visto venir desde las elecciones parciales de 1882, cuando empezaron las victorias demócratas, en noviembre de ese año; Martí las comenta a principios de 1883: "¡Qué hermoso encrespamiento el de este pueblo, dos o tres meses hace! Parece como gigante dormido, que seguro de su fuerza en la hora dura, no se da prisa a levantarse; mas se levanta, mueve la maza enorme, aplasta al enemigo o al obstáculo y de nuevo duerme... Llegada la hora de la elección barrieron, a modo de viento purificador, las urnas pecaminosas de votos republicanos, y con majestuoso y sereno alarde de la magnífica fuerza de la paz, dieron los votos enteros de la nación a hombres nuevos del partido democrático. El pueblo fatigado volvió las espaldas a los héroes y a los consejeros corrompidos. ¡Ah!, fue cosa magna, que regocija de ser hombre". Describe entonces como indignados apóstoles a los miembros del partido demócrata que clamaban por las reformas que necesitaba el país, y los ve "blandiendo los libros de Jefferson, Madison y Jackson, como espadas a los mercaderes de votos de las Casas del Estado".
Las esperanzas de Martí de ver la derrota republicana se cumplieron. En ella imaginaba el resurgimiento moral del país. Blaine fue vencido por Cleveland. Ante el espectáculo del triunfo popular se entrega a las más generosas idealizaciones: así realza los componentes más puros de aquel proceso:
Cuando en su aplicación veíanse corrompidas, como en los países viejos, las instituciones políticas, y la naturaleza humana; cuando a vuelta de un siglo, todo era polvo la peluca de Washington, y polilla la chupa de Franklin, y lepra todo Jefferson; cuando eran de ver, en el espíritu del gobierno, la usurpación, y el desenfado, y el ímpetu de arremeter, so manto de Libertad contra la esencia de ella en el país y fuera de él... se levantó, como contra la esclavitud, en cada púlpito un apóstol; se enseñaron con brío juvenil, los honrados ancianos, relucieron aquellas mismas lanzas de la cruzada abolicionista; salieron de su silencio los pensadores vigilantes, que son, como la médula del cuerpo humano, la esencia escondida de los pueblos; y la República se mostró superior a su peligro.
¿De dónde venía esa fuerza, ese poder de maravilla que rescata de manos espúreas el gobierno de la nación? ¿Cómo se deshace el pacto inmoral del gobernante y el interés egoísta que medra a la sombra de la democracia? A raíz de aquellos sucesos Martí la descubre en la organización política del país. La Declaración de Independencia y la Constitución Federal habían sentado las bases del edificio en que el derecho se aseguraba un refugio. Rinde entonces homenaje a los que proclamaron los principios y las reglas que a más de un siglo garantizaban los derechos de la libertad. Ningún elogio suyo sobre asuntos de los Estados Unidos es más fervoroso y elocuente que éste que hace entonces de los Americanos Fundadores, cuando ve en aquella victoria del Partido Demócrata el del sistema, en el de Cleveland el de los apóstoles de Filadelfia; y ninguno mejor, en su recuerdo, con ocasión de este segundo centenario:
Yo esculpiría en pórfido las estatuas de los hombres maravillosos que fraguaron la Constitución de los Estados Unidos de América, los esculpiría, firmando su obra enorme, en un grupo de pórfido. Abriría un camino sagrado de baldosas de mármol sin pulir, hasta el templo de mármol blanco que los cobijase; y cada cierto número de años, establecería una semana de peregrinación nacional, en otoño, que es la estación de la madurez y la hermosura, para que, envueltas las cabezas reverentes en las nubes de humo oloroso de las hojas secas, fueran a besar la mano de piedra de los patriarcas, los hombres, las mujeres y los niños. El tamaño no me deslumbra. La riqueza no me deslumbra. No me deslumbra la prosperidad material de un pueblo libre... Los hombres no me deslumbran, ni las novedades, ni los brillantes atrevimientos, ni las colosales cohortes. Pero cuando se ve esta majestad del voto, y esta nueva realeza de que todo hombre vivo, gritón o auriteniente, forma parte, y este monarca hecho todo de cabezas, que no puede querer hacerse daño, porque es tan grande como todo su dominio, que es él mismo; cuando se asiste a este acto unánime de voluntad de diez millones de hombres, se siente como si se tuviera entre las rodillas un caballo de luz, y en los ijares le apretásemos los talones alados, y dejásemos tras de nosotros un mundo viejo en ruinas, y se hubiesen abierto, a que lo paseemos y gocemos, las puertas de un universo decoroso: en los umbrales una mujer, con una urna abierta al lado, lava la frente rota o enlodada de los hombres que entran. A los que en universo nuevo levantaron y elevaron en alto con sus manos serenas, el sol del decoro; a los que se sentaron a hacer riendas de seda para los hombres, y las hicieron y se las dieron, a los que perfeccionaron al hombre, esculpiría yo, bajo un templo de mármol, en estatuas de pórfido. Y abriría para ir a venerarlos un camino de mármol ancho y blanco.
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