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Jos� Mart�

Carlos Ripoll

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NUEVA YORK EN JOS� MART�

LUCES Y SOMBRAS DE NUEVA YORK
EL CLIMA

"DONDE LAS MIRADAS NO SALUDAN"

CONCLUSI�N

 

Estaci�n del New York Elevated Railroad, sobre The Bowery y Canal Street, en una pintura de 1895, cuando empez� a usarse en la ciudad la luz el�ctrica.

Cuando el marino genov�s Juan Caboto, por encargo del rey de Inglaterra, Enrique II, lleg� a las costas americanas, al igual que Col�n en Cuba, crey� haber dado con las tierras del Gran Kahn y que pronto hallar�a Cipango, donde estaban las riquezas que motivaron su viaje. Despu�s de una escala en Terranova y de explorar el golfo de San Lorenzo, sigui� hacia el Sur pasando por Cape Cod hasta la isla de Manhattan, habitada entonces por una tribu de indios algonquines que llamaban a aquella tierra Majican; y cuenta la leyenda que al no encontrar all� ni el oro ni las especies que buscaba, adem�s de las incomodidades de la isla, dijo al emprender el regreso: "Este lugar est� bien para visitarlo, pero a nadie se le ocurrir�a vivir en �l".

Fue esa opini�n de fines del siglo XV la primera de que se tiene noticia sobre el sitio que ocupa hoy la ciudad de Nueva York. Por todos los inconvenientes de la vida en ella, que fueron creciendo con el tiempo, se hizo costumbre repetir el juicio de Juan Caboto, y cuatro cientos a�os despu�s Mart� uni� el suyo al nutrido coro de burlas con estos versos:

Dicen sabios en dolor
Y pensadores profundos,
Que el mayor mal de los mundos
Es vivir en Nueva York.

Hasta la llegada en 1524 del florentino Giovanni da Varrazano, quien por orden de Francisco I, el rey de Francia, exploraba la costa del Atl�ntico en la Am�rica del Norte, no se supo apreciar el valor de la bah�a: desembarc� en su parte m�s baja —en el lugar del puente que hoy lleva su nombre—, fue recibido con cierta amistad por los ind�genas y tuvo buenas palabras sobre la isla destacando su "belleza" y posible "valor". Muchos a�os m�s tarde el ingl�s Henry Hudson, contratado por una compa��a comercial de Holanda, explor� el r�o que le debe su nombre hasta donde ahora se encuentra Albany, la capital del Estado. En el camino los indios le facilitaron valiosas pieles a cambio de cuchillos y adornos de cristal, y fue aquella semilla de comercio la que estimul� la colonizaci�n de los holandeses, quienes fundaron una peque�a villa en el extremo inferior de la isla que nombraron New Amsterdam. Un a�o m�s tarde, en 1626, el supervisor de la colonia les compr� a los indios los 14 mil acres que tiene Manhattan por el equivalente de 24 d�lares, un territorio que hoy se estima con un valor billones y billones de d�lares. Pero la prosperidad de Holanda provoc� la envidia de los ingleses, y en 1664 el rey Carlos II, sin respetar derechos de posesi�n, le regal� a su hermano, el duque de York, amplios territorios americanos: el duque despach� una flota con 450 soldados, desembarcaron en Brooklyn, intimaron la rendici�n de New Amsterdam y ocuparon la isla; y en honor de quien hab�a patrocinado la empresa nombraron New York la antigua posesi�n de Holanda.

No fue aquella atrevida conquista muy diferente de la toma de La Habana por Inglaterra un siglo m�s tarde, ni muy distintos los cambios que produjo en el progreso de las dos ciudades la presencia inglesa. El puerto de Nueva York y el puerto de La Habana, por sus condiciones naturales, excitaban el inter�s de las potencias maritimas; y tambi�n a ese regalo de la geografia deben La Habana y New York sus m�s notables caracteristicas: las bah�as magnificas estimularon el comercio y los contactos con el exterior, padres de la codicia y de la tolerancia, de la soberbia y de la condescendencia, de la descortes�a y del neutralismo, de la prisa y de la hospitalidad. Tan utilitarios eran los neoyorquinos que cuando fueron derrotados los ingleses en Yorktown, en 1781, asustados por el triunfo de los rebeldes, la tercera parte de la poblaci�n emigr� al Canad�. Y solamente un h�roe mayor produjo en la guerra de independencia, el capit�n Nathan Hale, quien despu�s de la batalla de Harlem Heights se ofreci� para penetrar las filas enemigas: apresado por esp�a en Long Island, lo ahorcaron, y dijo antes de morir, para verg�enza de sus coterr�neos: "I only regret that I have but one life to lose for my country." Y �no es notable, tambi�n, hablando del ego�smo de Nueva York, que en Cuba, con una n�mina tan alta de m�rtires en sus luchas por la independencia, la ciudad de La Habana, con la excepci�n de Mart�, y un reducido grupo de conocidos patriotas (Jos� Antonio Aponte, Eduardo Facciolo, Domingo Goicuria, Francisco Le�n, Juan Bruno Zayas, y pocos m�s...) se vea peque�a al compararla con otras ciudades de la isla? A pesar de su mayor poblaci�n, no tuvo La Habana en su siglo XIX un Joaquin de Ag�ero, un C�spedes, un Perucho Figueredo, un Agramonte, un Serafin S�nchez, unos Maceo...

Terminada la guerra, Nueva York se convirti� en la capital del pa�s, y aqu� jur� su cargo el presidente George Washington, y estuvo el Congreso, pero los patriotas se sent�an inc�modos por el gran n�mero de comerciantes del lugar, quienes s�lo pensaban en ganar dinero y hac�an mucho ruido alrededor del Federal Hall, por lo que decidieron trasladarse y establecer la capital en la orilla del r�o Potomac, en la ciudad de Washington, donde la pol�tica, fuente de otras miserias, iba a dominar la vida.

LUCES Y SOMBRAS DE NUEVA YORK

No hab�a cumplido 22 a�os Mart� cuando, en tr�nsito hacia M�xico, por vez primera lleg� a Nueva York; y cuando, tambi�n deportado por Espa�a, vino a establecerse en la ciudad, en 1880, no hab�a cumplido los 27. Y all� vivi� casi sin interrupci�n los �ltimos quince a�os de su vida, excepto unos meses en Venezuela, y unas pocas semanas durante los viajes de propaganda pol�tica a partir de 1892.

Con esta portada public� en 1868 M. H. Smith el libro en que contrastaba, como hizo Mart�, la riqueza y la miseria de la ciudad. Arriba, en el dibujo, se ve la mansi�n del millonario Alexander T. Stewart, en la esquina de la calle 34 y la Quinta Avenida; y abajo The Five Points Mansion, en el barrio m�s pobre de la ciudad.

Sus impresiones de Nueva York anuncian los caminos que seguir�a en general su juicio sobre los Estados Unidos: admiraci�n por lo bueno y censura por lo malo. Al llegar de Cuba, oprimida por Espa�a, y de Espa�a, oprimida por la monarqu�a y el ej�rcito, dijo con admiraci�n en el peri�dico The Hour:

Estoy, al fin, en un pa�s donde cada uno parece ser su propio due�o. Se puede respirar libremente, por ser aqu� la libertad fundamento, escudo y esencia de la vida.... La actividad dedicada a los negocios es ciertamente inmensa. Nunca sent� sorpresa en ning�n pa�s del mundo. Aqui qued� sorprendido. Al ver las caras de los apresurados hombres de negocios que eran a la vez fuentes y volcanes; cuando maleta en mano, abierto el chaleco, la corbata deshecha, vi a los diligentes neoyorquinos corriendo de aqu� para all�, ora comprando, ora vendiendo, sudando, trabajando, medrando; cuando not� que nadie permanec�a estacionado en las esquinas, ninguna puerta se manten�a cerrada un momento, ning�n hombre estaba quieto, me detuve, mir� respetuosamente a este pueblo y dije adi�s para siempre a aquella perezosa vida y po�tica inutilidad de nuestros pa�ses europeos.... Estoy hondamente reconocido a este pa�s, donde los que carecen de amigos encuentran siempre uno, y quienes buscan honestamente trabajo encuentran una mano generosa. Hay que ser inteligente; eso es todo....

Pero ya en ese mismo escrito modera el entusiasmo, que luego har� m�s selectivo, y comenta:

El gran coraz�n de Am�rica no puede ser juzgado por la vida desdibujada, la pasi�n morbosa, los deseos ardientes y angustiosos de la vida neoyorquina. En esta marejada turbulenta no aparecen las corrientes naturales de la vida. Todo est� oscurecido, desarticulado y polvoriento; no se pueden analizar a primera vista las virtudes y los vicios. Se esfuman tumultuosamente mezclados. Los prejuicios, la vanidad, la ambici�n, todos los venenos del alma, borran o manchan la naturaleza americana....

Y le produce una "impresi�n penosa" la miseria que descubre por la calles, y a�ade:

Un anciano vestido en aquel estilo que revela al propio tiempo la buena fortuna que hemos tenido y los tiempos malos que comienzan se pasea silenciosamente debajo de un farol. Sus ojos, fijos sobre los transe�ntes, estaban cuajados de l�grimas; ten�a en la mano un m�sero pa�uelo. No pod�a articular una sola palabra. Sus suspiros imploraban auxilio. Un poco m�s all�, en la calle Catorce, un sonido intermitente, como un lamento distante, se levantaba desde la sombra. Una pobre mujer estaba arrodillada en la acera, como si buscara su tumba, o fuerzas para levantar el �rgano ronco, cuya manigueta era movida por su mano cansada. Pas� por Madison Square y vi a cien hombres robustos padeciendo las angustias de la miseria. Se mov�an con dificultad, como si desearan borrar de la mente sus pensamientos dolorosos...

Hay muy buenos libros sobre la vida de Mart� en alguno de los lugares en que residi�: de Espa�a, el de Emilio Roig; de M�xico, el de J. de J. Nu�ez y Dom�nguez; de Guatemala, el de David Vela; de Santo Domingo, el de Emilio Rodr�guez Demorizi. No lo hay de Mart� en los Estados Unidos, o Mart� en Nueva York. Sobre el tema se han hecho algunos trabajos, pero falta el estudio mayor que merece el asunto. Nadie influy� en �l tanto como los americanos, desde los fundadores (Washington, Jefferson) hasta los fil�sofos (Emerson, Thoreau), desde los ap�stoles y los pol�ticos (Wendell Phillips y Henry George) hasta los poetas (Longfellow y Walt Whitman); ni nada le marc� la vida como su estancia aqu�, por lo que era admirable el pa�s y por lo que vio le faltaba; por lo que se le pod�a imitar y por lo que se le deb�a temer: por la dualidad de "la tierra de Lincoln y la tierra de Cutting," de las que m�s tarde hablar�a.

Los quince a�os de Mart� en Nueva York contribuyeron de manera decisiva a su desarrollo intelectual, su entendimiento del mundo y su ideolog�a. El supo de la influencia del medio sobre el hombre: adelant�ndose al vitalismo de Ortega y Gasset en su tesis de "yo soy yo y mi circunstancia", Mart� afirm�, casi con las palabras que luego usar�a el fil�sofo espa�ol, "Dos madres tienen los hombres: la Naturaleza y las circunstancias". Hablaba de Roebling, el ingeniero alem�n del puente de Brooklyn, de c�mo el haber venido a Am�rica hizo de �l el hombre que fue: con estas pinceladas logr� su retrato: "En cierto modo la mente de Roebling, prusiana de naturaleza, se torn� en americana; del goce de la libertad y de la presencia permanente de la grandeza surgi�, como refundido en molde nuevo, un nuevo hombre. As�, cuando tuvo un hijo, no le puso Arminius, sino Washington...." Por esa influencia del medio en la persona lleva este trabajo el t�tulo de "Nueva York en Jos� Marti," y no el de Jos� Mart� en Nueva York, por la resistencia del agente a reducirse a mero escenario, y por su condici�n de agonista en el drama del hombre.

How the Other Half Lives es el t�tulo de un libro que public� J. A. Riis, reportero del peri�dico Tribune, en 1890. Con numerosas fotograf�as puso en evidencia la miseria en Nueva York, que era "de echarse a llorar". Arriba, una casa de vecindad en Roosevelt Street; al lado una italiana de Jersey Street con su hijo en una habitaci�n sin muebles; y en la parte inferior se ven varios hu�spedes de una casa de dormir, en Bayard Street, que cobraba "Five cents a spot".

No tuvo la ciudad de Nueva York en el siglo XIX cronista m�s ilustre y honrado que Jos� Mart�. Ni quiz�s toda la naci�n americana. Y hasta puede afirmarse que ning�n extranjero dio nunca, en idioma alguno, una visi�n tan amplia y acertada como la de Marti de este pa�s. Por eso no es excesivo el homenaje de Nueva York con el monumento suyo a la entrada del Parque Central. Desde 1880 hasta 1892, cuando todo su talento lo puso al servicio de la independencia de Cuba, Marti hizo conocer en Hispanom�rica, a trav�s de varios peri�dicos, a los Estados Unidos. Y a�n no se ha sabido apreciar del todo el servicio que le prest� con sus cr�nicas a lo que �l llamaba con cari�o Nuestra Am�rica. A fines del siglo pasado, en la Conferencia Internacional Americana, celebrada en Washington entre 1889 y 1890, se hizo evidente que la m�s peligrosa admiraci�n por los Estados Unidos cegaba a muchos hispanoamericanos, y fue �l quien les despert� el entendimiento y las conciencias con su oportuna pr�dica, la misma que han sacado hoy de su cauce original algunos demagogos para su propio beneficio, y para el provecho de otros pa�ses y de nuevos mercaderes.

Al establecerse en Nueva York, Mart� se propuso analizar los Estados Unidos; dijo:

Estudiar� el pueblo m�s original desde su origen, en la escuela; en su desenvolvimiento, en la familia; en sus diversiones: en el teatro, en los clubs, en la calle Catorce, en grandes y peque�as reuniones familiares. Un luminoso domingo, bajando por la elegante Quinta Avenida, ir� a la concurrida iglesia a escuchar a un predicador hablando de la paz, o sobre politica o el campo de batalla. Ver� muchas tonter�as y grandes haza�as; ver� a politicos que protegen el pa�s aunque podr�an, sin gran esfuerzo, volver a los tiempos del militarismo arrogante, del atropello de la voluntad nacional, de la corrupci�n de la moral p�blica. Ver� bondadosas caras de hombres y caras desafiantes de mujeres, las fantas�as m�s caprichosas y censurables: todas las grandezas de la libertad y todas las miserias de los prejuicios....

Y de esa manera habl� sobre Nueva York: de sus funcionarios y de la pol�tica; de los colegios y las universidades; de los museos y las bibliotecas; de los espect�culos (el teatro, el circo, la �pera) y de los deportes (el boxeo, las carreras, el futbol); de los grandes acontecimientos (de la inauguraci6n del Puente de Brooklyn, de la Estatua de la Libertad y del entierro del general Grant); de las calles (la Quinta Avenida y la calle Catorce), de los parques (el Central y el Battery) de las playas (Coney Island y Bath Beach); de los visitantes famosos, de los artistas y de los escritores; de las huelgas y de los obreros; de los inmigrantes y de las religiones; de los barrios pobres y de los barrios ricos: desde los palacios de los millonarios hasta de los fumaderos de opio en el barrio chino...

Dibujo de Wall Street publicado en una peri�dico de Nueva York en 1884. Dos a�os m�s tarde Mart� hablaba de la ciudad como de una casa de locos: "Nadie duerme, nadie se despierta, nadie est� sentado: todo es galope, escape, asalto, estrepitosa ca�da, eminente triunfo. Es una procesi�n de ojos sedientos, montados sobre piernas aladas--las piernas de Mercurio. Van los unos tras los otros, como persigui�ndose, alcanz�ndose, abati�ndose�"

A continuaci�n se reproducen varios de sus juicios sobre Nueva York que pueden servir para conocer su aprecio de la ciudad. Al describir "La vida neoyorquina" en el peri�dico La Naci�n, de Buenos Aires, destacaba aspectos por los que a veces la vida se le hac�a tan desagradable: por la agitaci�n, la angustia, la fatiga; dec�a compar�ndola con otros lugares:

La vida en Venecia es una g�ndola; en Par�s, un carruaje dorado; en Madrid, un ramo de flores; en Nueva York, una locomotora de penacho humeante y entra�as encendidas. Ni paz, ni entreacto, ni reposo, ni sue�o. La mente, aturdida contin�a su labor en las horas de la noche dentro del cr�neo iluminado. Se siente en las fauces el polvo; en la mente, trastorno; en el coraz�n, anhelo.... Se vive a caballo en una rueda. Se duerme sobre una rueda ardiente. Aqu� los hombres no mueren, sino que se derrumban: no son organismos que se desgastan, sino �caros que caen.

Tres a�os m�s tarde, en 1886, en el mismo peri�dico argentino, asocia el loco vivir de Nueva York con la pasi�n de sus habitantes por los bienes materiales, y explica:

Ac� apenas se tiene tiempo para vivir. El cr�neo es un circo, y los pensamientos son caballos azotados. " La neurosis de Par�s", dicen los diarios de Francia: �porque no han venido a ver esta otra neurosis! Nadie se duerme, nadie se despierta, nadie est� sentado: todo es galope, escape, asalto, estrepitosa ca�da, eminente triunfo. Es una procesi�n de ojos sedientos, montados sobre piernas aladas —las piernas de Mercurio. Van los unos tras los otros, como persigui�ndose, alcanz�ndose, abati�ndose. La m�dula se retuerce, y encoge como un cuero h�medo puesto al sol, el alma se va del cuerpo como de un pomo roto las gotas de esencia...

Y en otras de sus "Escenas Norteamericanas," en el mismo lugar y a�o del juicio anterior, despu�s de describir la ciudad "en oto�o", de nuevo recurre a im�genes expresionistas para se�alar c�mo tan absurda vida fomenta el ego�smo y reduce, y hasta a veces ahoga, toda espiritualidad; dice:

Se mira aqu� la vida, no como el consorcio discreto entre las necesidades que tienden a rebajarla y las aspiraciones que la elevan, sino como un mandato de goce, como una boca abierta, como un juego de azar donde s�lo triunfa el rico. Los hombres no se detienen a consolarse y ayudarse. Nadie ayuda a nadie. Nadie espera a nadie.... Todos marchan empuj�ndose, maldici�ndose, abri�ndose espacio a codazos y mordidas, arroll�ndolo todo, todo por llegar primero. S�lo en unos cuantos esp�ritus finos subsiste, como una paloma en ruina, el entusiasmo. No es malevolencia, sino verdad penosa, que ac� ni en los ni�os siquiera se notan m�s deseos que el de satisfacer sus apetitos, y vencer a los dem�s en los medios de gozarlos.... Colosales hileras de dientes son estas masas de hombres. Aqu� se muere el alma por falta de empleo.

Llevaba Marti tres a�os en Nueva York cuando se produjo una crecida del r�o Ohio, por la que murieron muchas personas y hubo grandes p�rdidas. Como es costumbre ante desgracias semejantes, se organizaron actos y recolectas para ayudar a los damnificados; los neoyorquinos, seg�n cont� Mart�, dieron muestras de su insensibilidad, y los present� al narrar el acontecimiento como ap�ticos tahures ante la mesa de juego:

No se paran en New York, grandes mientes, en la b�rbara desgracia.... New York, con el ruido de la fragua de oro, no oye el clamoreo. Estas grandes ciudades burs�tiles tienen la prisa, el fervor, la absorci�n, la indiferencia de las mesas de juego. No hay m�s batallas para los jugadores que las que va a ganar el rey de copas, ni m�s inundaciones que las que barrer�n la mesa de dineros: toda la tierra gira con el dado. La m�s espantable desventura del mundo exterior los halla en estupor l�cido, ebrios de un vapor verde. Si un payaso les pide con la copa del gorro unos cuantos dineros, o una dama de caridad alivio para los pobres, tomar�n del mont�n de monedas manadas de ellas, sin ver a lo que llenan, ni dar calma a su fiebre, ni quitar los ojos de la fragua de oro.

A�n no hab�a llegado la primera vez Mart� a Nueva York, a mediados de 1870, cuando empezaron a correr los trenes elevados por las avenidas Segunda, Tercera, Sexta y Novena. Solamente los propietarios de esas empresas y los pol�ticos que se hab�an beneficiado con las concesiones no protestaban de aquel transporte, molesto por el humo y las cenizas de las locomotoras, y por el ruido, las vibraciones y los accidentes que provocaban a su paso. Tambi�n dej� Mart� constancia de esa otra incomodidad de la vida neoyorquina de entonces. Sus quejas por el ferrocarril elevado complementan la visi�n apocal�ptica que ten�a del lugar, y nos lo presentan encogido y abrumado por aquel inconveniente que m�s deb�a afectar a los que, como �l, se ganaban la vida pensando y escribiendo; dijo tambi�n en La Naci�n:

Pierde la vida �ntima mucho de su pudor, y la de la ciudad mucho del recogimiento relativo que le conviene, con esa intrusi�n constante del ruido brutal en todos los actos y pensamientos.... Tal es la angustia en que el ir y venir del ferrocarril elevado pone a quien por desdicha haya de viajar mucho en �l, o tenerlo cerca, que no parece a veces, sobre todo en los meses de calor, que atraviesa el aire sobre sus rieles suspendidos, sino que ha hecho un tunel en la cabeza vac�a, y atraviesa el cr�neo.

No ha de pensarse, sin embargo, que no tuvo ojos Mart� en Nueva York m�s que para lo desagradable, y que pec� de parco, o de injusto, al callar lo que merec�a elogio. No son escasas sus p�ginas de aplauso sobre la ciudad y sus habitantes, cuando estaba justificado, en igual medida que no lo son las que dedic� a encomiar las virtudes de este pa�s y el m�rito de algunos americanos, pero, como aqu� interesa m�s lo que le disgustaba que lo que le complac�a, puesto que de ah� nace lo negativo de su estima de Nueva York, puede bastar este pasaje preciosista, con toques quevedescos, sobre la Quinta Avenida, en el que traslada al lector al Domingo de Pascuas de 1889:

De trajes vistosos era el r�o un d�a despu�s, y masa humana la Quinta Avenida, en el paseo de Domingo de Pascuas. El millonario se deja en calma pisar los talones por el tendero jud�o: leguas cubre la gente, que va toda de estreno: los hombres de corbata lila y clavel rojo, de gab�n claro y sombrero que chispea; las mujeres con toda la gloria y pasamaneria, vestidas con la chaqueta graciosa del Director�o, de botones como ruedas y adornos de Cachemira, cuando no de oro y plata. Perla y verde son los colores en boga, con gorros de h�sar, o sombreros a que s�lo las conchas hacen falta, para ir bien con la capa peregrina. A la una se junta con el de las aceras, el gent�o de seda y flores que cantaba los himnos en las iglesias protestantes, y o�a en la catedral la misa de Cherubini. Los vestidos cargados van levantando envidias, saludando a medias los trajes lisos, ostentando su precio....

Pero m�s que esa Quinta Avenida abundante y vistosa gusta Mart� de su paralela, de la Sexta, hoy Avenida de las Am�ricas, que termina en su estatua a caballo, en el Parque Central, junto a las de Bol�var y San Mart�n. En esa Sexta Avenida paseaban los negros y los obreros, los cuales prefer�a Mart�, a pesar de su menor refinamiento y su gusto extravagante en el vestir; y a�ade a continuaci�n de lo anterior:

...Pero en la avenida de al lado es donde se alegra el coraz�n, en la Sexta Avenida: �qu� importa que los galanes lleven un poco exagerada la elegancia, los botines de charol con polaina amarilla, los cuadros del pantal�n como para jugar ajedrez, el chaqu� muy ce�ido por la cintura y con las solapas como hojas de flor, y el guante sacando los dedos colorados por entre la solapa y el chaleco? �Qu� importa que a sus mujeres les parezca poco toda la riqueza de la tienda, y carguen t�nica morada sobre saya roja, o traje violeta y mant�n negro y amarillo? Los padres de estos petimetres y maravillosas, de estos mozos que se dan con el sombrero en la cintura para saludar y de estas beldades de labios gruesos, de cara negra, de pelo lanudo, eran los que hace veinticinco a�os, con la cotonada tinta en sangre y la piel cebreada por los latigazos, sembraban a la vez en la tierra el arroz y las l�grimas, y llenaban temblando los cestos de algod�n. Miles de negros pr�speros viven en los alrededores de la Sexta Avenida. Aman sin miedo; levantan familias y fortunas; debaten y publican; cambian su tipo f�sico con el cambio del alma: da gusto ver c�mo saludan a sus viejos, c�mo llevan los viejos la barba y la levita, con qu� extremos de cortes�a se despiden en las esquinas las enamoradas y los galanes: comentan el serm�n de su pastor, los sucesos de la logia, las ganancias de sus abogados, el triunfo del estudiante negro, a quien acaba de dar primer premio la Escuela de Medicina: todos los sombreros se levantan a la vez, al aparecer un coche rico, para saludar a uno de sus m�dicos que pasa.

Una sombra m�s requiere este ep�grafe antes de cerrarlo, y es la de los pobres en Nueva York, sobre los que Mart� escribi� siempre con ternura y compasi�n, conmovido y quejoso. Le molestaba la injusticia, y que a muchos, como en nuestros d�as, les pareciera mal socorrer la miseria por el miedo de que m�s infelices acudieran a ella. Escribi� en el peri�dico La Am�rica, de Nueva York, sobre el "verano" :

...En los barrios pobres, es de echarse a llorar. De d�a, las casas de vecindad, repletas de gente miserable, los maridos ebrios querellan con sus mujeres desesperadas que intentan callar a sus hijuelos, comidos por el Cholera infantum. Parecen los m�seros ni�os como si un insecto enorme les chupara las carnes, aposentado en sus entra�as. Miran desde cavernas. Tienden sus manecitas como pidiendo socorro. Por entre la piel, se ve asomar la cabeza de los huesos. Los malvados se convertir�an a la virtud viendo espect�culo semejante: pero no, que hay muchos que viven impasibles, y pasan a su lado col�ricos de que tal miseria les salga a los ojos. Y hay fil�sofos modernos que escriben que no es bueno consolar esas miserias, �porque consol�ndolas, las miserias se har�n mayores!

Y en otro verano, el de 1888, insiste sobre la pena para dar a conocer la verdad sobre los Estados Unidos, que no todo era progreso y regalo, ni justicia y promesa:

No es el est�o de Nueva York odioso por lo que arde, que mientras dura el le�n por el cielo es mucho, sino por lo que atormenta a la gente infeliz que no tiene m�s parque que el techo de las casas, caldeado por el d�a, o el fresco de las baldosas, que con la luz de la luna parecen menos quebradas y miserables. De los techos de las casas de vecindad, que son las m�s en los barrios pobres, cuelgan racimos de piernas... En la acera los ni�os consuelan el vientre sediento ech�ndose de bruces sobre las baldosas tibias, se tienden al pie de un �rbol canijo o en los pelda�os de la escalinata, las madres exag�es, desfallecidas por la rutina de la casa, mortal en el verano: las mejillas son cuevas; los ojos, ascuas o plegaria; de si se les ve el seno no se ocupan; apenas tienen fuerzas para acallar el alarido l�gubre de la criaturita que se les muere en la falda. Tambi�n eso se ha de venir a ver aqu�, no s�lo Saratogas y Long Branches.... Muy hermosas son estas playas, y las de Atlantic City, donde va lo mejor de Filadelfia, y tantas m�s; �pero ha de conocerse tambi�n lo triste! El hombre acaba por envilecerse, y la mujer por afearse, cuando no templa de vez en cuando el amor exclusivo a su bienestar con el espect�culo de la desdicha ajena. S�lo es feliz el bueno. El mundo no es palacio. El mejor amigo de los hombres es el que los pone delante de su deber, y les dice: "Mira".

Y como Mart� entend�a, con raz�n, que "la miseria no es una desgracia personal" sino que "es un delito p�blico", para m�s llamar la atenci�n sobre la pobreza, dijo en otra de sus cr�nicas:

Sin brisa ni poes�a arde Nueva York cargado de pestes, el verano. Se suicidan los infelices a racimos: se desploman los caballos en las calles: en las plazas p�blicas se anda sobre hombres acostados: hornos encendidos de p�tridas bocas parecen en la sombra las enormes casas de vecindad donde viven, a seis por cuarto, los obreros: las mujeres de los pobres, exasperadas y sedientas, se est�n hasta la madrugada en los portales, con sus ni�os sobre las piernas, moribundos: los ni�os, de pronto, exhalan un grito que se recuerda despu�s como un remordimiento, y mueren...

La Quinta Avenida en un Domingo de Pascuas. A la derecha, en la esquina con la calle 51, la catedral de San Patricio y, junto a ella, el Buckingham Hotel, hoy Saks Fifth Avenue. Mart� describi� el paseo: "Los hombres, de corbata lila y clavel rojo; las mujeres con toda la gloria y pasamaner�a, vestidas con la chaqueta graciosa del Directorio�"

EL CLIMA

Sobre cuanto le disgustaba a Mart� de Nueva York, ocupa lugar prominente el clima, en particular el invierno, no s�lo por el fr�o, sino tambi�n por la oscuridad. Tenia Mart� una curiosa teor�a sobre la luz y el �nimo, de c�mo cambia el car�cter de acuerdo con las estaciones del a�o. Y no estaba equivocado. Seg�n las m�s recientes investigaciones m�dicas, y por lo que aqu� se expone, puede afirmarse que Mart� padec�a de lo que hoy se conoce en este pa�s como "Seasonal Afective Disorder", especie de estado depresivo durante el invierno debido a la menor exposici�n a la luz. Parece que la oscuridad reduce el nivel de melatonina en la sangre, la hormona que segrega en el cerebro la gl�ndula pineal, y que por ese motivo la persona es m�s proclive a la melancol�a cuando las noches son m�s largas. Por ese amor a la luz pidi� Mart� en sus Versos sencillos:

No me pongan en lo oscuro
A morir como un traidor:
�Yo soy bueno, y como bueno
Morir� de cara al sol.

El "traidor" es el que debe morir en la oscuridad; el "bueno," "cara al sol." Preguntaba, desde Nueva York, en El Partido Liberal, de M�xico, "�Qui�n no conoce la relaci�n visible del sol y la elocuencia? La palabra abrigada y resplandeciente en los pa�ses de hielo, se caldea y va dorando conforme entra en zona m�s fecunda, hasta que ya al llegar a la cinta del sol, consumidos por la excesiva luz los cuerpos fr�giles que la contienen, los sacude y arrastra, cual ar�spices a quienes echa a tierra la fuerza del or�culo, y fluye, llena de esmaltes y atav�os, como aquellos arroyos de agua clara de que cuenta Mahoma, que corren por sobre rub�es, topacios y amatistas...."

Y al describir "Un mes en la vida norteamericana", en febrero de 1887, afirma:

Precipita la vida este tiempo sombr�o. Parece que la luz incuba el alma como el calor de la madre a los polluelos: y all� donde no hay luz salen las almas malhumoradas y canijas, como pollos que ha calentado mal la madre, y faltan en los actos y pensamientos aquella generosidad y buenhombr�a que quitan veneno a las m�s recias contiendas.... En los inviernos fangosos, como �ste, estos trabajos [las ocupaciones diarias] se enconan con la �spera ventisca, la pedrea de granizo, la triste s�bana de nieve, los odiosos lodazales. No hay mujer que parezca bella, ni hombre que parezca joven en una de estas ma�anas col�ricas, criminales, dolorosas, negruzcas....

Y en una cr�nica que le public� La Opini�n P�blica, de Montevideo, insiste:

Trae el verano ac� como un frenes�, que en los felices extrema el gozo, cual si quisieran en estos meses de �rboles poner la vida del a�o entero... Los pintores andan a trancos por las monta�as, con el caballete de morral, buscando puestas v�vidas y albas curiosas; los trenes vienen henchidos de parejas ah�tas de amor, que se duermen a la pastora, hombro con hombro, en la media luz de los carros; los ni�os florecen y p�an por las playas y las alamedas, y ostentan orgullosos las ronchas que les levanta el sol....

Y tampoco se queda corto de elogios del verano en una de sus cartas a La Naci�n; dice con entusiasmo:

�Oh, sagrado verano, estaci�n de poetas y de h�roes, de amores que fecundan, viajes que fortifican, canciones que aletean, cielo que protege, estrellas que hablan! �Oh estaci�n de desborde y alegr�a, que echa de la ciudad, como de c�rcel, y llena de buscadores de placer los vapores de r�os y ferrocarriles, las claras playas, bordadas de hoteles, los afamados manantiales entre monta�osos edificios sofocados, y los discretos retiros, abiertos en lejanas y fragantes selvas! �Oh verano, d�a del sol, padre de emociones, de movimientos y de ideas! Como se dan a la libertad los pueblos oprimidos, as� a la luz los pueblos invernosos.... �Oh, verano clemente, padre de gozos y de pensamientos, que pones manto de oro y corona de astros al espiritu! Porque con �l no vienen solamente estos reboses de j�bilo, y desperezos y alborotos del cuerpo en el invierno entumecido, y frivoleos y son de amores de la acre y solitaria vejez de la ciudad, y de la adocenada muchedumbre....

Y todav�a dispersos en otros de sus escritos, aparecen felices juicios: "Con las hojas de los �rboles viene a mujeres y hombres un frenes� de alegr�a: se abren al aire casas y almas". "El sol calienta las ideas en el cerebro y les vuelve su entereza y gallard�a". "No hay meses, si se les mira por el alma, m�s hermosos que estos de verano". "En el invierno se gru�e: en junio el padre es m�s amante; m�s cort�s el esposo; el ni�o m�s gentil; m�s galana la dama; el decidor, m�s ameno; el t�trico, locuaz; azul el mar y el alma". "La inauguraci�n de monumentos... siempre es en los meses de sol, como si la gloria tuviera parentesco con la luz". "�Hierven al sol las fuerzas de la vida!". "Las almas, con las primeras luces del verano, se visten de amores, como los parques de ramos de lilas...."

Y en unos versos dedicados a Adelaida Baralt se compara con un colibr� que est� "loco de luz y hambriento de verano"; le cuenta su viaje desde Manhattan a Brooklyn, donde lo esperaba su padre, en 1884.

Ayer, linda Adelaida, en la pluviosa
Ma�ana, vi brillar un soberano
Arbol de luz en flor, �Ay! un cubano
Floral, nave perdida en mar brumosa.

Y en sus ramas pos�, como se posa,
Loco de luz y hambriento de verano,
Un viejo colibr�, sin pluma y cano
Sobre la rama de un jard�n en rosa.

Pudo Mart�, durante algunos veranos, como otros neoyorquinos, escaparse del calor con viajes a las monta�as o a las playas: refugios suyos fueron los Catskills, junto al r�o Hudson, y Bath Beach, junto a Coney Island. Pero de los inviernos no se pod�a escapar, y la calefacci�n en la mayor parte de los lugares era escasa y defectuosa; dijo: "El oto�o trae muertes; el alma de adentro se vivifica y decae con el alma de afuera, y por el esp�ritu del hombre se entran los fr�os que encogen en noviembre el Universo". Y en otra ocasi�n: "Con m�s dificultad se abre paso el esp�ritu por entre las brumas h�medas de este mes de marzo [de 1882], que lo espantan y contristan, y lo invitan, no a salir de s�, sino a reentrar en s�". Y en otra explica c�mo con el invierno "vuelven al sur las golondrinas, a su desnudez los �rboles, y a las ciudades los viajeros....", pero advierte, "ya no sonr�en en el vaso de flores los nardos de abril, ni la mostaza graciosa, ni los jacintos de julio; sino los colores violentos y las plantas tristes, el geranio rojo, el asterisco morado, y el esp�rrago, el lirio pobre, con sus campanillas colgantes como en un templo chino y su corona de espigas plumadas...." Y en una carta:

Despi�rtase en las ma�anas de nevada el hombre del tr�pico cuyo cr�neo parece natural aposento de la luz, que lo engalana y lo arrebola todo, como hombre que viviese hambriento y sediento; y hura�o como lobo, encerrado en las paredes fosforescentes de una vasta sepultura. Imagina su cabello encanecido. Amenaza con el pu�o a aquel enemigo alevoso. Su mano hecha a grabar en el papel los rel�mpagos que iluminan su mente, p�sase en �l hinchada y aterida y aletean, en su cr�neo encendido, las �guilas rebeldes....

Viendo que se acercaba el invierno, en 1886, as� se lamentaba: "... En los escaparates ya no se ven chalecos de dril, hamacas de henequ�n y sombreros de paja, sino capotes de goma, gorras de pieles, guantes fuertes de pelo de camello, [y ese] espect�culo encoge lo poco que queda aqu� de alma en los pechos tropicales..."

Tambi�n a los Versos Sencillos llev� Mart� su divisi�n del clima, gu�a del �nimo y la palabra, del pensamiento y la conducta, y de la caridad con el pr�jimo, al n�mero XXXIX, su conocido programa, como antes se dijo, a todas luces tomado del libro de los Proverbios (24, 30), del Antiguo Testamento:

Cultivo una rosa blanca,
En julio como en enero,
Para el amigo sincero
Que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
El coraz�n con que vivo
Cardo ni ortiga cultivo:
Cultivo una rosa blanca.

Al analizar su juicio sobre la oscuridad y la luz, sobre el invierno y el verano, �l que se siente en Nueva York "loco de luz y hambriento de verano", se entiende mejor su mensaje. No s�lo recomienda la bondad con el amigo y el enemigo, sino que con ambos aconseja someterse a ella tanto si se tiene la m�s favorable inclinaci�n para el bien, en el verano, "en julio", como cuando no se la tiene, en invierno, "en enero": la caridad no debe de estar controlada, como a veces sucede con el comportamiento, por los cambios de las estaciones. Algunos cr�ticos en Cuba —de"esos cultos", que dijo Mart� tienen "todas las tiran�as"— queriendo halagar a las autoridades y ganar prebendas, han hablado de esos meses de Mart� como de un presagio, al escoger para sus versos julio y enero, por su relaci�n con el proceso revolucionario: el 26 de julio, inicio de la lucha contra Batista, y el primero de enero su triunfo...

Por lo que se ha visto hasta ahora parece evidente que julio y enero fueron s�mbolos que Mart� escogi� en ese momento para representar su idea de la mayor o menor disposici�n hacia el bien. Enero, al comenzar el a�o, con sus 31 d�as, se inicia una semana despu�s del solsticio de invierno; y julio, en el medio del a�o, tambi�n con 31 dias, se inicia una semana despu�s del solsticio de verano. Y aun parece, al revisar su biograf�a, como que los meses de enero le hubieran sido m�s dif�ciles o ingratos, mientras que julio sol�a present�rsele m�s prometedor o alegre. Algunos ejemplos, hasta la publicaci�n de sus Versos Sencillos, en 1891, bastar�n; son los siguientes: despu�s de siete a�os de exilio, el 27 de julio de 1878, aprovech�ndose del Pacto del Zanj�n sale de Guatemala hacia La Habana acompa�ado de su esposa; el 8 de julio de 1880, The Sun, de Nueva York, el m�s importante diario de los Estados Unidos en que aparecieron sus trabajos, se los empieza a publicar; en 1881, el primero de julio, sali� en Caracas, el n�mero inicial de su Revista Venozolana; el 15 de julio de 1882 escribi� su primera cr�nica para La Naci�n, de Buenos Aires, el peri�dico de mayor circulaci�n en Hispanoam�rica, donde escrib�an los m�s notables hombres de letras; en julio de 1889 sale La Edad de Oro, quiz�s el preferido de todos sus empe�os editoriales; el 24 y el 30 de julio de 1890 lo nombraron, respectivamente, c�nsul en Nueva York la Argentina y el Paraguay; a principios de julio del a�o siguiente vinieron a visitarlo la mujer y el hijo, a quienes no ve�a desde hac�a varios a�os; y en ese mismo mes su amigo Enrique Trujillo se comprometi� a publicarle los Versos Sencillos... Por la otra parte, el 15 de enero de 1871, todav�a sin cumplir 18 a�os, sali� desterrado hacia Espa�a; el 14 de enero de 1875 lleg� por vez primera a Nueva York, despu�s de pasar un temporal en el viaje desde Liverpool; en 1877, el 2 de enero, se vio obligado a irse de M�xico por el derrocamiento del gobierno liberal que �l apoyaba, y fue a La Habana, escondido como Juli�n Perez, para conseguir una recomendaci�n y poder establecerse en Guatemala; otra vez en enero, el d�a 3, en 1880, lleg� por segunda vez a Nueva York, escapado del destierro en Espa�a y a�orando reunirse con su mujer y su hijo a quienes tuvo que dejar en La Habana; un a�o m�s tarde, fracasado el empe�o revolucionario de Calixto Garc�a, sin recursos, abandonado por la mujer y el hijo, se vio obligado a embarcarse para Venezuela con la esperanza de all� encaminar su vida; a fines de enero de 1888, despu�s de una visita de dos meses en Nueva York, la madre de Mart�, a quien hac�a ocho a�os no ve�a, y que no volver�a a ver, regres� a La Habana y, por �ltimo, el 20 de enero de 1890 comenz� la Conferencia Internacional Americana, en Washington, donde Mart� confirm� sus temores de que por el empuje expansionista del Norte corr�an peligro los pa�ses de la Am�rica Latina, y muy en particular la independencia de Cuba: Fue �se el "invierno de angustia" que record� en el pr�logo de sus Versos Sencillos.

"DONDE LAS MIRADAS NO SALUDAN"

Daba Mart� los primeros pasos en su carrera de revolucionario, a principios de 1869, acabada de empezar la Guerra de los Diez A�os, cundo sal�a de La Habana para el destierro, perseguido por las autoridades, el erudito investigador Antonio Bachiller y Morales, y fue tambi�n a vivir a Nueva York. Al igual que Mart�, regres� a Cuba cuando Espa�a, forzada por la guerra, les hizo algunas concesiones a los cubanos, en el Pacto del Zanj�n. Pocos d�as despu�s de su muerte, en La Habana, el 10 de enero de 1889, Mart� public� en El Avisador Hispanoamericano, de Nueva York, una hermosa semblanza de Bachiller y Morales, en la que, adem�s de sus m�ritos intelectuales y virtudes, hablaba de su estancia en la ciudad, de la que de nuevo aparece su visi�n negativa de la misma; dijo:

...Cuando vino por tierra toda raz�n de fe en la justicia espa�ola, Bachiller, como todo el pa�s, sinti� el rostro encendido e impacientes las manos. "�La guerra es b�rbara", dijo, "y no creo que ser� nuestra la victoria; pero entre mi pa�s a quien le niegan lo justo, y el tirano que se lo niega, estoy con mi pa�s!" Y dej� su casa de m�rmol, con sus fuentes y sus flores, y sus libros, y sin m�s caudal que su mujer, se vino a vivir con el honor, donde las miradas no saludan, y el sol no calienta a los viejos, y cae la nieve...

En 1908 se hizo muy popular esta canci�n sobre Nueva York titulada "In the City Where Nobody Cares"; era la misma idea expresada por Mart� sobre la ciudad, "donde las miradas no saludan." La letra y la m�sica eran de Chas K Harris, quien se hab�a hecho muy famoso con otra que a�n se recuerda, "After the Ball".

En ese mismo escrito destac� Mart� que Nueva York viv�a "harto ocupada para cortes�a", por lo que invent� la frase que encabeza este ep�grafe, y que con acierto resume uno de los rasgos menos gratos de la ciudad. Al hacer un contraste entre Nueva York y los pueblos en que las colonias de cubanos fundaban en la Florida y en Georgia, donde disfrutaban de cierto reposo y no padec�an los rigores del clima, escribi� Mart� en Patria: "...ac� el cubano anda acogotado en su gab�n, y p�lido y murmur�n, porque no encuentra cara que no sea pared, y la ciudad lo echa u olvida, y el clima lo azota..." Y en uno de sus apuntes dej� esta breve y graciosa an�cdota que confirma su juicio sobre la pedanter�a de muchos neoyorquinos; bajo el titulo de "La frase del criado del Murray Hill Hotel", cont� lo sucedido; le pregunt� Mart� "�Conoce Ud a un caballero sudamericano, muy alto, que come aqu� desde hace un mes?" y esto fue lo que contest� el criado: "No s�. Entran y salen. �l no se ha hecho conocer de m�" ('He has not made himself known to me')." Y comenta Mart�: "Y la mirada de desprecio, y el resto de �deje Ud en paz al Emperador! con que acompa�aba la respuesta. Vive uno en los Estados Unidos como boxeado. Habla esta gente, y parece que le esta metiendo a uno el pu�o debajo de los ojos". See entiende as� el juicio de Miguel Ted�n, su amigo argentino, quien dijo sobre Mart�: "Su alma sensible y delicada sufr�a con las asperezas del alma yanqui... A pesar de los largos a�os que all� vivi�, nunca pudo identificarse con la vida americana..." Y la afirmaci�n de Enrique Trujillo, quien escribi� sobre �l en 1890:

Jos� Mart� es esencialmente latino, incondicionalmente cubano, y el idioma, literatura, gentes y costumbres del medio en que se mueve, son antit�ticos a su car�cter, que, como constituye personificaci�n de su raza, no puede asimilarse a ninguna otra.

Y no pod�a faltar en sus versos el reflejo de algunas de las quejas de que se ha hablado aqu�, dice en "Amor de ciudad grande", sin duda pensando en Nueva York:

De gorja son y rapidez los tiempos. [...]
�Jaula es la villa de palomas muertas
Y �vidos cazadores. [...]
Se ama de pie, en las calles, entre el                                                  [polvo
De los salones y las plazas; muere
La flor el d�a en que nace. [...]
Pues �qui�n tiene
Tiempo de ser hidalgo?. [...]
�Me espanta la ciudad! �Toda est� llena
De copas por vaciar, o huecas copas!
�Tomad vosotros, catadores ruines! [...]
�Yo soy honrado, y tengo miedo!

Y escribi� en una composici�n de las agrupadas como "Flores del destierro", otra vez con Nueva York presente:

Envilece, devora, enferma, embriaga
La vida de ciudad: se come el ruido,
Como corcel la yerba, la poes�a.
Estr�chanse en las casas la apretada
Gente, como un cad�ver en su nicho:
Y con penoso paso por las calles
Pardas, se arrastran hombres y mujeres
Tal como sobre el fango los insectos,
Secos, airados, p�lidos, canijos.

Y en unos versos que dedic� a Isabel Ar�stegui por la fiesta que daba en su casa, en 1889, donde iba a recitar Cocola Fern�ndez del Castillo, se lee, ya refiri�ndose directamente a la situaci�n del cubano:

Vivimos las pobres flores
Cubanas, en estos hielos
De Nueva York, cual sin vuelo
Y sin voz los ruise�ores.

Tiene el p�jaro de nieve
En su alto nido colgante,
Aire propio, brisa amante
Que goce y fuerza le lleve.

Pero a nosotros, perdidas
Aves de otra floresta,
�Qui�n viene a alegrar la fiesta?
�Qui�n viene a animar los nidos?

Vamos por hermosas calles,
Tristes, ignoradas, solas,
Cual aves sobre las olas
En busca de patrios lares.

Vamos por hermosas salas
Para nuestras almas yermas
Como palomas enfermas
A quienes pesan las alas...

Podr�a uno preguntarse por qu�, ante tanto disgusto, permaneci� Mart� en Nueva York. En una carta de 1886 le dec�a a su amigo mexicano, Manuel Mercado: "Todo me ata a Nueva York, por lo menos durante algunos a�os de mi vida: todo me ata a esta copa de veneno". Las ataduras eran las siguientes: a Cuba no quer�a ir, ni por corto tiempo, ni con la excusa de ver al hijo y la mujer, por aquel acertado juicio suyo, de tanta vigencia hoy para sus compatriotas en el exilio, de que "visitar la casa del opresor es sancionar la opresi�n"; a Espa�a no pod�a regresar puesto que abandon� el pa�s estando en la libertad bajo fianza, que le concedieron en Santander; ya hab�a probado fortuna en M�xico, Guatemala y Venezuela, y de los tres pa�ses se tuvo que ir por sus tropiezos con los gobiernos abusivos —en alguna ocasi�n pens� irse al Per� o a la Argentina, pero debieron parecerle demasiado lejos de Cuba, y sab�a que, como sucedi� en el pasado, en Nueva York era donde iba a dar fruto la semilla de la siguiente guerra de independencia; en la misma carta a Mercado le explicaba que, siendo su "instrumento de trabajo" la "pluma", y lo que les interesaba a los peri�dicos que publicaban sus escritos en Hispanoam�rica las noticias y los acontecimientos de esta ciudad, no pod�a deshacerse de las ataduras que a ella lo un�an.

CONCLUSI�N

No ha cambiado mucho Nueva York desde los tiempos de Mart�. Sigue siendo la "copa de veneno" de que �l habl�, donde uno "anda acogotado en su gab�n, p�lido y murmur�n, porque no encuentra cara que no sea pared"; donde a�n a veces "se muere el alma por falta de empleo"; donde, con el invierno, todos los quehaceres "se enconan por la �spera ventisca, la pedrea del granizo, la triste s�bana de nieve y los odiosos lodazales"; donde siguen mirando la vida como "un mandato de goce, como boca abierta, como un juego de azar donde s�lo gana el rico"; donde "nadie ayuda a nadie y todos marchan empuj�ndose, maldici�ndose, abri�ndose espacio a codazos, a mordidas, arroll�ndolo todo, todo por llegar primero"; donde ver "los barrios pobres es echarse a llorar..." Nueva York sigue siendo, en su esencia, como era a fines del siglo pasado, y, en algunos aspectos, quiz�s, peor.

A pesar de sus quejas y protestas, el verdadero motivo por el que Mart� permanec�a en Nueva York aparece en su cr�nica del 3 de agosto de 1885, que no es distinto del que retiene hoy en la ciudad a muchos cubanos; dijo: "Triste, s�, uno se siente triste en Nueva York, pero firme tambi�n. Se siente uno tan firme que, cuando se aleja de estas playas, en no siendo para las de la patria, donde la roca es dulce, parece como que se aparta uno del goce digno de la libertad real, que se aleja de s� propio...."

 

VIDA

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