MARTÍ Y LA ESTATUA DE LA LIBERTAD
Fiesta de la Estatua de la Libertad
Los discursos Madre de los exiliados La promesa del centenario
Los que te tienen, ¡oh, Libertad!, no te conocen. Los que no te tienen no deben hablar de ti, sino conquistarte.
José Martí
Quiso el pueblo de Francia honrar al pueblo americano con motivo del centenario de los Estados Unidos. El 4 de Julio de 1876 iba a cumplir cien años la "Declaración de Independencia" que había escrito Thomas Jefferson. Tenían los franceses motivos para querer honrar la democracia americana. Cuando surgió la idea del homenaje, en 1865, su patria estaba bajo la dictadura de Napoleón III, muy lejos de los ideales republicanos. Un ferviente admirador de los Estados Unidos, Edouard René Lefebvre de Laboulaye, profesor de Derecho Comparado del Colegio de Francia, propuso un plan para regalar una estatua a los norteamericanos; de esa manera, al rendirle culto a la libertad en un monumento, le hacía propaganda a su programa político al tiempo que denunciaba la camarilla usurpadora del gobierno. Entre los amigos de Laboulaye que acogieron con entusiasmo la idea, estaba Frédérick Auguste Bartholdi, un joven escultor alsaciano que se comprometió a realizar la empresa. Pero fue necesario esperar hasta la caída del Segundo Imperio, con la derrota de los ejércitos franceses y el establecimiento de la República, en 1871, para recaudar en colectas populares los fondos necesarios y dar los primeros pasos del proyecto.

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El 2 de julio de 1887 el Frank Leslie's Illustrated Weekly publicó este grabado con un grupo de inmigrantes entrando en la bahía de Nueva York, mientras contemplaban la Estatua de la Libertad.
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Con el fin de escoger lugar apropiado a la estatua viajó Bartholdi a los Estados Unidos. Llevaba la pena de saber ocupada su tierra por extranjeros: él había visto rendirse su ciudad natal a los soldados de Prusia. Muy pronto se decidió por la pequeña isla a la entrada del puerto de Nueva York, Bedloes Island. Era su primer viaje a América. La impresión que le produjeron los Estados Unidos fue una mezcla de aprecio y de reservas; le escribió a Laboulaye: "La visita a Nueva York me ha impresionado mucho. Siento gran admiración por las instituciones políticas de este país, el patriotismo, el sentido del deber en la ciudadanía, la objetividad de los gobernantes..." Mas enseguida objeta: "Pero mi formación europea se molesta por el materialismo que aquí existe. La vida norteamericana parece no dejar vivir al ser humano: sus costumbres y sus programas no son de mi gusto. Hay elementos de gran fuerza en este país pero el individuo vive como una gota de agua en la tormenta... Todo aquí es enorme. Aquí todo tiene proporciones colosales..."
Poco después iba a publicar sus impresiones sobre los Estados Unidos otro recién llegado a Nueva York, y hablaría también del país como de un "colosal gigante," y de los americanos como de "hombres demasiado entregados a los asuntos del bolsillo"; pero asimismo con admiración por las instituciones y la forma de gobierno: "Estoy al fin en un país donde cada uno parece ser su propio dueño. Se puede respirar libremente por ser aquí la libertad fundamento, escudo y esencia de la vida..." Como Bartholdi, tenía el autor de estos juicios su patria ocupada por extranjeros; como el francés, era amante de la libertad, y era artista: era José Martí.
La estatua no pudo terminarse en el centenario de la "Declaración de Independencia", el 4 de Julio de 1876, y los franceses decidieron enviar una muestra que sirviera a la recaudación de fondos para el pedestal. Mandaron la mano sosteniendo la antorcha, cuyo dedo índice medía ocho pies de largo. En una fundición de París se iba formando la estatua: sobre una estructura de hierro que había diseñado Gustave Eiffel quien años más tarde construiría la torre que lleva su nombre se fijaron las planchas de metal. Una vez terminada, se embarcó directamente a Bedloes Island en 200 enormes cajas de madera. En octubre de 1886 estaba lista para la inauguración, y la ceremonia oficial se celebró el día 28.
Fiesta de la Estatua de la Libertad
Con el título de este epígrafe escribió Martí una de sus más bellas crónicas sobre los Estados Unidos. Era un tema de especial interés para él y se dejó llevar por la pena del destierro y la emoción del símbolo. Empieza así:
Terrible es, Libertad, hablar de ti para el que no te tiene. Una fiera vencida por el domador no dobla la rodilla con más ira. Se conoce la hondura del infierno, y se mira desde ella, en su arrogancia de sol, al hombre vivo. Se muerde el aire, como muerde una hiena el hierro de su jaula. Se retuerce el espíritu en el cuerpo como un envenenado... Del fango de las calles quisiera hacerse el miserable que vive sin libertad la vestidura que le asienta. Los que te tienen, ¡oh, Libertad!, no te conocen. Los que no te tienen no deben hablar de ti, sino conquistarte. ¡Libertad, es tu hora de llegada! El mundo entero te ha traído hasta estas playas, tirando de tu carro de victoria. Aquí estás como el sueño del poeta, grande como el espacio de la tierra al cielo...
Desde las primeras horas de la mañana se habían echado a la calle los neoyorquinos para celebrar la fiesta, y Martí continúa de esta manera su maravillosa descripción:
Sigamos, sigamos por las calles a la muchedumbre que de todas partes acude y las llena: hoy es el día en que se descubre el monumento que consagra la amistad de Washington y Lafayette. Todas las lenguas asisten a la ceremonia. La alegría viene de la gente llana. Aceras, portadas, balcones, aleros, todo se ve cuajado de gozoso gentío. Muchos van por los muelles a esperar la procesión naval, los buques de guerra, la flota de vapores, los remolcadores vocingleros que llevarán los invitados a la Isla de Bedloe donde, cubierto aún el rostro con el pabellón francés, espera sobre su pedestal ciclópeo la escultura.
Acá viene una banda. Allá viene un destacamento de bomberos, con su bomba antigua, montada sobre zancos: visten de calzón negro y blusa roja. Abre paso el gentío a un grupo de franceses que van locos de gozo. Por allí llega otro grupo: uniforme muy lindo, todo realzado de cordones de oro, gran pantalón de franja, chacó con mucha pluma, mostacho fiero, cuerpo menudo, parla bullente, ojo negrísimo: es una compañía de voluntarios italianos.

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El escultor Frédérick A. Bartholdi
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Fue oscuro ese día de otoño, y de lluvia, por lo que tuvieron que suspender los fuegos de artificio para la siguiente semana. Martí hace poesía en su crónica hasta con el tiempo: "Esa oscuridad," dice, "no es la del día lluvioso, ni del pardo octubre, sino la del polvo, sombreado por la muerte, que el carro de la Libertad ha levantado en su camino..." Y la descripción de los desfiles que precedieron la ceremonia final junto a la estatua se convierte en un muestrario de sus recursos de estilo:
Pasa la artillería, con sus soldados de uniforme azul; la policía, con su marcha pesada; la caballería, con sus solapas amarillas: a un lado y otro las dos aceras negras. El hurra empezaba en el Parque Central, coreado de boca en boca, iba a morir en el estruendo de la batería. Pasan los estudiantes de Columbia, con sus gorros cuadrados; pasan en coche los veteranos, los inválidos y los jueces; pasan los negros; y redoblan las músicas, y por toda la vía los va siguiendo un himno...
Y apretando la prosa hace desfilar partes de los objetos que dan su totalidad: "Humillan sus colores las compañías cuando cruzan delante de la tribuna, y los oficiales de la milicia francesa besan al llegar a ella el puño de su espada. Pasan las mangas sin brazo, entre frenéticos saludos de las aceras, tribunas y balcones: pasan los banderines atravesados por las balas: pasan las piernas de madera..."
Por su biografía, como por su capacidad artística, tanto como por su obra, interesó a Martí el escultor. Con él se identifica en el párrafo que sigue:
Este creador de montes nació con alma libre en la ciudad alsaciana de Colmar, que le robo luego el alemán enemigo; y la hermosura y grandeza de la libertad tomaron a sus ojos, hechos a contemplar los colosos de Egipto, esas gigantes proporciones y majestad eminente a que la patria sube en el espíritu de los que viven sin ella: de la esperanza de la patria entera hizo Bartholdi su estatua soberana.
Jamás sin dolor profundo produjo el hombre obras verdaderamente bellas. Por eso va la estatua adelantando, como para pisar la tierra prometida; por eso tiene inclinada la cabeza, y un tinte de viudez en el semblante por eso, como quien manda y guía, tiende su brazo fieramente al cielo...
Y se le escapa la pluma a su preocupación mayor, Cuba, y explica, como de Bartholdi, sus propios sentimientos:
Disfraz abominable y losa fúnebre son las sonrisas y los pensamientos cuando se vive sin patria, o se ve en garras enemigas un pedazo de ella: un vapor de embriaguez perturba el juicio, sujeta la palabra, apaga el verso, y todo lo que produce entonces la mente nacional es deforme y vacío, a no ser lo que expresa el anhelo de las almas. De la vehemencia de los dolores viene la grandeza de su representación.
Siempre con lenguaje impresionista, entra Martí en la parte final de la ceremonia:
Un cañonazo, un vuelo de campanas, una columna de humo fueron la bahía y ciudad de Nueva York desde que cerró la parada hasta que, al caer el crepúsculo, acabaron las fiestas en la isla donde se eleva el monumento.
¡A encías desdentadas se asemejaban las hileras de muelles, huérfanas de vapores! El cañoneo incesante aumentaba la lluvia. Por la parda neblina pasaron camino de la isla doscientos buques, como una procesión de elefantes. Como palomas encintadas iban apiñándose los vapores curiosos en torno de la figura, que se destacaba entre ellos vagamente. Había un rumor de nido. Como alas desprendidas salían de los vapores llamaradas de música. ¿Quién que no haya sufrido por la libertad podrá entender la frenética alegría que enloqueció las almas, cuando por fin se reveló a los ojos aquélla a quien todos hablan como a una amante adorada?
¡Allí está, por fin, sobre su pedestal más alto que las torres, grandiosa como la tempestad y amable como el cielo! Vuelven en su presencia los ojos secos a saber lo que son lágrimas. Parecía que las almas se abrían, y volaban a cobijarse en los pliegues de su túnica, a murmurar en sus oídos, a posarse en sus hombros, a morir, como las mariposas, en su luz. Parecía viva: el humo de los vapores la envolvía: una vaga claridad la coronaba: ¡Era en verdad como un altar, con los vapores arrodillados a sus pies!
Los discursos
Tres años antes había muerto en Francia Laboulaye, el generoso abogado que supo despreciar al emperador y servir la república, y vino en representación de su patria Lesseps, el constructor del canal de Suez. Y también estaban en la tribuna Bartholdi y Eiffel. Habló primero Lesseps, sobre la amistad de los dos pueblos, y sobre el homenaje. Luego le tocó su turno al senador William M. Evarts, que había dirigido la comisión americana de la estatua; y escribe Martí:
Y cuando inopinadamente, en medio del discurso de Evarts, creyeron llegada la hora de descorrer, como estaba previsto, el pabellón que cubría el rostro de la gran estatua, la escuadra, la flotilla, la ciudad, rompió en un grito unánime que parecía ir subiendo por el cielo como un escudo de bronce resonante ¡Pompa asombrosa y majestad sublime! ¡Nunca ante altar alguno se postró un pueblo con tanta reverencia! Los hombres pasmados de su pequeñez, se miraban al pie del pedestal como si hubieran caído de su propia altura: el cañón a lo lejos retemblaba: en el humo los mástiles se perdían: el grito fortalecido, cubría el aire: la estatua, allá en las nubes, aparecía como una madre inmensa...

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Emma Lazarus, escribió el famoso poema "El nuevo coloso", dedicado a la Estatua de la Libertad.
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Vino después Chauncey Depew, "el orador de plata". Martí lo describe como un ser egoísta, más preocupado por sus ferrocarriles que por la humanidad, pero aquel día, al conjuro del homenaje, "hizo suyas las frases mismas que ostenta como su evangelio la revolución obrera"; y concluye sobre el milagro: "¡Tu sombra, pues, oh Libertad, convence, y los que te odian o se sirven de ti se postran al mando de tu brazo!"
El orador principal fue el presidente Grover Cleveland, quien dijo "cosas amplias y elevadas que están bien frente a los monumentos"; Martí tradujo algunas de sus palabras; dijo: "No estamos aquí hoy para doblar la cabeza ante la imagen de un dios belicoso y temible, lleno de rabia y venganza, sino para contemplar con júbilo a nuestra deidad propia, guardando y vigilando las puertas de América, más grande que todas las que celebraron los cantos antiguos: y en vez de asir en su mano los rayos del terror y de la muerte, levanta al cielo la luz que ilumina el camino de la emancipación del hombre..."
Y Martí termina su descripción de "La fiesta de la Estatua de la Libertad" como en coda de un poema sinfónico, disminuyendo, en contraste con el tempestuoso y brillante principio, hacia la serenidad:
Y cuando de la isla convertida ya en altar, arrancaban en la sombra nocturna los últimos vapores, una voz cristalina exhaló una melodía popular, que fue de buque en buque, y mientras en la distancia se destacaban en las coronas de los edificios guirnaldas de luces que enrojecían la bóveda del cielo, un canto a la vez tierno y formidable se tendió al pie de la estatua por el río, y con unción fortificada por la noche, el pueblo entero, apiñado en las popas de los barcos, cantaba con el rostro vuelto a la isla: "¡Adiós, mi único amor!"
Estas páginas de Martí son un hito en el desarrollo de la prosa española, un monumento a la capacidad expresiva, y así también, un homenaje al símbolo que las originó. Pocas veces en la historia del ingenio humano se ha producido tan feliz comunión de las artes visuales y la literatura: parece como si las formas de la estatua se hubieran convertido en águilas colosales antes de ser palabras.
La "Fiesta de la Estatua de la Libertad" apareció en La Nación, el primero de enero de 1887. Entusiasmado por la magnífica crónica, tres días después, publicó en el mismo periódico de Buenos Aire el famoso juicio de Domingo Faustino Sarmiento, entonces el escritor de más prestigio en la América hispana, en el que, después de Víctor Hugo, situó a Martí en el arte de la prosa.
Madre de los exiliados
Ninguno de los oradores habló de la estatua de otra manera que como fue concebida, ni los periódicos que antes y después de la inauguración hablaron de ella. Para todos "La Libertad iluminando al mundo" era sólo el símbolo de las relaciones entre Francia y los Estados Unidos, la representación del ideal republicano, el resultado del 4 de Julio de 1776. Pero muy pronto la Estatua de la Libertad, a la entrada del puerto de Nueva York, se convirtió en la figura alegórica de los inmigrantes. Aún no levantado el monumento, Emma Lazarus la describió con sus versos en ese contexto. A solicitud del senador Evarts había esta distinguida neoyorquina escrito una composición para ayudar en las recaudaciones para el pedestal. Emma Lazarus había hecho labor de caridad con los emigrados judíos que llegaban de Rusia, y escribió el poema bajo esa influencia. Cuando la inauguración, se encontraba en París, enferma de cáncer, y murió unos meses después de su regreso a Nueva York; tenía 37 años. Se habían olvidado los versos de Emma Lazarus, por la peculiar interpretación que daba al monumento, pero año más tarde, cumplido el vaticinio, su amiga Georgina Schyler los hizo inscribir en la estatua; dicen en traducción hecha para este trabajo:
En esta puerta del poniente que acaricia el mar, no habrá un osado gigante, como el de fama helena, extendiendo entre dos tierras sus piernas de conquista, sino que habrá una mujer poderosa con una antorcha que encierra el relámpago. Su nombre es Madre de los Exiliados. En su mano guiadora brilla la bienvenida al universo, y sus ojos serenos dominan el espacio que enmarca dos ciudades.
Y dice con sus inmóviles labios: "¡Quédate allá, mundo viejo, con tus vanas leyendas! ¡Dame tus tristes, tus pobres, tus perseguidas multitudes que ansían respirar aires de libertad! ¡Dame la miserable escoria de tus pobladas orillas! ¡Envíame a ésos, a los que no tienen hogar, a los arrastrados por la tormenta! Yo levanto la luz junto a la puerta de oro.

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Con el fin de vender bonos del gobierno americano, durante la primera Guerra Mundial, se hizo este cartel con la Estatua de la Libertad.
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También poeta, no se le escapó a Martí esa dimensión de la estatua, "madre de los exiliados". En su crónica, al narrar la fiesta, descubre a los inmigrantes en las calles de Nueva York, se adentra en ellos y, al compartir sus emociones, encuentra el más permanente significado del monumento; así los describió:
Vedlos: ¡todos revelan una alegría de resucitados! ¿No es este pueblo, a pesar de su rudeza, la casa hospitalaria de los oprimidos? De adentro vienen, fuera de la voluntad, las voces que impelen y aconsejan. Reflejos de bandera hay en los rostros: un dulce amor conmueve las entrañas: un superior sentido de soberanía saca la paz, y aun la belleza, a las facciones; y todos estos infelices, irlandeses, polacos, italianos, bohemios, alemanes, redimidos de la opresión o la miseria, celebran el monumento de la libertad porque en él les parece que se levantan y recobran a sí propios... *
La promesa del centenario
Terminados los arreglos y el maquillaje, quedó lista la estatua para entrar en su segunda centuria. La ciudad entera participa hoy en los actos, y toda ella es, con sus luces y adornos, un gran cake de cumpleaños. Otra vez navegaron el Hudson manadas de embarcaciones, se hicieron ríos de gente las calles de Nueva York, y con gran estruendo se rompió la noche en millones de estrellas. Hay nuevos inmigrantes: latinos, hindúes, vietnamitas, pero el asombro es el mismo, y la esperanza. Quizás pueda ahora total objetivarse la promesa, y lo que parece nublado vaticinio sea la historia de mañana.
Había surgido la idea del monumento como homenaje a la "Declaración de Independencia". En aquel 4 de Julio quedó enunciada la igualdad, y el derecho de todos a la vida y a procurarse el bienestar. Pero no cupieron todos los hombres en la palabra de Jefferson y todavía quedan fuera de ella demasiados. Tiene aún que hacer la estatua en el mundo, mucho que aplastar con sus sandalias de hierro, y mucho que fundir con el incendio de la antorcha.
* Como parte de las actividades por el centenario de la Estatua de la Libertad, se creó una organización encargada de grabar en una pared, cerca de ella, en Ellis Island, nombres de inmigrantes que entraron en este país por la bahía de Nueva York, cuyos descendientes quisieran perpetuar su memoria. Tres años después de escribir este trabajo se incluyó el nombre de "José Julián Martí y Pérez" entre los miles que aparecen en la pared inmensa (en la letra "P", por su segundo apellido). En el certificado que acredita el recuerdo, expedido el 14 de abril de 1989. se lee lo siguiente: "The Statue of Liberty-Ellis Island Foundation, Inc., proudly presents this Official Certificate of Registration in The American Immigrant Wall of Honor to officially certify tbat JOSE JULIAN MARTI Y PEREZ who carne tu America from CUBA, is among the courageous men and women who carne to this country in search of personal freedom, economic opportunity and a future of hope for their families".

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En 1942 se hizo en Cuba una serie de sellos de correo sobre la libertad en América, y el de 13 centavos llevaba la Estatua de la Libertad.
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