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 Cuando el marino genov�s Juan Caboto, por encargo del rey de Inglaterra, Enrique II, lleg� a las costas americanas, al igual que Col�n en Cuba, crey� haber dado con las tierras del Gran Kahn y que pronto hallar�a Cipango, donde estaban las riquezas que motivaron su viaje. Despu�s de una escala en Terranova y de explorar el golfo de San Lorenzo, sigui� hacia el Sur pasando por Cape Cod hasta la isla de Manhattan, habitada entonces por una tribu de indios algonquines que llamaban a aquella tierra Majican; y cuenta la leyenda que al no encontrar all� ni el oro ni las especies que buscaba, adem�s de las incomodidades de la isla, dijo al emprender el regreso: "Este lugar est� bien para visitarlo, pero a nadie se le ocurrir�a vivir en �l". Fue esa opini�n de fines del siglo XV la primera de que se tiene noticia sobre el sitio que ocupa hoy la ciudad de Nueva York. Por todos los inconvenientes de la vida en ella, que fueron creciendo con el tiempo, se hizo costumbre repetir el juicio de Juan Caboto, y cuatro cientos a�os despu�s Mart� uni� el suyo al nutrido coro de burlas con estos versos: 
 Hasta la llegada en 1524 del florentino Giovanni da Varrazano, quien por orden de Francisco I, el rey de Francia, exploraba la costa del Atl�ntico en la Am�rica del Norte, no se supo apreciar el valor de la bah�a: desembarc� en su parte m�s baja —en el lugar del puente que hoy lleva su nombre—, fue recibido con cierta amistad por los ind�genas y tuvo buenas palabras sobre la isla destacando su "belleza" y posible "valor". Muchos a�os m�s tarde el ingl�s Henry Hudson, contratado por una compa��a comercial de Holanda, explor� el r�o que le debe su nombre hasta donde ahora se encuentra Albany, la capital del Estado. En el camino los indios le facilitaron valiosas pieles a cambio de cuchillos y adornos de cristal, y fue aquella semilla de comercio la que estimul� la colonizaci�n de los holandeses, quienes fundaron una peque�a villa en el extremo inferior de la isla que nombraron New Amsterdam. Un a�o m�s tarde, en 1626, el supervisor de la colonia les compr� a los indios los 14 mil acres que tiene Manhattan por el equivalente de 24 d�lares, un territorio que hoy se estima con un valor billones y billones de d�lares. Pero la prosperidad de Holanda provoc� la envidia de los ingleses, y en 1664 el rey Carlos II, sin respetar derechos de posesi�n, le regal� a su hermano, el duque de York, amplios territorios americanos: el duque despach� una flota con 450 soldados, desembarcaron en Brooklyn, intimaron la rendici�n de New Amsterdam y ocuparon la isla; y en honor de quien hab�a patrocinado la empresa nombraron New York la antigua posesi�n de Holanda. No fue aquella atrevida conquista muy diferente de la toma de La Habana por Inglaterra un siglo m�s tarde, ni muy distintos los cambios que produjo en el progreso de las dos ciudades la presencia inglesa. El puerto de Nueva York y el puerto de La Habana, por sus condiciones naturales, excitaban el inter�s de las potencias maritimas; y tambi�n a ese regalo de la geografia deben La Habana y New York sus m�s notables caracteristicas: las bah�as magnificas estimularon el comercio y los contactos con el exterior, padres de la codicia y de la tolerancia, de la soberbia y de la condescendencia, de la descortes�a y del neutralismo, de la prisa y de la hospitalidad. Tan utilitarios eran los neoyorquinos que cuando fueron derrotados los ingleses en Yorktown, en 1781, asustados por el triunfo de los rebeldes, la tercera parte de la poblaci�n emigr� al Canad�. Y solamente un h�roe mayor produjo en la guerra de independencia, el capit�n Nathan Hale, quien despu�s de la batalla de Harlem Heights se ofreci� para penetrar las filas enemigas: apresado por esp�a en Long Island, lo ahorcaron, y dijo antes de morir, para verg�enza de sus coterr�neos: "I only regret that I have but one life to lose for my country." Y �no es notable, tambi�n, hablando del ego�smo de Nueva York, que en Cuba, con una n�mina tan alta de m�rtires en sus luchas por la independencia, la ciudad de La Habana, con la excepci�n de Mart�, y un reducido grupo de conocidos patriotas (Jos� Antonio Aponte, Eduardo Facciolo, Domingo Goicuria, Francisco Le�n, Juan Bruno Zayas, y pocos m�s...) se vea peque�a al compararla con otras ciudades de la isla? A pesar de su mayor poblaci�n, no tuvo La Habana en su siglo XIX un Joaquin de Ag�ero, un C�spedes, un Perucho Figueredo, un Agramonte, un Serafin S�nchez, unos Maceo... Terminada la guerra, Nueva York se convirti� en la capital del pa�s, y aqu� jur� su cargo el presidente George Washington, y estuvo el Congreso, pero los patriotas se sent�an inc�modos por el gran n�mero de comerciantes del lugar, quienes s�lo pensaban en ganar dinero y hac�an mucho ruido alrededor del Federal Hall, por lo que decidieron trasladarse y establecer la capital en la orilla del r�o Potomac, en la ciudad de Washington, donde la pol�tica, fuente de otras miserias, iba a dominar la vida. No hab�a cumplido 22 a�os Mart� cuando, en tr�nsito hacia M�xico, por vez primera lleg� a Nueva York; y cuando, tambi�n deportado por Espa�a, vino a establecerse en la ciudad, en 1880, no hab�a cumplido los 27. Y all� vivi� casi sin interrupci�n los �ltimos quince a�os de su vida, excepto unos meses en Venezuela, y unas pocas semanas durante los viajes de propaganda pol�tica a partir de 1892. 
 Sus impresiones de Nueva York anuncian los caminos que seguir�a en general su juicio sobre los Estados Unidos: admiraci�n por lo bueno y censura por lo malo. Al llegar de Cuba, oprimida por Espa�a, y de Espa�a, oprimida por la monarqu�a y el ej�rcito, dijo con admiraci�n en el peri�dico The Hour: 
 Pero ya en ese mismo escrito modera el entusiasmo, que luego har� m�s selectivo, y comenta: 
 Y le produce una "impresi�n penosa" la miseria que descubre por la calles, y a�ade: 
 Hay muy buenos libros sobre la vida de Mart� en alguno de los lugares en que residi�: de Espa�a, el de Emilio Roig; de M�xico, el de J. de J. Nu�ez y Dom�nguez; de Guatemala, el de David Vela; de Santo Domingo, el de Emilio Rodr�guez Demorizi. No lo hay de Mart� en los Estados Unidos, o Mart� en Nueva York. Sobre el tema se han hecho algunos trabajos, pero falta el estudio mayor que merece el asunto. Nadie influy� en �l tanto como los americanos, desde los fundadores (Washington, Jefferson) hasta los fil�sofos (Emerson, Thoreau), desde los ap�stoles y los pol�ticos (Wendell Phillips y Henry George) hasta los poetas (Longfellow y Walt Whitman); ni nada le marc� la vida como su estancia aqu�, por lo que era admirable el pa�s y por lo que vio le faltaba; por lo que se le pod�a imitar y por lo que se le deb�a temer: por la dualidad de "la tierra de Lincoln y la tierra de Cutting," de las que m�s tarde hablar�a. Los quince a�os de Mart� en Nueva York contribuyeron de manera decisiva a su desarrollo intelectual, su entendimiento del mundo y su ideolog�a. El supo de la influencia del medio sobre el hombre: adelant�ndose al vitalismo de Ortega y Gasset en su tesis de "yo soy yo y mi circunstancia", Mart� afirm�, casi con las palabras que luego usar�a el fil�sofo espa�ol, "Dos madres tienen los hombres: la Naturaleza y las circunstancias". Hablaba de Roebling, el ingeniero alem�n del puente de Brooklyn, de c�mo el haber venido a Am�rica hizo de �l el hombre que fue: con estas pinceladas logr� su retrato: "En cierto modo la mente de Roebling, prusiana de naturaleza, se torn� en americana; del goce de la libertad y de la presencia permanente de la grandeza surgi�, como refundido en molde nuevo, un nuevo hombre. As�, cuando tuvo un hijo, no le puso Arminius, sino Washington...." Por esa influencia del medio en la persona lleva este trabajo el t�tulo de "Nueva York en Jos� Marti," y no el de Jos� Mart� en Nueva York, por la resistencia del agente a reducirse a mero escenario, y por su condici�n de agonista en el drama del hombre. 
 No tuvo la ciudad de Nueva York en el siglo XIX cronista m�s ilustre y honrado que Jos� Mart�. Ni quiz�s toda la naci�n americana. Y hasta puede afirmarse que ning�n extranjero dio nunca, en idioma alguno, una visi�n tan amplia y acertada como la de Marti de este pa�s. Por eso no es excesivo el homenaje de Nueva York con el monumento suyo a la entrada del Parque Central. Desde 1880 hasta 1892, cuando todo su talento lo puso al servicio de la independencia de Cuba, Marti hizo conocer en Hispanom�rica, a trav�s de varios peri�dicos, a los Estados Unidos. Y a�n no se ha sabido apreciar del todo el servicio que le prest� con sus cr�nicas a lo que �l llamaba con cari�o Nuestra Am�rica. A fines del siglo pasado, en la Conferencia Internacional Americana, celebrada en Washington entre 1889 y 1890, se hizo evidente que la m�s peligrosa admiraci�n por los Estados Unidos cegaba a muchos hispanoamericanos, y fue �l quien les despert� el entendimiento y las conciencias con su oportuna pr�dica, la misma que han sacado hoy de su cauce original algunos demagogos para su propio beneficio, y para el provecho de otros pa�ses y de nuevos mercaderes. Al establecerse en Nueva York, Mart� se propuso analizar los Estados Unidos; dijo: 
 Y de esa manera habl� sobre Nueva York: de sus funcionarios y de la pol�tica; de los colegios y las universidades; de los museos y las bibliotecas; de los espect�culos (el teatro, el circo, la �pera) y de los deportes (el boxeo, las carreras, el futbol); de los grandes acontecimientos (de la inauguraci6n del Puente de Brooklyn, de la Estatua de la Libertad y del entierro del general Grant); de las calles (la Quinta Avenida y la calle Catorce), de los parques (el Central y el Battery) de las playas (Coney Island y Bath Beach); de los visitantes famosos, de los artistas y de los escritores; de las huelgas y de los obreros; de los inmigrantes y de las religiones; de los barrios pobres y de los barrios ricos: desde los palacios de los millonarios hasta de los fumaderos de opio en el barrio chino... 
 A continuaci�n se reproducen varios de sus juicios sobre Nueva York que pueden servir para conocer su aprecio de la ciudad. Al describir "La vida neoyorquina" en el peri�dico La Naci�n, de Buenos Aires, destacaba aspectos por los que a veces la vida se le hac�a tan desagradable: por la agitaci�n, la angustia, la fatiga; dec�a compar�ndola con otros lugares: 
 Tres a�os m�s tarde, en 1886, en el mismo peri�dico argentino, asocia el loco vivir de Nueva York con la pasi�n de sus habitantes por los bienes materiales, y explica: 
 Y en otras de sus "Escenas Norteamericanas," en el mismo lugar y a�o del juicio anterior, despu�s de describir la ciudad "en oto�o", de nuevo recurre a im�genes expresionistas para se�alar c�mo tan absurda vida fomenta el ego�smo y reduce, y hasta a veces ahoga, toda espiritualidad; dice: 
 Llevaba Marti tres a�os en Nueva York cuando se produjo una crecida del r�o Ohio, por la que murieron muchas personas y hubo grandes p�rdidas. Como es costumbre ante desgracias semejantes, se organizaron actos y recolectas para ayudar a los damnificados; los neoyorquinos, seg�n cont� Mart�, dieron muestras de su insensibilidad, y los present� al narrar el acontecimiento como ap�ticos tahures ante la mesa de juego: 
 A�n no hab�a llegado la primera vez Mart� a Nueva York, a mediados de 1870, cuando empezaron a correr los trenes elevados por las avenidas Segunda, Tercera, Sexta y Novena. Solamente los propietarios de esas empresas y los pol�ticos que se hab�an beneficiado con las concesiones no protestaban de aquel transporte, molesto por el humo y las cenizas de las locomotoras, y por el ruido, las vibraciones y los accidentes que provocaban a su paso. Tambi�n dej� Mart� constancia de esa otra incomodidad de la vida neoyorquina de entonces. Sus quejas por el ferrocarril elevado complementan la visi�n apocal�ptica que ten�a del lugar, y nos lo presentan encogido y abrumado por aquel inconveniente que m�s deb�a afectar a los que, como �l, se ganaban la vida pensando y escribiendo; dijo tambi�n en La Naci�n: 
 No ha de pensarse, sin embargo, que no tuvo ojos Mart� en Nueva York m�s que para lo desagradable, y que pec� de parco, o de injusto, al callar lo que merec�a elogio. No son escasas sus p�ginas de aplauso sobre la ciudad y sus habitantes, cuando estaba justificado, en igual medida que no lo son las que dedic� a encomiar las virtudes de este pa�s y el m�rito de algunos americanos, pero, como aqu� interesa m�s lo que le disgustaba que lo que le complac�a, puesto que de ah� nace lo negativo de su estima de Nueva York, puede bastar este pasaje preciosista, con toques quevedescos, sobre la Quinta Avenida, en el que traslada al lector al Domingo de Pascuas de 1889: 
 Pero m�s que esa Quinta Avenida abundante y vistosa gusta Mart� de su paralela, de la Sexta, hoy Avenida de las Am�ricas, que termina en su estatua a caballo, en el Parque Central, junto a las de Bol�var y San Mart�n. En esa Sexta Avenida paseaban los negros y los obreros, los cuales prefer�a Mart�, a pesar de su menor refinamiento y su gusto extravagante en el vestir; y a�ade a continuaci�n de lo anterior: 
 Una sombra m�s requiere este ep�grafe antes de cerrarlo, y es la de los pobres en Nueva York, sobre los que Mart� escribi� siempre con ternura y compasi�n, conmovido y quejoso. Le molestaba la injusticia, y que a muchos, como en nuestros d�as, les pareciera mal socorrer la miseria por el miedo de que m�s infelices acudieran a ella. Escribi� en el peri�dico La Am�rica, de Nueva York, sobre el "verano" : 
 Y en otro verano, el de 1888, insiste sobre la pena para dar a conocer la verdad sobre los Estados Unidos, que no todo era progreso y regalo, ni justicia y promesa: 
 Y como Mart� entend�a, con raz�n, que "la miseria no es una desgracia personal" sino que "es un delito p�blico", para m�s llamar la atenci�n sobre la pobreza, dijo en otra de sus cr�nicas: 
 
 Sobre cuanto le disgustaba a Mart� de Nueva York, ocupa lugar prominente el clima, en particular el invierno, no s�lo por el fr�o, sino tambi�n por la oscuridad. Tenia Mart� una curiosa teor�a sobre la luz y el �nimo, de c�mo cambia el car�cter de acuerdo con las estaciones del a�o. Y no estaba equivocado. Seg�n las m�s recientes investigaciones m�dicas, y por lo que aqu� se expone, puede afirmarse que Mart� padec�a de lo que hoy se conoce en este pa�s como "Seasonal Afective Disorder", especie de estado depresivo durante el invierno debido a la menor exposici�n a la luz. Parece que la oscuridad reduce el nivel de melatonina en la sangre, la hormona que segrega en el cerebro la gl�ndula pineal, y que por ese motivo la persona es m�s proclive a la melancol�a cuando las noches son m�s largas. Por ese amor a la luz pidi� Mart� en sus Versos sencillos: 
 El "traidor" es el que debe morir en la oscuridad; el "bueno," "cara al sol." Preguntaba, desde Nueva York, en El Partido Liberal, de M�xico, "�Qui�n no conoce la relaci�n visible del sol y la elocuencia? La palabra abrigada y resplandeciente en los pa�ses de hielo, se caldea y va dorando conforme entra en zona m�s fecunda, hasta que ya al llegar a la cinta del sol, consumidos por la excesiva luz los cuerpos fr�giles que la contienen, los sacude y arrastra, cual ar�spices a quienes echa a tierra la fuerza del or�culo, y fluye, llena de esmaltes y atav�os, como aquellos arroyos de agua clara de que cuenta Mahoma, que corren por sobre rub�es, topacios y amatistas...." Y al describir "Un mes en la vida norteamericana", en febrero de 1887, afirma: 
 Y en una cr�nica que le public� La Opini�n P�blica, de Montevideo, insiste: 
 Y tampoco se queda corto de elogios del verano en una de sus cartas a La Naci�n; dice con entusiasmo: 
 Y todav�a dispersos en otros de sus escritos, aparecen felices juicios: "Con las hojas de los �rboles viene a mujeres y hombres un frenes� de alegr�a: se abren al aire casas y almas". "El sol calienta las ideas en el cerebro y les vuelve su entereza y gallard�a". "No hay meses, si se les mira por el alma, m�s hermosos que estos de verano". "En el invierno se gru�e: en junio el padre es m�s amante; m�s cort�s el esposo; el ni�o m�s gentil; m�s galana la dama; el decidor, m�s ameno; el t�trico, locuaz; azul el mar y el alma". "La inauguraci�n de monumentos... siempre es en los meses de sol, como si la gloria tuviera parentesco con la luz". "�Hierven al sol las fuerzas de la vida!". "Las almas, con las primeras luces del verano, se visten de amores, como los parques de ramos de lilas...." Y en unos versos dedicados a Adelaida Baralt se compara con un colibr� que est� "loco de luz y hambriento de verano"; le cuenta su viaje desde Manhattan a Brooklyn, donde lo esperaba su padre, en 1884. 
 Pudo Mart�, durante algunos veranos, como otros neoyorquinos, escaparse del calor con viajes a las monta�as o a las playas: refugios suyos fueron los Catskills, junto al r�o Hudson, y Bath Beach, junto a Coney Island. Pero de los inviernos no se pod�a escapar, y la calefacci�n en la mayor parte de los lugares era escasa y defectuosa; dijo: "El oto�o trae muertes; el alma de adentro se vivifica y decae con el alma de afuera, y por el esp�ritu del hombre se entran los fr�os que encogen en noviembre el Universo". Y en otra ocasi�n: "Con m�s dificultad se abre paso el esp�ritu por entre las brumas h�medas de este mes de marzo [de 1882], que lo espantan y contristan, y lo invitan, no a salir de s�, sino a reentrar en s�". Y en otra explica c�mo con el invierno "vuelven al sur las golondrinas, a su desnudez los �rboles, y a las ciudades los viajeros....", pero advierte, "ya no sonr�en en el vaso de flores los nardos de abril, ni la mostaza graciosa, ni los jacintos de julio; sino los colores violentos y las plantas tristes, el geranio rojo, el asterisco morado, y el esp�rrago, el lirio pobre, con sus campanillas colgantes como en un templo chino y su corona de espigas plumadas...." Y en una carta: 
 Viendo que se acercaba el invierno, en 1886, as� se lamentaba: "... En los escaparates ya no se ven chalecos de dril, hamacas de henequ�n y sombreros de paja, sino capotes de goma, gorras de pieles, guantes fuertes de pelo de camello, [y ese] espect�culo encoge lo poco que queda aqu� de alma en los pechos tropicales..." Tambi�n a los Versos Sencillos llev� Mart� su divisi�n del clima, gu�a del �nimo y la palabra, del pensamiento y la conducta, y de la caridad con el pr�jimo, al n�mero XXXIX, su conocido programa, como antes se dijo, a todas luces tomado del libro de los Proverbios (24, 30), del Antiguo Testamento: 
 Al analizar su juicio sobre la oscuridad y la luz, sobre el invierno y el verano, �l que se siente en Nueva York "loco de luz y hambriento de verano", se entiende mejor su mensaje. No s�lo recomienda la bondad con el amigo y el enemigo, sino que con ambos aconseja someterse a ella tanto si se tiene la m�s favorable inclinaci�n para el bien, en el verano, "en julio", como cuando no se la tiene, en invierno, "en enero": la caridad no debe de estar controlada, como a veces sucede con el comportamiento, por los cambios de las estaciones. Algunos cr�ticos en Cuba —de"esos cultos", que dijo Mart� tienen "todas las tiran�as"— queriendo halagar a las autoridades y ganar prebendas, han hablado de esos meses de Mart� como de un presagio, al escoger para sus versos julio y enero, por su relaci�n con el proceso revolucionario: el 26 de julio, inicio de la lucha contra Batista, y el primero de enero su triunfo... Por lo que se ha visto hasta ahora parece evidente que julio y enero fueron s�mbolos que Mart� escogi� en ese momento para representar su idea de la mayor o menor disposici�n hacia el bien. Enero, al comenzar el a�o, con sus 31 d�as, se inicia una semana despu�s del solsticio de invierno; y julio, en el medio del a�o, tambi�n con 31 dias, se inicia una semana despu�s del solsticio de verano. Y aun parece, al revisar su biograf�a, como que los meses de enero le hubieran sido m�s dif�ciles o ingratos, mientras que julio sol�a present�rsele m�s prometedor o alegre. Algunos ejemplos, hasta la publicaci�n de sus Versos Sencillos, en 1891, bastar�n; son los siguientes: despu�s de siete a�os de exilio, el 27 de julio de 1878, aprovech�ndose del Pacto del Zanj�n sale de Guatemala hacia La Habana acompa�ado de su esposa; el 8 de julio de 1880, The Sun, de Nueva York, el m�s importante diario de los Estados Unidos en que aparecieron sus trabajos, se los empieza a publicar; en 1881, el primero de julio, sali� en Caracas, el n�mero inicial de su Revista Venozolana; el 15 de julio de 1882 escribi� su primera cr�nica para La Naci�n, de Buenos Aires, el peri�dico de mayor circulaci�n en Hispanoam�rica, donde escrib�an los m�s notables hombres de letras; en julio de 1889 sale La Edad de Oro, quiz�s el preferido de todos sus empe�os editoriales; el 24 y el 30 de julio de 1890 lo nombraron, respectivamente, c�nsul en Nueva York la Argentina y el Paraguay; a principios de julio del a�o siguiente vinieron a visitarlo la mujer y el hijo, a quienes no ve�a desde hac�a varios a�os; y en ese mismo mes su amigo Enrique Trujillo se comprometi� a publicarle los Versos Sencillos... Por la otra parte, el 15 de enero de 1871, todav�a sin cumplir 18 a�os, sali� desterrado hacia Espa�a; el 14 de enero de 1875 lleg� por vez primera a Nueva York, despu�s de pasar un temporal en el viaje desde Liverpool; en 1877, el 2 de enero, se vio obligado a irse de M�xico por el derrocamiento del gobierno liberal que �l apoyaba, y fue a La Habana, escondido como Juli�n Perez, para conseguir una recomendaci�n y poder establecerse en Guatemala; otra vez en enero, el d�a 3, en 1880, lleg� por segunda vez a Nueva York, escapado del destierro en Espa�a y a�orando reunirse con su mujer y su hijo a quienes tuvo que dejar en La Habana; un a�o m�s tarde, fracasado el empe�o revolucionario de Calixto Garc�a, sin recursos, abandonado por la mujer y el hijo, se vio obligado a embarcarse para Venezuela con la esperanza de all� encaminar su vida; a fines de enero de 1888, despu�s de una visita de dos meses en Nueva York, la madre de Mart�, a quien hac�a ocho a�os no ve�a, y que no volver�a a ver, regres� a La Habana y, por �ltimo, el 20 de enero de 1890 comenz� la Conferencia Internacional Americana, en Washington, donde Mart� confirm� sus temores de que por el empuje expansionista del Norte corr�an peligro los pa�ses de la Am�rica Latina, y muy en particular la independencia de Cuba: Fue �se el "invierno de angustia" que record� en el pr�logo de sus Versos Sencillos. "DONDE LAS MIRADAS NO SALUDAN" Daba Mart� los primeros pasos en su carrera de revolucionario, a principios de 1869, acabada de empezar la Guerra de los Diez A�os, cundo sal�a de La Habana para el destierro, perseguido por las autoridades, el erudito investigador Antonio Bachiller y Morales, y fue tambi�n a vivir a Nueva York. Al igual que Mart�, regres� a Cuba cuando Espa�a, forzada por la guerra, les hizo algunas concesiones a los cubanos, en el Pacto del Zanj�n. Pocos d�as despu�s de su muerte, en La Habana, el 10 de enero de 1889, Mart� public� en El Avisador Hispanoamericano, de Nueva York, una hermosa semblanza de Bachiller y Morales, en la que, adem�s de sus m�ritos intelectuales y virtudes, hablaba de su estancia en la ciudad, de la que de nuevo aparece su visi�n negativa de la misma; dijo: 
 
 En ese mismo escrito destac� Mart� que Nueva York viv�a "harto ocupada para cortes�a", por lo que invent� la frase que encabeza este ep�grafe, y que con acierto resume uno de los rasgos menos gratos de la ciudad. Al hacer un contraste entre Nueva York y los pueblos en que las colonias de cubanos fundaban en la Florida y en Georgia, donde disfrutaban de cierto reposo y no padec�an los rigores del clima, escribi� Mart� en Patria: "...ac� el cubano anda acogotado en su gab�n, y p�lido y murmur�n, porque no encuentra cara que no sea pared, y la ciudad lo echa u olvida, y el clima lo azota..." Y en uno de sus apuntes dej� esta breve y graciosa an�cdota que confirma su juicio sobre la pedanter�a de muchos neoyorquinos; bajo el titulo de "La frase del criado del Murray Hill Hotel", cont� lo sucedido; le pregunt� Mart� "�Conoce Ud a un caballero sudamericano, muy alto, que come aqu� desde hace un mes?" y esto fue lo que contest� el criado: "No s�. Entran y salen. �l no se ha hecho conocer de m�" ('He has not made himself known to me')." Y comenta Mart�: "Y la mirada de desprecio, y el resto de �deje Ud en paz al Emperador! con que acompa�aba la respuesta. Vive uno en los Estados Unidos como boxeado. Habla esta gente, y parece que le esta metiendo a uno el pu�o debajo de los ojos". See entiende as� el juicio de Miguel Ted�n, su amigo argentino, quien dijo sobre Mart�: "Su alma sensible y delicada sufr�a con las asperezas del alma yanqui... A pesar de los largos a�os que all� vivi�, nunca pudo identificarse con la vida americana..." Y la afirmaci�n de Enrique Trujillo, quien escribi� sobre �l en 1890: 
 Y no pod�a faltar en sus versos el reflejo de algunas de las quejas de que se ha hablado aqu�, dice en "Amor de ciudad grande", sin duda pensando en Nueva York: 
 Y escribi� en una composici�n de las agrupadas como "Flores del destierro", otra vez con Nueva York presente: 
 Y en unos versos que dedic� a Isabel Ar�stegui por la fiesta que daba en su casa, en 1889, donde iba a recitar Cocola Fern�ndez del Castillo, se lee, ya refiri�ndose directamente a la situaci�n del cubano: 
 Podr�a uno preguntarse por qu�, ante tanto disgusto, permaneci� Mart� en Nueva York. En una carta de 1886 le dec�a a su amigo mexicano, Manuel Mercado: "Todo me ata a Nueva York, por lo menos durante algunos a�os de mi vida: todo me ata a esta copa de veneno". Las ataduras eran las siguientes: a Cuba no quer�a ir, ni por corto tiempo, ni con la excusa de ver al hijo y la mujer, por aquel acertado juicio suyo, de tanta vigencia hoy para sus compatriotas en el exilio, de que "visitar la casa del opresor es sancionar la opresi�n"; a Espa�a no pod�a regresar puesto que abandon� el pa�s estando en la libertad bajo fianza, que le concedieron en Santander; ya hab�a probado fortuna en M�xico, Guatemala y Venezuela, y de los tres pa�ses se tuvo que ir por sus tropiezos con los gobiernos abusivos —en alguna ocasi�n pens� irse al Per� o a la Argentina, pero debieron parecerle demasiado lejos de Cuba, y sab�a que, como sucedi� en el pasado, en Nueva York era donde iba a dar fruto la semilla de la siguiente guerra de independencia; en la misma carta a Mercado le explicaba que, siendo su "instrumento de trabajo" la "pluma", y lo que les interesaba a los peri�dicos que publicaban sus escritos en Hispanoam�rica las noticias y los acontecimientos de esta ciudad, no pod�a deshacerse de las ataduras que a ella lo un�an. No ha cambiado mucho Nueva York desde los tiempos de Mart�. Sigue siendo la "copa de veneno" de que �l habl�, donde uno "anda acogotado en su gab�n, p�lido y murmur�n, porque no encuentra cara que no sea pared"; donde a�n a veces "se muere el alma por falta de empleo"; donde, con el invierno, todos los quehaceres "se enconan por la �spera ventisca, la pedrea del granizo, la triste s�bana de nieve y los odiosos lodazales"; donde siguen mirando la vida como "un mandato de goce, como boca abierta, como un juego de azar donde s�lo gana el rico"; donde "nadie ayuda a nadie y todos marchan empuj�ndose, maldici�ndose, abri�ndose espacio a codazos, a mordidas, arroll�ndolo todo, todo por llegar primero"; donde ver "los barrios pobres es echarse a llorar..." Nueva York sigue siendo, en su esencia, como era a fines del siglo pasado, y, en algunos aspectos, quiz�s, peor. A pesar de sus quejas y protestas, el verdadero motivo por el que Mart� permanec�a en Nueva York aparece en su cr�nica del 3 de agosto de 1885, que no es distinto del que retiene hoy en la ciudad a muchos cubanos; dijo: "Triste, s�, uno se siente triste en Nueva York, pero firme tambi�n. Se siente uno tan firme que, cuando se aleja de estas playas, en no siendo para las de la patria, donde la roca es dulce, parece como que se aparta uno del goce digno de la libertad real, que se aleja de s� propio...." 
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